Ximena Wong Rojas
En ocasiones nos preguntamos por qué los jóvenes no tienen interés por la lectura y lo atribuimos a la saturación de alternativas tecnológicas como celulares o videojuegos que opacan a los libros y atrapan la atención de los posibles lectores. Es común que encontremos a grupos enteros de jóvenes que saben la letra de canciones poco decentes, pero que no identifican obras maestras de la literatura o que no pueden recordar el nombre de tres escritores de su país. Lo anterior es una pena y, en caso de continuar así, el destino de generaciones de niños y jóvenes corre peligro.
Para contestar a la pregunta formulada antes, primero debemos retroceder a la infancia de estos lectores perdidos. La literatura entra en nuestra vida de forma especial y es un proceso distinto en cada ser humano. ¡Qué mejor que adquirir el hábito de la lectura en la infancia! Sin embargo, es una lástima que no todos tengan la misma suerte y accesibilidad para conseguir libros. Y por ello, si contamos con la oportunidad de acercar la literatura a un pequeño, no dudemos en hacerlo. Este tema me recuerda una historia que ejemplifica muy claro el impacto de los libros en la infancia: la de un niño que amaba la lectura.
José Ángel tenía cinco o seis años cuando lo conocí. Vivía en el Albergue Esperanza, un sitio que acogía a niños y jóvenes que, por diversas razones, no tenían familia, o que, en caso de tenerla, no podían vivir con ella porque su situación económica no permitía solventarlos. Algunos niños que habitaban ese lugar me platicaban cómo llegaron: de pronto, un día salieron de casa con sus padres, tocaron el timbre del albergue, entraron confundidos sin saber qué sitio era aquél, y cuando regresaban de esos pensamientos, sus padres ya se habían marchado. Muchas veces los niños llegaban sin ropa o juguetes. Me resultaba impresionante ver cómo narraban esto sin que sus facciones cambiaran mucho. Las emociones se les iban atenuando con rapidez.
Cuando vi por primera vez a José, estaba muy delgado. Algo que llamó mi atención fue que no hablaba; sólo asentía o negaba con la cabeza ante lo que cualquiera le preguntara. A pesar de su actitud, tenía un rostro lleno de inocencia. Las encargadas del albergue me encomendaron la tarea de apoyarlo en sus actividades escolares. Lo que no me dijeron es que el niño tenía episodios muy intensos de berrinches y nunca quería hacer las tareas. Los primeros días no me veía a los ojos, se acostaba en la mesa o se tiraba en el suelo sin decir una sola palabra. Agoté varias opciones para animarlo, pero era complicado. Las tareas se iban apilando en la mesa.
Con los otros niños del albergue programaba actividades de lectura y decidí apoyarme en eso. Cierto día, tomé un cuento y lo leí cerca de José mientras él estaba en una de sus escenas de berrinche. Las primeras páginas pasaron inadvertidas para él, pero en el transcurso de un tiempo comenzó a acercarse a mí. Narraba la historia y José observaba las ilustraciones, se acomodaba bien en la silla (algo que nunca había visto) y se olvidaba de todo. En ese momento fuimos visibles para quienes estaban alrededor. Antes, nadie nos miraba a pesar de que él estuviera llorando en el suelo. Ahora lo extraño era observar que estuviera interesado y se mantuviera tranquilo, en paz. Entonces la dinámica cambió; nos enfocamos en leer historias y poco a poco él comenzó a hacer su tarea sin que alguien estuviera vigilándolo todo el tiempo. Y lo más importante es que se enamoró de la lectura.
Lo introvertido y temeroso quedó atrás. José iba a la escuela con emoción y con la mente abierta para socializar. No tardó mucho tiempo en reconocer las letras y aprendió a leer de manera veloz. Para los demás niños y para las encargadas del albergue, esta era una sorpresa enorme. Los sábados eran los días de mis visitas para leer con ellos. Cada vez que me abrían la puerta, podía ver cómo José corría desde el fondo del albergue hasta chocar conmigo para preguntarme cuál era el libro del día. La tarde transcurría entre lecturas, adivinanzas y juegos que nos mantenían muy entretenidos. Algunas veces repetíamos las historias que les encantaban para revivir la emoción. Cierto día noté que José estaba pasando las hojas del cuento con más velocidad mientras narraba la historia sin equivocarse en la secuencia. Me di cuenta de que había memorizado las líneas y se apoyaba de las ilustraciones para recordar todo. Su capacidad de retener la información, la rapidez con la que aprendió las letras y su encantamiento por los libros lo convirtieron en un ávido lector que se distinguía del grupo.
José no tuvo tanta suerte porque un par de años después regresó a su vida anterior. Un día su madre llegó por él y nadie pudo impedirlo porque, desgraciadamente, ella era «su mamá». Por lo que me comentaban, él pedía dinero en las puertas de un comercio mientras cuidaba a sus dos hermanas menores. Me encantaría decir que ahora él se encuentra bien pero no es así. Nunca lo volví a ver. Toda la información sobre el tema es tan hermética que no se filtra nada. Acaso esta historia no posea un «final feliz» (hasta ahora), pero es un ejemplo que brinda esperanza e invita a creer en el poder de la lectura.
Cuando una persona adulta no tiene interés en la lectura preguntémonos cómo transcurrió su infancia y es probable que encontremos pistas. Considero que, si tenemos la oportunidad de acompañar a un niño en su crecimiento, introducirlo en el hábito de la lectura, sería un obsequio invaluable que mantendrá atesorado. En otras palabras, existen más Josés por ahí que necesitan ser descubiertos y presentados con el libro que cambiará su vida.