Thomas Mann

Juan Antonio Rosado Z.

 

uno deleita con historias a un mundo perdido, sin señalarle jamás la huella de una verdad salvadora.

T. M.

 

Sin dejar de lado a autores tan significativos como Hans Jakob Christoph von Grimmelshausen, la gran tradición narrativa alemana comienza con el romanticismo, y tal vez sea Johann Wolfgang Goethe el iniciador de la novela moderna en Alemania. De la obra de esta figura, aunada a la de Lessing, Schiller y Nietzsche, entre otros, se nutrirá uno de los escritores más prolíficos y complejos de la primera mitad del siglo XX: Thomas Mann (1875-1955), considerado por muchos como un novelista «filósofo» dada la alta densidad de secuencias reflexivas y argumentativas tanto en los diálogos como en las voces narrativas de sus narraciones. En este aspecto, se emparienta con los austriacos Robert Musil o Hermann Broch.

Thomas Mann nació en Lübeck. Fue el segundo hijo de Johann Heinrich Mann y la brasileña Julia da Silva-Bruhns, hija a su vez de un alemán propietario de plantaciones y de una brasileña criolla a quien trasladaron a Alemania a los siete años. El futuro autor de La montaña mágica describe a su madre como un tipo «latino» con gran sensibilidad para la música. Si de la madre, según él, proviene su naturaleza jovial y su inclinación al arte, del padre le viene la seriedad en la conducta. Tuvo cuatro hermanos: dos mujeres (ambas se suicidarían) y dos hombres. El más célebre, el novelista y dramaturgo Heinrich Mann, fue autor de Professor Unrat, novela adaptada al cine con el nombre de El ángel azul, clásica película de los años 30.

Al igual que su colega y amigo Hermann Hesse, Thomas Mann aborreció la escuela y no se sometió a sus exigencias. Le gustaba escribir comedias infantiles que representaba, junto con sus hermanos, ante los papás y las tías. También incursionó en la poesía. Durante un viaje a Italia con su hermano Heinrich, «devoró» literatura escandinava y rusa, sin dejar de escribir. Pronto tendría una experiencia decisiva: el conocimiento de las obras de Arthur Schopenhauer y Friedrich Nietzsche. El influjo de este último en sus primeras obras serias es notorio no sólo en los contenidos y preocupaciones filosóficas, que jamás tomará de modo literal, sino también en las cuestiones relativas al estilo, en que la musicalidad tendrá profunda injerencia. La música como tal fue un influjo determinante en Thomas Mann, quien concebía la novela como una sinfonía con contrapuntos, donde las ideas serían como los motivos musicales a la manera de Richard Wagner. El influjo de la música será muy evidente en su última obra maestra: Doktor Faustus (1947).

Se ha insistido en que uno de los temas centrales en Mann es la muerte. Su hermana Carla estuvo de niña cerca de morir, debido en parte a la pulmonía. Luego ella se dedicó al teatro. Problemas sentimentales, aunados a su falta de talento, la impulsaron a suicidarse con cianuro, lo que afectó a Thomas Mann, al igual que el futuro suicidio de Julia, su otra hermana. La muerte, constante en su temática, aparece como una indagación y en muchas ocasiones representada simbólicamente por pérdidas, abandonos, desplazamientos, deseos imposibles, angustias, transformaciones, disociaciones, rupturas…

Muy ligado al tema anterior es la escisión que el mismo escritor supo hacer de su propio yo. Ronald Hayman advierte que Thomas Mann como hombre público, es decir, como «figura oficial» —intelectual serio, tranquilo, convencional, ordenado, monogámico y padre de familia— fue una de sus creaciones literarias hechas realidad. Deduce lo anterior a través de la lectura de los Diarios del escritor, publicados en 1975, veinte años después de su deceso. El Relato de mi vida, por consiguiente, nos otorga la imagen que Mann inventó de sí mismo, la que él deseaba que el público percibiera gracias a las múltiples máscaras que ocultaban sus obsesiones. Hayman y Anthony Helbut se refieren en particular a la homosexualidad reprimida de Mann como un factor que sin dudas arroja luces sobre su obra. Heinrich, su hermano mayor, fue mujeriego, pero Thomas jamás tuvo la misma atracción por las mujeres, sino más bien pasiones secretas por compañeros de estudio.

Es necesario recordar que en esa época había repudio contra la homosexualidad, exacerbado en Europa tras el escándalo de Oscar Wilde. Los homosexuales eran considerados —y siguieron siéndolo durante mucho tiempo— enfermos mentales, gente indeseable. El estigma era muy duro y en 1903, cuando Mann se relacionó con su amigo Kurt Martens, de quien con seguridad se enamoró, ambos lo sabían y acaso en parte por ello contrajeron luego matrimonio con mujeres y Mann destruyó las partes de su Diario anteriores a 1918. Es curioso que haya sido el mismo Kurt quien le presentó a Mann a la mujer que sería su esposa: Katia Pringsheim, de origen judío, con quien el escritor llevará un sólido matrimonio convencional. En su Diario se revela la pasión por su segundo hijo, Klaus, lo que le traerá culpabilidad y le impedirá llevar una buena y sana relación con él, quien a la postre se convertiría en un escritor importante —autor de la novela Mefisto (1936), un ataque contra el nazismo, y también en homosexual. En 1949 moriría de una sobredosis.

En su Relato de mi vida (1930), concebido al año siguiente de obtener el premio Nobel de literatura, Thomas Mann confirma su ya sabida filiación con el realismo. En general, sus escenarios, atmósferas y personajes son extraídos de la realidad, incluida su novela más leída y comentada: La muerte en Venecia (1912), donde no hay casi nada inventado, ni siquiera los vestuarios de los personajes, todos ellos tomados de una experiencia personal. Mann utilizó el realismo como máscara para ocultar, tras sus ideas, obsesiones y pasiones, incluida la homosexualidad reprimida. En La muerte en Venecia se narra la pasión del escritor Gustav Aschenbach por el adolescente Tadzio. Mann y su esposa Katia visitaron Venecia en 1911 y en el hotel donde se alojaron, el escritor se enamoró de Władysław Moes, joven polaco que llegó con su madre, hermanas e institutriz. Katia notó lo que ocurría, pero Mann pudo ocultarlo. Por supuesto, más allá de los referentes reales, la novela es una impresionante reflexión en torno al arte y a la belleza a partir de la progresiva decadencia física del protagonista.

En esta obra, el narrador, además de reconocer que cada artista posee un desarrollo particular, reflexiona sobre la inocencia del arte: lo que llama «indiferencia moral» de la forma, que la hace moral o inmoral (ambigua), porque es expresión de una disciplina, pero también aspira a humillar lo moral bajo su ceño orgulloso. Aschenbach, con la contemplación, le rinde culto a la belleza: descubre la expresión de lo divino en un joven de 14 años, quien le producía evocaciones místicas y a quien compara con un «dios mancebo». La contemplación de lo bello hace que el homoerotismo llegue a niveles de éxtasis. Para Aschenbach la belleza es la única forma de lo espiritual que recibimos con los sentidos: el camino de lo sensible lleva al artista hacia el espíritu.

Mann sabía que cualquier elemento de la realidad que ingresa al ámbito literario es susceptible, por ese hecho, de volverse símbolo, metáfora, y de ser teñido por el pensamiento, por el «espíritu» entendido como intelecto. Cabe señalar que este escritor nunca pudo aislar su labor «creativa» de su labor ensayística y de polemista, y se lo agradecemos, ya que la intensidad reflexiva no se disocia de la creación en los grandes monumentos literarios, ni de personajes ni de trama cuando éstos son de verdad profundos. Mann, en tal sentido, rechazó la distinción entre «creador o poeta» y «escritor». Para él, el límite entre estas actividades transcurre en la propia personalidad y en su caso fue siempre impreciso. El arte literario se sirve del lenguaje articulado: es su instrumento, y si el autor es profundo, producirá creaciones críticas. Ya Mann lo advertirá en una conferencia sobre Lessing. Aun así, en su momento pensó que la nouvelle La muerte en Venecia no era lo suficientemente buena. Siempre creyó que el descontento del artista consigo mismo es un elemento básico del verdadero talento: la exigencia, la insatisfacción personal. Gracias a la indignación afable de su esposa, quien lo impulsó a publicarla, esta nouvelle salió a la luz pública.

Katia y Thomas Mann

En el mismo año en que dio a conocer La muerte en Venecia, Katia contrajo una afección pulmonar y por dos veces (una en 1912; otra dos años después) tuvo que pasar varios meses en el Sanatorio Wald de Davos (Alpes suizos). Katia le detallaba a su esposo cómo era su estancia en el hospital, incluido su funcionamiento y la vida cotidiana. El escritor la visitó del 15 de mayo al 13 de junio de 1912, y allí recogió sus impresiones para elaborar un drama satírico —combinación de muerte y diversión— como respuesta a la tragedia del envilecimiento retratado en la novela anterior. Ahora el artista deseaba una obra cómica con un protagonista sencillo. Elaboró así los primeros capítulos de La montaña mágica. La guerra mundial lo desvió de su pretensión original, y la historia se volvió densa en cuanto a sus reflexiones, disertaciones, especulaciones, diálogos… En 1918 publicó las Consideraciones de un apolítico, y seguía trabajando en la que estuvo pensada como especie de parodia u obra humorística. La obra se volvía interminable, cada vez más compleja por la intervención de distintas sicologías. Más de doce años tardó en concluir Der Zauberberg (La montaña mágica), publicada en 1924. Si La muerte en Venencia es la decadencia, La montaña mágica es juvenil, aunque —de modo paradójico— se desarrolle en un microcosmos de enfermos y médicos.

Como en el resto de su obra, también aquí hay múltiples referentes reales. Un ejemplo: el doctor Behrens, jefe del Sanatorio Internacional Berghof, está basado en Friedrich Jessen, que trató a Katia durante su estancia. Un tema poco estudiado pero relevante, que Franz Kafka desarrolla hasta el paroxismo, es el poder invisible o inadvertido de la burocracia. Lo anterior se percibe en la novela de Mann porque Behrens no es propietario ni arrendatario del lugar, aunque diera dicha impresión. Potencias invisibles se hallaban encima y detrás de él, y estas potencias inadvertidas se manifestaban, visibles, en forma de oficina: un consejo de administración. El médico jefe no era, por tanto, independiente, sino agente, funcionario o aliado de esas potencias superiores. Él será quien retenga a Castorp al detectarle síntomas de tuberculosis.

Pero lo fundamental es la evolución espiritual, intelectual —evolución en tanto proceso y adaptación— del protagonista, el joven Hans Castorp, quien acababa de concluir sus estudios de ingeniería naval. El balneario-hospital en las alturas conforma un microcosmos, una variada comunidad donde aparecen personajes memorables, como Joachim Ziemssen (primo de Castorp e internado por tuberculoso), el judío converso Leo Naphta, el italiano y francmasón Settembrini, la rusa Clawdia Chauchat, el médico Behrens (director del sanatorio), el asistente Krokovski (quien se interesará en lo sobrenatural), la paciente danesa Ellen Brand, Herminia Kleefeld, el holandés Mynheer Peeperkorn, el estudiante Rasmussen y muchos otros. Si la exterioridad puede ser monótona y el narrador echa mano de gran cantidad de recursos descriptivos, lo dinámico es la interioridad del personaje y su interacción, sus diálogos con personas disímiles, médicos y enfermos. Las alturas alejan a todos del mundo «normal», de una sociedad regida por normas, y establecen simbólicamente, en una «comunidad», la relativa superioridad del intelecto frente a lo mundano. Allí, en el mundo de abajo, tras siete años, se perfila una guerra. Escribo «comunidad» entre comillas porque no serán los valores «comunes» los que se desarrollen o sinteticen, sino sobre todo los disentimientos, la variedad de perspectivas, la disertación o indagación en terrenos contradictorios. También escribo «relativa» porque no todos los personajes crecen como Hans. La incipiente amistad de Settembrini y Naphta se degradará a base de disputas, e incluso Hans no aceptará observaciones o puntos de vista.

Es célebre el diálogo sobre la enfermedad; se trata de secuencias integradas por voces antagónicas: una vinculada a la concepción romántica de la enfermedad y de manera indirecta al Weltschmertz como estado superior asociado quizá a la melancolía o a cierto derrumbe moral, y la otra más realista y cruda: la enfermedad que degrada y humilla. Uno de los recursos más perceptibles de La montaña mágica es la antifonía o voces contrapuestas. Un ejemplo es la oposición Settembrini-Naphta. Al humanista Settembrini, defensor de la salud y de la vida, filosóficamente «monista», le parece absurda la espiritualización resultante de la enfermedad porque un alma sin cuerpo es tan atroz e inhumana como un cuerpo sin alma. Para él, el cuerpo domina, acapara la vida. Al reducirse a cuerpo, el enfermo sufre la humillación. Incluso afirma que en la antigua religión, lo sagrado se confundía a menudo con lo obsceno, lo que luego confirma Castorp: lo obsceno y lo sagrado eran una misma cosa. En cambio, para el conservador y «dualista» Naphta, más vinculado a las cuestiones metafísicas, la enfermedad es humana y espiritual: ser hombre es estar enfermo y lo que nos distingue de otros seres orgánicos es el espíritu. La nobleza del humano, su dignidad, depende del espíritu, de su dolor. Podría asociarse estas ideas con el Weltschmertz («dolor del mundo») de los románticos (Sturm und Drang) en tanto dignificación del tedio, del spleen, de la melancolía como enfermedad y a menudo vinculada a cuestiones morales.

La enfermedad de Clawdia Chauchut —mujer que, entre otras cosas, se caracteriza por su afición a dar portazos— era en parte de naturaleza moral. Clawdia es seductora y su nombre contiene las palabras claw («garra» en inglés) y chat («gato» en francés). José Rafael Calva Pratt, en un breve artículo sobre los Diarios de Mann, califica de fascinante la relación de Castorp con Chauchat, y sostiene que es única en la literatura «por su falta de nudo dramático o hilo conductor […] es algo que va y viene, anda y desanda y recorre todos los planos de una verdadera relación erótica entre dos seres pensantes con vidas ambiguas que no permiten planes a largo plazo».

Der Zauberberg (La montaña mágica)

Se ha escrito mucho sobre La montaña mágica como novela sobre el tiempo. El autor, de modo consciente, le dio preponderancia a dicho tema. La subjetivización del tiempo es notoria: la impresión, por ejemplo, de que siete semanas en la montaña no habían sido sino tan sólo siete días, o tal vez muchos años. Hans se lo preguntaba sin resolver la cuestión. Al recordar el tiempo que llevaba en el Sanatorio Internacional Berghof, «le daba la impresión de que éste había transcurrido de formas misteriosas y antinaturales». Era breve y a la vez extenso. Sólo la «duración real» escapaba de esta percepción. Con seguridad, las ideas del filósofo francés Henri Bergson sobre la duración influyeron en Mann, como lo hicieron en otros autores (Proust, por ejemplo).

Pero más que novela «filosófica», yo la considero novela-ensayo, aunque no pretenda demostrar algo de modo contundente, sino sumergirnos en interrogantes. Es una obra narrativa en que la acción por momentos se detiene para abrir paso a la descripción y a la exposición-exploración de problemas, pero también a la argumentación y contrargumentación, en particular a cargo de Settembini y Naphta, quienes transforman a Castorp. Por ello, entre otras razones, se califica esta obra como novela de formación. Para Mann, toda formación implica a un ser con «voluntad instintiva y capacidad para seleccionar, asimilar y reelaborar todo de manera personal». Eso llevó a cabo el propio Mann, y lo hará Hans Castorp en La montaña mágica, verdadera «arquitectura de ideas», tal como se le ha calificado. Mann la define como una «sinfonía de pensamientos», obra de «poca naturaleza novelesca» que expone y desarrolla problemas no apropiados para las masas —según el mismo autor—, pero que las personas cultas percibieron como candentes, de ahí su paulatino éxito. El escritor francés André Gide dirá que esta obra no se compara con nada anterior.

Johann Karl Morgenstern acuñó el término Bildungsroman o «novela de formación», popularizado luego por Wilhelm Dilthey. Se trata de una narración en torno a la formación o aprendizaje de un individuo cuya identidad no es estable. Podría considerarse la saga de Wilhelm Meister, de Goethe, como ejemplo de lo que tiempo después —toda proporción teórica guardada— Jung entenderá como proceso de individuación. Literariamente, durante dicho proceso el o los ritos iniciáticos desempeñan un papel esencial. El llamado «descenso a los infiernos» puede ser una angustiante experiencia límite, una prueba para el personaje, como cuando Castorp se ve atrapado en una tempestad de nieve, en un capítulo central, titulado «Nieve», cuando Castorp tiene un sueño revelador y cuestiona las posturas de sus mentores Naphta y Settembrini. Pero toda la novela es de iniciación, tal como lo advirtió su autor, pues lo que aprende Castorp es que «la salud más perfecta —dice Mann— se adquiere mediante las profundas experiencias de enfermedad y muerte, del mismo modo como el conocimiento del pecado constituye una condición previa para la redención». Enfermedad y muerte son para el escritor alemán una estación indispensable para llegar al conocimiento, a la salud, a la vida. La montaña mágica es una novela iniciática.

Este tipo de obras indaga sobre la identidad; el protagonista suele ser joven e inexperto: un adolescente en el sentido original del vocablo —del latín adolescere—, «el que crece; el que se encuentra en proceso de crecimiento», en estado de confusión o indefinición. Muchos textos cuyo héroe es adolescente se presentan con carácter testimonial, aunque se trate de biografías ficticias. Por tal motivo incorporan material biográfico o autobiográfico que puede ser o no auténtico. En La montaña mágica hay referentes reales y muchos personajes están basados en personas reales, pero lo importante es que el autor sometió los elementos reales o biográficos a un procedimiento artístico de selección y combinación. Organizó y resignificó los elementos reales en el seno de un mundo simbólico. En su ensayo «La filosofía de Nietzsche a la luz de nuestra experiencia», Mann fue consciente de lo anterior al advertir que «La vida es arte y apariencia, nada más». Juan García Ponce, en un ensayo sobre Thomas Mann, retoma este planteamiento: «La vida se convierte en una pura representación; pero una representación significante, que no se pierde en la nada, sino que se recupera a través del arte». Para él, en las obras de Mann la vida «se traslada al terreno del mito y se convierte en sagrada repetición de un rito eterno». Mann definía al mito como una verdad eterna y la contraponía a la verdad empírica, que puede cambiar día con día, mientras que el mito está más allá del tiempo. El individuo como personaje adquiere dimensiones simbólicas que llegan a trascender su propia interioridad o la de otros. Dichas dimensiones pueden asociarse a aspiraciones colectivas. Entonces, el ideal de Bildung en la novelística alemana suele ser individual, interior: he ahí el punto esencial en La montaña mágica. El lector se interna en las distintas interioridades que conviven en un espacio cerrado, y atestigua la paulatina transformación de Hans Catorp, especie de «buscador del Grial» a la manera de Perceval, según palabras del autor.

Casi en todas las novelas de formación, el individuo abandona su lugar para introducirse en un mundo desconocido que no sólo le revelará facetas de los demás y del ámbito exterior, sino sobre todo de sí, lo que suscitará su transformación. La montaña mágica se inicia con el viaje de Castorp de Hamburgo a Davos-Platz. Las dos jornadas de viaje alejan al protagonista de su universo cotidiano y de sus deberes. Es también un tiempo para la reflexión. El joven conserva recuerdos muy vagos de su casa paterna. Apenas había conocido a sus padres. Primero murió su madre, en la víspera de un parto. El padre no pudo soportar la pérdida. Luego falleció de neumonía, dato interesante porque el primo de Castorp está internado en un sanatorio para enfermedades respiratorias en la montaña, adonde se dirige el protagonista con la idea de acompañarlo durante tres semanas que se extenderán a siete años.

El huérfano vivió un tiempo con su abuelo, pero él también murió. En suma, las sucesivas pérdidas marcaron la incipiente vida de Hans, quien tuvo que habitar en casa de su tío y tutor, el cónsul Tienappel. Además de las pérdidas y cambios de hogar —lo que implica confusión y desestabilidad psíquica— el doctor Behrens le detectó al joven síntomas de anemia. Hans incluso advierte síntomas en sí mismo, por ejemplo: siente escozor en la cara y deja de sentir el sabor de los puros María Mancini (sus favoritos).

La montaña mágica no es mera novela anecdótica con función didáctica u orientadora, por más que la consideremos Bildungsroman; tampoco es «filosófica» ni de tesis. Está más cerca de la novela-ensayo, pero sin una voz predominante, sin una visión monológica o unívoca. Se trata de una obra reflexiva, dialéctica, polifónica en que se expresan dualidades, dicotomías y contradicciones. Aparecen, entre otras, las dualidades espíritu-materia, idealismo-realismo, alma-cuerpo, salud-enfermedad, imaginación-realidad, vida-muerte… La erudición, la inmensa cultura del autor se manifiesta con citas o alusiones repentinas, directas e indirectas, a intelectuales de distintas épocas del mundo occidental, desde Virgilio hasta Hegel, pasando por Plotino, Dante, Voltaire, Rousseau, Miguel de Molinos, la masonería, Goethe, el humanismo y otros fenómenos culturales que han intentado detener el tiempo al explicar o desentrañar el sentido de la conciencia, es decir, de la vida humana. Con toda razón, García Ponce advierte que este escritor —Thomas Mann— es «capaz de convertir la erudición en poesía».

Persiste en esta obra la experiencia de otredad desde el inicio: separación y extrañamiento se traducen en altura, enfermedad e iniciación, en una organización basada en la excepcionalidad y la posibilidad cercana del deceso, pero cercana también al intelecto, a lo espiritual, al artificio, a la crítica, a la contradicción y asimismo a la síntesis desde la obsesiva idea de la muerte. Tal vez en el fondo el autor ha conciliado visiones contradictorias de la vida y de la muerte, y del dominio de la guerra.

Cinco años después de la publicación de La montaña mágica, la Academia Sueca le otorgó a Mann el Premio Nobel de literatura. A pesar de ello, el Tercer Reich, cuando Hitler llegó al poder, lo despojó de su nacionalidad. Sus libros fueron prohibidos e incluso quemados mientras el artista experimentaba el doloroso exilio en Los Ángeles, Califonia. Tras la Segunda Guerra Mundial volvió a Alemania, donde se le recibió casi como a héroe y se le concedió el Premio Goethe. Siempre demostró modestia y vitalidad, e incluso en sus obras más sombrías se notan el humor y la sana alegría. Tiempo después de su fallecimiento, su hija Erika contará que desde que su padre empezó a escribir nunca tuvo vacaciones, a no ser que viajara para dar conferencias, o cuando era presa de la fiebre y debía guardar cama. Sólo así interrumpía su trabajo, que es lo mismo que decir «interrumpía su vida», porque su vida fue la escritura, que no ejerció para salvar a nadie, ni para establecer verdades incuestionables, aunque con la «oscura esperanza» de producir un efecto liberador y preparar al mundo para una mejor vida. Lo cierto es que no sólo se salvó a sí mismo con la verdad literaria, su única alegría o —como afirma Erika Mann— la alegría que condicionaba a todas las demás alegrías, sino que tal verdad penetró y sigue penetrando en las nuevas generaciones.

 


Texto publicado originalmente como prólogo a La montaña mágica, de Thomas Mann. Mirlo, Íconos literarios, México, 2017, págs. 7-14.