Juan Antonio Rosado Zacarías

 

En La insurrección solitaria (1953), el poeta centroamericano Carlos Martínez Rivas (1924-1998) renuncia a la «obra maestra». ¿Sospecha de ella? «Memoria para el año Viento Inconstante» se inicia de este modo:

 

Sí. Ya sé.

Ya sé yo que lo que os gustaría es una Obra Maestra.

Pero no la tendréis.

De mí no la tendréis.

Aunque se vuelva, comentando, algún maestro

del humor entre vosotros: —Poco trabajo le costará cumplir…

Aunque sepa hasta qué extremo las amáis.

¿Sabía el poeta que en el fondo estaba creando una obra maestra, aunque fuera sólo para aquellos pocos que se han adentrado en su obra? Es una pregunta irrelevante porque no ha llegado todavía el cúmulo de críticos canonizadores para colocar al poemario donde se merece en el ámbito internacional. Umberto Eco, en un momento de su conversación con Carrière, afirma que Leonardo da Vinci pintó mejores obras que la Gioconda, pero esta última ha recibido más interpretaciones que «se han depositado con el tiempo sobre el lienzo, transformándolo». Se refiere también a Eliot y a su devastadora crítica del Hamlet, de Shakespeare, que «no es una obra maestra», sino una tragedia desordenada «que no consigue armonizar fuentes distintas». Si bien no coincido enteramente con este juicio porque la estructura sicológica del personaje es extraordinaria, hay gran cantidad de obras «maestras» que no lo son en sí mismas, aunque de tal modo hayan sido y aún sean consideradas por el público. Se les ha sobrevalorado y etiquetado como maestras ya por el «enigma» que encierran o por su simpleza. También interviene la difusión y la mercadotecnia. El Bolero, de Maurice Ravel, por ejemplo, es, a mi juicio, una obra fácil que consiste sólo en dos melodías en ritornello. Lo interesante es la serie de combinaciones tímbricas, la creación de timbres novedosos a partir de la combinación instrumental; en otras palabras, el arreglo, la orquestación es lo que más cuenta. Algo parecido ocurre con los arreglos de melodías populares que han hecho los nacionalistas. En este sentido, es grandioso el arreglo que el mismo Ravel hizo para orquesta de los Cuadros de una exposición, de Mussorgsky. Pero Ravel tiene obras mucho mejores y más interesantes, a las que podría calificárseles de «maestras». Pensemos en la Rapsodia española, La valse o en sus dos conciertos para piano.

Para que una obra maestra lo sea, suele bastar que algún crítico prestigiado lo declare y que un montón de gente y otros críticos le hagan eco a lo largo del tiempo. La etiqueta de obra maestra es una creación más de los espectadores, pero algo o mucho de verdad se encierra en ese «honrado lugar común» (como diría Alfonso Reyes) si se considera la resistencia al tiempo, la perdurabilidad, a pesar de las muchas obras que seguirán esperando a su crítico canonizador. Francisco Monterde llegó diez años después de la primera edición de Los de abajo, para «canonizarla», ¿y qué pensar de Bach, Vivaldi, Lautréamont o Sade, que tuvieron que esperar a veces siglos para ser descubiertos y considerados maestros?