Constanza Eugenia Trujillo Amaya
El estruendo ocultó un día ya sombrío. Los sollozos tiznados de polvo se desgarraron en un gemido. De los escombros, surgió una silueta amorfa que se desdobló en tres. Abrazaba, con pena, a sus pequeños y a un manto negro acurrucado y trémulo. «Es hora de abandonar estas brasas, dijo. Nos espera otro horizonte, donde la palabra se yergue y no calla». Ahmed emprendió una larga caminata, junto con su esposa y sus dos hijos, sin otro bien que una barba espesa y su túnica raída. El runrún de las olas detuvo sus pasos. Contempló el ocaso, su vista fija en el poniente. Un aire de paz y libertad invadió su cuerpo. Rezó las oraciones vespertinas con la mente alta, henchida de justicia. La noche sobrevino, y el nuevo amanecer descubrió a un niño inerte, contraído, en comunión con la arena, sin que occidente lograse erguir su rostro.