Daniela García Pliego

Diez horas y media de vuelo pasaron rápido, muy rápido en comparación con las casi dos que tardó en salir del aeropuerto. Se abrieron las puertas automáticas. Verónica dio un paso fuera y los rayos del sol de un cielo despejado le dieron la bienvenida. Sacó unos lentes de sol de la bandolera de cuero que llevaba colgada, se los puso, inspiró profundo y, mientras soltaba el aire poco a poco, una amplia y blanca sonrisa iluminó aún más su rostro. «Hola Madrid, ¿me extrañaste? Yo no, nunca pienso en ti».

Abordó un taxi e indicó al chofer la dirección. Se colocó unos audífonos y escuchó la música que había seleccionado especialmente para el viaje. A medida que el coche avanzaba y la ciudad se desplegaba ante sus ojos, su mente retrocedía en el tiempo y se detuvo veintiún años atrás, en el verano que le dejó una huella imborrable.

Julio del 2000 se fue en un abrir y cerrar de ojos para Verónica. Llevaba dos semanas en España y dejó la última para Madrid. El concierto del sábado en el  Vicente Calderón fue el mejor al que había asistido en su vida, aunque por  momentos todo parecía indicar que no sería así. Con retraso de una hora, Alex Pizarro salió con el semblante desencajado, cantó el primer tema, y con una cara de lamentación abandonó el escenario. Se encendieron las luces, pasaron varios minutos y los músicos permanecieron tocando hasta que una persona de su equipo, micrófono en mano, explicó al público que el artista se encontraba mal y no podría continuar con el espectáculo. “¡No, Alex, no me puedes hacer eso!”. Eran sus últimos días, y no deseaba regresar sin verlo. Por eso dejó Madrid para el final. Pasaría los últimos días de visita con Denisse, su mejor amiga desde la infancia; asistirían juntas al concierto, y regresaría para casarse con Fernando. Su amiga, resignada, estaba lista para abandonar el lugar, pero ella no se movió. Denisse se volvió a verla y soltó una carcajada.

—¡¿Vas a llorar a tus veinticuatro años porque Alex no puede salir a cantar?!

—No, mensa. ¿Quién lloraría por eso? —contestó Verónica entre risas, al tiempo que se quitaba la pequeña lágrima que asomaba por su ojo.

La gente comenzaba a dirigirse hacia la salida cuando de pronto se apagaron las luces, se encendió el escenario de nuevo y el cantante salió junto con sus músicos. El concierto fue de menos a más, y a mejor. Pizarro jamás sintió tal conexión con el público. Su garganta y corazón se abrieron ante el aplauso, los gritos, los coros, y él, en respuesta, dio su alma en cada nota. Dejó el escenario cargado en hombros, los ojos arrasados por las lágrimas, el corazón desbordado por la entrega y el reconocimiento de las sesenta mil gentes que esa noche permanecieron de pie cantando con él cada una de sus canciones durante casi tres horas. Confirmó que nació para estar ahí. Verónica pensó que aquella fue la mejor forma de cerrar su viaje. Jamás imaginó que lo que ocurriría dos días más tarde mientras paseaba por uno de los tantos lugares para disfrutar de la naturaleza, en la Sierra Norte de Madrid, superaría por mucho esa experiencia.

Después del torbellino de emociones de los últimos días, necesitaba alejarse, poner los pies en tierra firme, aterrizar. Con su guitarra al hombro, caminó un buen rato junto al río, entre las montañas y los árboles de la sierra. El compás del agua que corría entre enormes bloques de granito ayudó a limpiar el ruido de su cabeza; el aplauso marea, emborracha. Un sendero lo llevó hasta una pequeña charca clara y cristalina enclavada entre las rocas. Encontró un lugar a la sombra de un haya junto al tesoro turquesa que acababa de descubrir. Al cabo de un rato, sacó la guitarra y comenzó a tocar para él cuando, de pronto, del otro lado del camino, vio a una chica que se aproximaba. Dejó de tocar. Se dio cuenta de que la chica venía sola y el aterrador pensamiento de una persecución de fanáticas abandonó su cabeza. Al llegar a la poza, la  muchacha se detuvo y él pudo contemplar cómo la expresión de asombro en su cara al ver el escenario. La misma impresión había causado en él. La joven tomó la cámara fotográfica que llevaba colgada y disparó el obturador desde distintos ángulos. Luego, él la vio sentarse junto a la orilla, recoger su cabello rizado, que brillaba como la miel bajo el sol y tomar agua de una cantimplora; vio resplandecer el verde intenso de su mirada, la sonrisa, y ya no pudo dejar de mírala. Sacó un cuaderno deshojado de la maleta de la guitarra y escribió. Las palabras salían a borbotones; fluían como el agua que alimentaba la charca. La sonrisa de la muchacha se desvaneció, la sustituyó la mirada distraída de alguien que parece que está punto de llorar. Levantó la cara al cielo y dejó las lágrimas correr libremente hasta que no le quedó ni una más por derramar. Disparó una vez más la cámara; cuando la bajó, la tranquilidad regresó a su faz. Él tomó su guitarra, tocó y cantó. Al escuchar, la chica buscó el origen del sonido ajeno al de la naturaleza que la rodeaba, hasta que dio con él. Podría jurar que sintió que su corazón se saltó un latido. Permaneció unos momentos inmóvil tratando de entender la escena. La canción se refería a ella, y a lo que acababa de suceder, para su mayor asombro, describía a la perfección su sentir. Caminó hasta la piedra que el músico había tomado como banco. Cualquier duda sobre su identidad, la perdió en el momento que vio los tatuajes de su brazo izquierdo; entre ellos, un conejo en la luna, título de su primer álbum. Terminó de tocar, con un movimiento de cabeza quitó los mechones de su pelo negro, que rozaban su cara, y le sonrió con esa media sonrisa tan suya.

—¿Tema inédito? —ladeó la cabeza y subió los hombros.

—Calentito, recién salido del horno —dio unos leves golpecitos a su instrumento, lo recargó sobre la roca y se puso de pie.

—¿Qué haces aquí? ¿No deberías estar en una firma de autógrafos o dando una entrevista o algo así?

—O algo así —repitió divertido—. Pues nada, que me apetecía un poco de calma y he venido a por un poco, y ya está. ¿Qué haces tú aquí? No deberías estar ahora mismo en el insti, la uni o algo así? —rieron juntos.

—Me veo chavita, pero ya tiene rato que dejé la escuela. Estoy de vacaciones, vengo de…

—¡México, a que sí, eh!

Le extendió la mano y le dijo:

—Me llamo Verónica.

Él tomó su mano y respondió:

 —Mucho gusto, Verónica, soy…

—¡Alejandro, a que sí! —ambos soltaron una carcajada.

Se sentaron en el pasto, platicaron con gran familiaridad. Él se vivió como el chico de barrio que fue. Creció en Moratalaz, madrileño de alma flamenca, nació con la música corriendo por sus venas. Le contó a su musa que su madre decía que desde el vientre sentía el latir del corazón de su bebé con un compás de  bulería.

De cuando en cuando interrumpieron la plática con alguna canción. A Verónica le divirtió que la guitarra de tan gran músico acompañara su desafinada voz.

—Pues cantar, cantar, lo que se dice cantar… —dijo Alex y pareció como si de esos ojos negros, que hablaban con solo mirar, salieran chispas. Rieron a carcajadas.

Le aconsejó que siguiera con lo suyo, la fotografía. Verónica contestó que solo era un pasatiempo; en su país la esperaba un puesto en el área de compras de una transnacional; omitió al novio en el altar.

—Te he escuchado cantar millones de veces, Alex. ¿Y sabes por qué me gusta tanto? Porque puede ser la versión original, con arreglos, con músicos o solo con tu guitarra, pero la interpretación… Te he sentido cantar la misma canción enamorado, eufórico, melancólico y hasta encabronado; eres un chavo con las emociones a flor de piel. Creo que el éxito de tu música radica en que escribes y cantas para ti; paradójicamente con eso logras que el mundo te entienda. Si alguna vez te has sentido prisionero, saber que tu composición no lo es te da la sensación de libertad que te hace falta.

“¡Joder, es que esta tía no es una admiradora! Ahora mismo creo que es una gitana y me acaba de leer la mano. ¡Pero hace cuántas vidas nos conocemos!”. Pizarro conoció a Verónica por la manera en que se vio a través de su lente.

—Si con eso —aseguró señalando el aparato entre las manos de la chica — logras capturar el mundo con la sensibilidad que tienes para captar la esencia, lo efímero, te lo digo ya: serás una gran fotógrafa. ¡¿Pero tú a qué esperas?! Dale al mundo la oportunidad de conocerse a través de la voz de tus imágenes. ¡Ah! Pero mientras eso sucede, tienes que dejarme ver las fotos que has hecho hoy, ¿vale?

Verónica no volvió esa noche con Denisse, ni los días que siguieron antes de regresar a su país. Alex canceló sus compromisos y dedicó ese tiempo, entero, a Verónica. Ella dejó salir una Verónica que en algún punto de su vida se quedó guardada en un cajón, debajo de todos sus “debos” y “tengos”. La víspera de su partida, no hablaron del pasado, mucho menos del futuro; no hubo otro momento ni otro lugar, más que ese instante. Fueron cada quien y uno mismo; la canción más erótica y sensual que no había compuesto. Si sus miradas hubieran tenido subtítulos, se habría podido leer un profundo e intenso poema de amor al que ninguno quiso ponerle el punto final.

—¡Señora! ¡Que hemos llegado, le he dicho! ¡Venga, vamos, págueme y baje ya! —extendió la mano el taxista moviéndola con desesperación, y Verónica regresó al presente.

No hizo falta tocar el timbre. La puerta del edificio se abrió y una guapa chica de largo cabello oscuro, abrió los brazos.

—¡Mamá! —los ojos verdes de la joven se llenaron de lágrimas al ver a la mujer delante de ella.

—¡Fer! —se dieron un abrazo largo y apretado.

—Te extrañé tanto, mami —dijo emocionada sin soltar a su madre.

—¡Ay, muñeca, yo a ti! Tanto como te quiero… Al infinito y más allá.

 Un sábado por la mañana, se sentaron a desayunar y la madre de Fernanda vio junto a su plato un sobre morado con el número cuarenta y cinco dibujado en él. Era su regalo de cumpleaños. Abrió el sobre ansiosa y sacó lo que había: dos boletos para el concierto de Alex Pizarro, esa misma noche. No esperaba esta sorpresa.

—Llevo diez días aquí, Fer. ¿Cómo pudiste aguantar tanto tiempo sin decírmelo? —miró a la joven llena de emoción.

—¡Uy, ma! Aprendí a guardar secretos de la mejor…  —guiñó un ojo, sonrió con esa media sonrisa tan suya, y antes de que Verónica dijera algo, la joven comenzó a hablar sin parar; caminaba de un lado al otro. De pronto se detuvo.

—Y en su momento pensé que la mejor opción fue venir aquí a estudiar música. Amo la escuela, la ciudad, su gente. Pero, ma, pasó algo, que neta, nunca pensé que se fuera a dar —tomó aire, sus ojos se encendieron; la media sonrisa, se volvió grande y amplia. Le dijo a su madre:

 —¡Me dieron la beca en Berklee, me voy a Boston!

Lo que siguió fue un festival de emociones que culminó en el concierto. En los casi veinte años de Fernanda, madre e hija disfrutaron juntas un sinfín de eventos musicales y artísticos. A los de Pizarro, Verónica siempre fue sola. En esta ocasión, escuchar junto a su hija la interpretación en vivo de lo que formaba parte fundamental de la banda sonora de su vida, fue invaluable y revelador. Tarde o temprano el destino te alcanza.

Fer despertó a la cumpleañera con “Las mañanitas” a capela y  se metió con ella a la cama. Recordaron anécdotas, rieron hasta las lágrimas y platicaron sobre su futuro. Ahora que Fernanda estaría en Boston, le sería más fácil asistir a la próxima exposición fotográfica de Verónica en Nueva York. La cena todavía era un enigma para ella. Cuando comenzó a arreglarse, sonrió al recordar que su hija le dijo que ahora sí “le echara ganitas”. Tomó el tubo de maquillaje, lo miró, subió la vista y le sonrió a la mujer del espejo. No quiso tapar ni las pecas ni las arrugas, solo aplicó suficiente rimel en las pestañas y delineador. Con eso bastó. Se metió en unos pantalones de mezclilla rotos y en una camiseta de algodón blanca que resaltaron su figura; se puso tenis blancos (los de salir) y una chamarra negra de piel. Listo. Cuando la joven la vio, su semblante mostró satisfacción y orgullo. “Perfecta. Nada mal para una segunda primera impresión”, pensó.

A la fotógrafa no le gustaba ir a los lugares de moda; prefería cualquier lugar íntimo lejos del bullicio. Así lo hicieron. No hubo siquiera necesidad de salir del Barrio de Lavapiés. Caminaron unas cuantas calles y llegaron a un portón de madera. Fernanda tocó dos veces seguidas el timbre y el seguro se abrió. Nadie habría podido adivinar que tras esa puerta se encontraba tan bello restaurante. Pequeño y acogedor, con luces bajas que lo iluminaban de manera indirecta; contaba solo con cinco mesas. El dueño saludó con mucha familiaridad a la más joven de las mujeres. Era el cocinero y, esa noche, él mismo las atendió. “¿Qué chingados, Alexa Fernanda?” Verónica no entendía cómo era que estaban ahí con el lugar entero a su disposición. Cenaron exquisitas tapas junto con un ensamble de tinto de la Rioja. La música parecía de su propia selección. Entre tapas y copas, la conversación derivó hasta donde la madre quería. Curiosamente, la hija llevaba el mismo propósito: en el viaje que hizo antes de casarse. Fernanda conocía la historia, mas no completa; la charca, centímetro a centímetro. La fotografía en blanco y negro de esa poza siempre estuvo colgada dentro de un marco a la entrada de los distintos lugares donde habían vivido. En esta ocasión el relato cambió. Verónica le reveló su más grande secreto, algo que nunca le había contado a nadie, ni a ella; a Denisse tampoco: lo que sucedió esos últimos días y junto a quién los pasó, y es que para que algo sea un secreto realmente, nadie lo puede saber. Mientras su madre hablaba, Fernanda sentía cómo las piezas de su rompecabezas mental encajaban una con otra. La chica le preguntó si no se arrepentía de no haberse quedado, a lo que la madre contestó que hizo lo correcto: volvió a México y se casó. Del viaje de bodas, la pareja regresó sabiendo que en un matrimonio una buena amistad no es suficiente. Para terminar con el cierre de ciclos importantes, Verónica renunció a su trabajo. Necesitaba recorrer su propio camino y no habría llegado hasta donde llegó si las cosas no hubieran sucedió como fueron.

Luego, Fer le platicó a ella del día en que en vio la foto de la poza en el lugar menos esperado; fue en un documental recién estrenado sobre Alex Pizarro. En algún punto, él salía en su estudio y en la parte de atrás alcanzó a ver la misma foto que tanto amaba su madre. Le contó que el cantante, como ella, era muy activo en redes sociales; Verónica no.

—¿Qué harías si lo volvieras a ver? —preguntó Fernanda mordiéndose el labio inferior.

—Casi nadie ve pasar el mismo cometa dos veces en su vida— su mirada se hizo más profunda y el verde de sus  ojos destelló con nostalgia.

—O sí… — respondió su hija, y señaló al hombre que acababa de entrar al lugar con una fotografía en blanco y negro en la mano; en los labios, esa media sonrisa tan suya.