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Juan Tovar R.

Cerca de las cinco de la tarde, en medio de una junta de trabajo, me bombardearon.

El pulso asciende pugnaz hasta hervir a borbotones en la biblioteca. Y me salpica el rostro la sangre de mi abuelo. Veo a mi padre de rodillas limpiando; luego mi otro abuelo devuelve el favor (¿acaso soy yo el único en la familia que quiere jugar el mismo juego?). Escucho la voz confusa de mi madre: «me siento sola e insatisfecha», me dijo durante algún atardecer. Y la vida en sí, ¿qué carajo quiere decir eso? Morder una pera madura y sentir que derrama su arena en tus labios. La picadura de una abeja en la panza. Un condón roto lleno de sangre. El porqué y para qué de la escritura. Las caminatas sin fin y sin fines de lucro. Los amigos que traicionan y a los que traicionamos. Mi padre y yo jugando Nintendo. Mis ojos frente al reflejo de un cuchillo. Mi madre cocinando nogada, con sus rizos de medusa. Mi hartazgo de palabras; mi afán por olvidar que no se puede saberlo todo. Mi dermatitis atópica y yo nos amamos tanto que queremos hacer un cáncer juntos. Mi hermana ahogándose con su esclava de oro, tan tierna con su nariz de pellizco. Mi cuna llena de juguetes.

Ahora te hablo a ti, Antonieta, a nuestro amor y su riqueza, junto con los retos que aguardan; a nuestro embrión sin sexo, apenas una lentejita en tu vientre. La «realidad», mis proyectos, nuestros sueños. Lo patético que puede ser sentirse así si soy afortunado; el egoísmo cogiéndome con furia. Poco después se desencadena un tic que me hace latiguear el cuello como si quisiera decir un «no» súbito pero incompleto, de izquierda a derecha, de derecha izquierda, un tic palíndromo, muchas preguntas que estallan indiscriminadamente como petardos durante un festejo. Me mareo y, en cuanto termina la junta, salgo a tomar aire. Poco antes de las seis y media me largo de la oficina aprisa. Bajo caminando por Reforma, a un costado del metrobús. Me acaloro cada vez más. Por un momento pienso que caeré inconsciente, pero sólo es un reflejo que intenta adormecerme para rodear la crisis. Entonces me adentro al bosque, acaricio los árboles; lloro, grito, rompo algunas ramas gruesas caídas de un árbol contra los pilares de una pequeña construcción con lotes. La vehemencia me ayuda a purgar la sombra (una sombra que se presenta en este momento. ¿Será siempre la misma sombra?, hoy vistió de dandi). Ahora trato de asimilar lo sucedido, pero el cuerpo exige recostarse y yo quiero escribirte a ti, a quien quiera que seas cuando somos más allá del ego.