Enrique Garza Bandala

En la habitación oscura, a la luz de una vela, tres golpes bajo la mesa anuncian una visita del más allá. Ojos en blanco. Una voz cavernosa brota de la garganta del médium como aguas turbias de un manantial subterráneo.

—Un joven está en nuestro espacio… no encuentra descanso… tiene muchos asuntos pendientes.

Los participantes no se sueltan las manos. Dedos entrelazados, esperanza y sudores que se pegan al mantel plástico. La iluminación mortecina alumbra los rostros afligidos y proyecta sobre las paredes un escenario de sombras, contornos macabros, una troupe desesperada con hambre de respuestas.

—¿Fermín?, ¿eres tú? —suelta una anciana en cuyo rostro arrugado se refleja la angustia—. ¿Hijo mío?

Del cuerpo del médium brota, lúgubre, una afirmación. Los asistentes tiemblan como azotados por una corriente eléctrica. Se escuchan murmullos, una respiración entrecortada aquí y allá; varios corazones palpitan en las sienes de la concurrencia a ritmo tribal.

—Me siento tan culpable —implora la mujer—. Cometí muchos errores.

La temperatura baja de golpe dentro del recinto. Una brisa helada recorre los cuerpos y apaga la vela. Un grito ahogado, risas nerviosas y el llanto de la madre. Nadie quiere permanecer en ese espacio por más tiempo.

—Fermín, mi niño… solo dime que me perdonas…

La sesión termina abruptamente. El espiritista se levanta, descorre las pesadas cortinas y el sol de mediodía azota de lleno la mesa. Interrogantes flotan en el aire como volutas de polvo. Todo objeto, bajo esa luz, resulta vulgar, burdo y carente de encanto.

—¿No dijo nada más, señor don Magnus? —implora la madre.

—No se preocupe, señora… Su hijo la perdona.

La anciana, agradecida hasta las lágrimas, besa las manos del ocultista. Sus ojos, nublados por las cataratas, le sonríen. Para una madre aliviada las palabras sobran. De su mandil saca un objeto y lo entrega a su bienhechor. Un centenario. Todos los asistentes se despiden: palmadas, apretones de manos, inclinaciones de cabeza. Magnus los acompaña a la puerta. Cierra tras de sí, suspira y se deja caer en una de las sillas. Observa la moneda de oro, se persigna con ella, la guarda en su bolsillo. Se reclina en su asiento, cierra los ojos y un gesto de maliciosa satisfacción se manifiesta en sus rasgos.

Debajo de la mesa, como una aparición, surge Rey David. La risa socarrona casi lo delata durante la sesión.

—Soy espíritu del más acá —vuelve los ojos y extiende los brazos cual Frankenstein de película—. Cuando me invitastes a trabajar contigo no pensé que habría tantos incautos, Dorito.

—No me digas Dorito —responde haciendo gala de solemnidad—, llámame Magnus… Es más elegante e imponente.

Rey David se encoge de hombros. Toma del codo a su jefe y salen a contemplar el letrero que corona, con dignidades de dama de sociedad, el negro zaguán de la casa espiritista. Ambos personajes, uno espigado y otro contrahecho, leen el párrafo y repasan en silencio cada sílaba al estilo de los párvulos más atrasados de la clase.

“Gran Magnus, brujo nasido en la selva la candona. ago amarres y desamarres. No sufra mas, lo que yo uno nadie podra separarlo. Contacto a sus difuntos, encuentro objetos perdidos, curo malefisios: mal de ojo y retortijones. Trueno hempachos. Usté triunfara en amor, desempleo, negocios, le respetaran. Leo tarot, mano, cafesitos, fuego. Espiritismo, ex-horcismo, majia. Curo enfremedades desconosidas, malignas, sobrenaturales y males postizos. Tanbién la importancia sexual. Macsima discresión”.

—Está todo muy bien —cavila Magnus al tiempo que se rasca la cabeza—. Tienes buena letra y mucha imaginación… Ojalá no vengan muchos “importantes”.

El anuncio, caracteres en blanco y fondo negro, atrajo la atención de los transeúntes desde el primer día. En la acera de enfrente, las señoras cuchicheaban; algunos entendidos se reían; los niños repasaban sus lecciones de lectura, y más de uno apuntaba la dirección por si se les ofrecía en un futuro. Nadie quería admitirlo, pero el nigromante era lo mejor que le había pasado al pueblo desde la llegada de la rocola. El viento arrastraba las recomendaciones de boca en boca. Todos hablaban del mago como si lo conocieran; su presencia reclamaba las sobremesas; en la cantina era objeto de chistes entre cigarrillos y aguardiente. En el salón de belleza unas decían que era muy milagroso; otras, que era un embustero. A las más jóvenes les parecía guapo, suspiraban e incluso le encontraban parecido con alguno de los galanes del cine de moda.

En las alcobas, una vez apagadas las luces, se sucedían conversaciones hinchadas de intimidad, las preocupaciones afloraban y la noche se erigía en pésima consejera.

—Ay, vieja… estoy desesperado… ya se van terminando nuestros ahorritos.

—¿Y si vas a ver al señor Magnus? —aventura una señora en mascarilla y tubos—. Al marido de Lupita le pagaron lo que le debían.

En la comunidad, la búsqueda de respuestas en otro plano material se estaba convirtiendo en algo común como ir a la tortillería o llevar a reparar la licuadora. Colas interminables daban vuelta a la cuadra: obreros, amas de casa, estudiantes de secundaria; amigos de toda la vida fingían no reconocerse en la fila por temor a posibles burlas. Por extraño que parezca, algo indefinible en las grietas del piso mantenía la atención de todos aquellos que esperaban su turno.

Magnus, debido al éxito de su negocio, pronto se convirtió en un hombre muy rico, pero todas las noches, al terminar la jornada, comenzó a lavarse las manos, cada vez de manera más enérgica, hasta llegar a la sangre. Por su parte, Rey David se volvió más cínico, descuidado; codiciaba la fama de su patrón y estaba dispuesto a obtener mayores ganancias a cualquier precio.

Monedas y billetes fueron llenando una lata de café que reposaba en la encimera de la cocina; después dos latas y luego un tonel. Magnus fue cambiando su atuendo: ora una lujosa capa de forro bermellón, ora unos anillos de metales preciosos incrustados con brillantes. Poseído por la vanidad acudió a una peluquería a hacerse unos rayos en la melena, manicure, recorte de barba y bigote. Al mirarse en el espejo llegó a pensar en que su imagen lo era todo y el negocio lo justificaba. Cada viernes, sin embargo, pagaba a Rey David las mismas tres monedas que acordaran en un inicio. Le recomendaba no gastarlas de un tirón y nunca en el mismo lugar, siempre rubricando su ocurrencia con una risotada condescendiente.

—Gracias, jefecito —mascullaba el ayudante—. Que se te multiplique.

En la psique de Rey David germinó la animadversión, floreció el resentimiento y sus frutos adquirieron diversas formas: arremedar al patrón a sus espaldas, tomar una moneda que no le correspondía, garabatear obscenidades en baños públicos, en las cuales la progenitora del mago quedaba mal parada, y rogar encarecidamente por el fracaso de la empresa pese a que significara su propia ruina, entre otras. No era forma de trabajar. Poco a poco las plegarias del ayudante alcanzaron oídos divinos, y el deseo ferviente, expresado con furiosa devoción, acabaría por cumplirse a manos del mismo Rey David: caos en la agenda y un pésimo servicio.

A la señora Flores la confundieron con la Rosales, a Evaristo le llamaron Eulalio, a un señor le dijeron señora y viceversa. La discreción emprendió la fuga, los secretos de unos les fueron revelados a otros, los segundos chantajearon a los primeros, amistades de muchos años se fueron a pique. Ya nadie quería a sus vecinos. Los parroquianos se ofendían con facilidad. La gente discutía en la fila, se insultaba, a veces llegaba a las manos y cuando el buen samaritano hacía de mediador corría el riesgo de verse perjudicado.

No había ya amarres ni desamarres, la comunicación con los muertos se había roto, los maleficios y todo lo demás apestaba a mentira. Todos podían olerla a kilómetros. Rey David no cabía en sí de satisfacción: había vendido a su mesías por nada; se regocijaba solo de pensarlo.

—Si yo no lo tengo —se repetía a sí mismo como el mecanismo de una bomba de relojería—, tú tampoco lo tendrás.

Aquellos hombres y mujeres del pueblo, gente trabajadora, aquellos que dedicaron parte de su tiempo a la búsqueda de consuelo para sus tragedias personales formaron una marabunta a las puertas de Magnus. Eran una masa plagada de reclamaciones en la que se distinguían antorchas, bieldos, rodillos para amasar. Por las venas de aquel organismo colectivo corría la locura, la lengua clamaba por sangre, venganza se deletreaba en sus movimientos.

 —Entréguennos al hechicero —gritó el cabecilla.

—Devuélvannos el dinero —agregó una señora—. Eran nuestros ahorros.

—Vamos a crucificarlo —terció un transeúnte que no tenía vela en el entierro.

Un Rey David, deseoso de entregar a su jefe, abre la puerta para ser arrastrado a las profundidades de ese mar embravecido. Magnus opta por la puerta trasera. Sale de puntitas, cierra su negocio por aquello de que se metan a robar, tropieza con los basureros, alerta ante el tsunami, y huye hacia las colinas que bordean el pueblo. El adivino corre por su vida; no mira atrás, presiente que si lo hace será revolcado por la multitud. Un murmullo humano inunda sus oídos; las olas rompen tras sus pasos. Huye por estrechas callejuelas, corta camino. Están ya tan cerca que puede oír sus pensamientos: ¡vamos a darle un escarmiento a ese bribón!, yo que pensé que había arreglado las cosas con mi padre, ¡qué coraje, caray!, tan guapo y tan mentiroso, las cosas eran simples hasta que llegó este embaucador, yo quiero clavarlo en la cruz, a mí con que me devuelva mis tostones, nosotras guardaremos un pedacito de su persona como recuerdo, el cacique quiere clavar su cabeza en una estaca a la entrada del pueblo pa’ disuadir a los malhechores.

Magnus aprieta el paso hasta llegar al camposanto, salta la reja, se interna entre lápidas y mausoleos. Encuentra refugio tras una tumba que le recuerda a la de su madre. Un mal hijo, tristes remordimientos, recuerdos vueltos lágrimas, existencia desperdiciada en la caza de quimeras. Están aquí. Rumor de gentío aumenta en decibeles. La presa se asoma a un espectáculo dantesco: la jauría cuelga de un árbol a un Rey David ensangrentado cuyo cuerpo pende trazando círculos hasta detenerse. No hay escapatoria posible, lo sabe; trata de reconciliarse con su destino: no puede, no quiere. La luna brilla en lo alto de la bóveda celeste. El escenario ideal para una romanza entre la vida y la muerte. Un enorme córvido de plumaje tornasol se posa en una rama cercana a su cabeza; en los ojos del ave brilla la ternura, y de su enorme pico torcido emerge una voz harto conocida:

—Siempre estarás en mi corazón.

Magnus, al reconocer a su madre, se arrodilla y cierra los ojos. Gritos, fuego, golpe de garrote. Oscuridad, silencio, paz. El viento mece la hierba suavemente y esa fresca noche de mayo reclama lo que es suyo.