Alvise Calderón

¿Cuántos años habrá tenido David cuando derribó a Goliat? ¿Qué tipo de sensaciones e insondables dolores de parto habrá sentido la madre de aquel pastor, de pródigo semblante, al momento de concebir de su vientre a quien devendría en el futuro rey de Israel? ¿Habrá sido David producto de un parto prematuro o, en su defecto, fue sietemesino? Más allá de estas reflexiones aparentemente ociosas e inocuas para la gran mayoría, resultan ser las tránsfugas ideas que me permiten a diario mantener la cordura.

Escribo este texto desde la cárcel y confieso que mi actuar devino no de una cuestión individual, para el deleite o ensanche de mi ego, sino por el bien del pueblo. Sostengo que mis héroes no son ni Simón Bolívar ni el Che Guevara, me identifico más con la figura de David, aquel joven que según la biblia derribó a un gigante. Predestinado a ser un agente de cambio desde su nacimiento, David perfeccionó su uso de la honda, como de igual manera Gavrilo Princip o Henry Oswald lo hicieron respectivamente con el plomo.

Estoy convencido también que si ese sujeto no se hubiese interpuesto en la trayectoria de la historia, ahora ellos, los que me metieron aquí dentro, estarían en mi lugar. Mi compañero de celda, quien dice llamarse Carlos Francisco Castañeda, asegura que debería de ser más agradecido con los guardias y con las personas que se parten el lomo a diario haciendo posible que cada tercer día tengamos el mismo uniforme mostaza, planchado y limpio sobre la rígida cama de cemento. «¿Qué más quieres hombre?», cuestiona Carlitos cada vez que hago uso de mi legítimo derecho de quejarme, mientras él responde, haciendo uso de la resignación propia de quien lleva esperando sentencia desde hace diez años.

Recuerdo a diario, como una uña enterrada en el dedo gordo del pie, el día de mi arresto, las torturas sufridas, los interrogatorios y el té de colilla que me obligaron a beber con regularidad por la mediación de un embudo. Recuerdo esa silla de aluminio, la grabadora encendida, el humo del cigarro que sin resguardos avanzaba sobre el cuarto, el hedor nauseabundo a sopa de fideos y la repetición constante de un guion que, por cierto, ayudé a redactar casi íntegramente, pues el cuerpo policíaco parecía no estar facultado para darle coherencia a una confesión que pudiera darle sentido y credibilidad a un caso como este.

La cuestión que más intrigaba a ese pelotón de simios era saber el motivo por el cual empleé una honda como instrumento para quebrarme al presidente.

Les comenté que pese a mi falta de pericia con respecto al uso de aquella mortal arma, sabía que bastaba con la fe para que la precisión y la fuerza se dieran de forma espontánea. Tiempo después, devendría la caída del sistema.

No me explico de qué lado de aquel caudal humano emergió aquel individuo de pelo encasquetado que se abalanzó en contra mía como un especie de jugador de futbol americano, provocando que la dirección de la piedra cambiase vertiginosamente, dándole de lleno en la nuca a un vendedor de elotes el cual, tras el impacto, quedó tendido en el piso, haciendo que el carrito con dos charolas de metal llenas de mazorcas y esquites cayera al suelo, generando un estruendo y provocando que la multitud se dispersarse en estampida entre gritos y codazos. El presidente tuvo que abandonar las arengas y fue rápidamente escoltado por dos elementos del Estado Mayor Presidencial que lo llevaron a rastras al interior de Palacio. El vendedor de elotes continuó en el suelo, su cuerpo se retorció con ligeras convulsiones mientras de su boca emanaba una pródiga cantidad de espuma blanca. Intenté recoger la piedra, que había quedado a un costado del elotero, ahora con restos de sangre y pilosidades negras, para luego escabullirme entre aquel caos, pero cuando me agaché para agarrarla, sentí un duro golpe contra mis costillas que me hizo retroceder y de la nada comenzaron a llegar una treintena de tipos vestidos de civil, con el pelo corto, estilo militar, que me subieron a la patrulla a patadas y empujones. Les  dije, preso de una insólita inocencia y de un repentino llanto, ¡que por favor me devolvieran la honda! A uno de los policías le bastó conectarme un gancho en el estómago que me sacó el aire y me obligó a agacharme. En el interior de la patrulla, uno de los policías no cesó de golpearme. Pasaron unos minutos cuando el policía que estaba conduciendo le dijo a su «pareja»:

—Tranquilízate, cabrón. Ya casi llegamos —su «pareja» manifestó que había entendido, dándome un último puñetazo de lleno en la nariz, que me dejó tendido con la cara aplastada sobre el tapete de goma del suelo del vehículo. Mi postura pareció molestarle, así que me agarró del cabello y me levantó de un tirón la cara y en tono acusatorio le dijo a su compañero:

—No la chingues, está ensuciando los tapetes de la patrulla.

Al llegar al Ministerio Público, me dio la impresión que todo el mundo estaba excitado por querer saber quién había sido el cabrón que había intentado quebrarse al presi. Las manos ágiles de las secretarias se detuvieron frente a sus máquinas Olivetti, los jueces pausaron a los declarantes, los policías postergaron sus alimentos y los de intendencia fingían trapear, buscando no perder de vista a la celebridad entrante. Parecía que el salir en televisión le imprimía a uno un sello distintivo. Los jueces, los policías, las secretarias, los investigadores y otros detenidos de esa noche se levantaron al verme desfilar frente a ellos. Por un momento pensé que se pondrían a aplaudir o que me darían una libreta para que les firmara un autógrafo. Era difícil, por otro lado, disfrutar toda esa atención considerando mi ojo hinchado, la nariz rota y mi playera manchada de sangre.

Dos policías me llevaron como a un animal malherido a un cuarto vacío, donde me sentaron en una silla plegable de aluminio y me esposaron las manos por detrás en el respaldo de la silla. En ese momento vi entrar a uno de los policías con un vaso de agua hirviendo, de color ambarina, donde flotaban colillas algunas más descoloridas que otras, pensé que muchas de estas llevaban tal vez meses o años añejando en esa especie de infusión deletérea. Para darme la bienvenida, me dieron de beber lo que llamaban té de colilla. Me pusieron un embudo en la boca y empecé a tragar aquella agua tóxica al tiempo que sentía cómo pasaban pedazos de plástico y tabaco por mi garganta. Después de unos segundos, me quitaron el embudo y vomité un líquido bilioso, color alquitrán con restos de tabaco. Logré reconocer al policía que me había golpeado que, sin perderme de vista, parecía aún molesto no sólo por haber ensuciado la alfombra de la patrulla, sino que se veía ostensiblemente agravado ante mi evidente rechazo al té de colilla. Se me abalanzó y por fortuna mía su «pareja» lo atajó y evitó que cayera de espaldas al suelo y me rompiera los brazos.

Durante la segunda declaración, que tuvo lugar tres días después en el Ministerio Público, les hablé a los tres policías presentes sobre el moderno lavamanos de aluminio en el segundo piso del baño del Museo Rockefeller en Jerusalén. Del hallazgo sorpresivo de la caja de zapatos roja que encontré al interior del bote de basura del baño; metida entre un cúmulo de papeles húmedos y contraídos. Pensé por acto reflejo, que podría ser dinero o inclusive una bomba, no siendo inusual ese tipo de actos contemplando los ánimos caldeados que persistían entre árabes y judíos. Extraje la caja y de un salto me metí al baño, puse el seguro y me senté en el retrete. Al sentarme, el talón de mi pie no dejó de dar ligeros redobles en la cerámica del excusado sin que yo pudiera hacer algo al respecto, preso de una especie de tic nervioso. Mientras tanto, los tres agentes que se encontraban en la sala, parecían inconmovibles frente a mi relato, entretenidos más bien en servirse shots de tequila y de vez en cuando en hacer alguna anotación en sus libretas. Uno de ellos interrumpió, haciendo mofa:

—Aguas, que el carnal es de la comunidad judía.

Después de su desacertado comentario, seguí narrando las hondas reflexiones de las que fui preso durante aquellos minutos sentado en el excusado blanco. Vi que uno de los policías miraba ansiosamente su vaso vacío, con expresión de resignación. Para su fortuna, unos minutos después, ingresó otro policía con una botella de Tequila Corralito. Este último se sentó en una de las sillas que quedaban disponibles, no sin antes rellenar los vasos de sus compañeros, mientras tanto, los otros dos no paraban de sacar humo de sus pestilentes cigarrillos sin filtro, convirtiendo la habitación en un banco de neblina. Les comenté que había levantado levemente la tapa con la delicadeza de un relojero, cerciorándome que de aquella no salieran expulsadas una horda de pitones o unas compresas bañadas en sangre. Mientras, del otro lado, escuchaba el chorro tranquilo de una vejiga en plena descarga. Al escuchar cerrarse la puerta, abrí de golpe la caja y mi sorpresa fue encontrar una cuerda bastante larga, hecha de cáñamo y cuero, acompañada de una piedra en forma ovoide que a simple vista parecía no gozar de ningún atributo distintivo. Metí ambos objetos en mi mochila, me miré al espejo y salí rápidamente del museo. Los policías parecían ya aburridos, uno de ellos buscaba quitarse algún resto de comida que parecía tener atorado entre la muela haciendo uso de sus dos manos. Luego les hablé del encuentro fortuito que se dio en la salida del museo con una anciana cuyo rostro larguísimo recordaba aquella máscara aquea de Agamenón, con la particularidad de tener un cuerpo robustecido por los múltiples abrigos puestos uno encima de otro. Sobre su cabeza huesuda llevaba una pañoleta roja que pretendía ocultarle parte de la cabellera plateada. Al verme, extendió su mano cubierta por un guante, solicitando limosna. Saqué dos sequels de mi chamarra y se los di.

En el avión de regreso a México saqué la honda y la piedra de mi mochila y volví a examinarlas, buscando descifrar algún elemento oculto, alguna letra, número o insignia que pudiera delatar su origen milenario. ¿Cómo aquellos objetos habían acabado ahí, en un bote de basura? De ser antiguos, ¿qué había logrado conservarlos tan íntegramente? Al pensar en ello, comencé a sentir un leve hormigueo en el estómago, así que para calmar las ansias, le pedí a la azafata que me trajera un whisky con hielo. Al darle los primeros tragos, tuve la sensación de haberme introducido un lenitivo sanguíneo, luego percibí con asombro cómo de los vértices de las cuerdas de aquel objeto sobresalían unas puntas finas que parecían haber sido de crin de caballo.

Al día siguiente, estando en la ciudad, fui a desayunar con mi madre, con la intención de contarle lo ocurrido en el viaje y hacerle algunas preguntas fundamentales. Busqué la honda y la piedra que había guardado selectivamente en el cajón de mi cuarto y me llevé una sorpresa, había desaparecido; revisé debajo de la cama, en los bolsillos de los sacos, e inclusive en el mismo bote de basura. Parecía como si aquellos objetos sacros se hubieran marchado del hogar.

Nos vimos en un café español cerca de la Alameda Central, le hablé del Museo de Israel, de la caja roja que había encontrado en la basura del baño del museo, de la gitana y de la insólita desaparición de estos objetos que había guardado selectivamente en mi cuarto el día anterior. Ella me dijo, mientras daba un pequeño mordisco a su tostada, que esa honda como esa piedra valían lo mismo que un pedazo de mierda. Me preguntó:

—¿Las lavaste por lo menos? ¿Ahora resulta que tú eres David? —hizo una leve risita. Pienso que sus comentarios eran producto de la envidia de que fui yo, y no ella, el que se encontró con aquellos objetos.

Le pregunté si en algún momento de mi concepción había llegado a tener alguna experiencia extraña. Tal vez alguna señal de algún tipo, una experiencia divina canalizada por medio de algún sueño revelador. Me expuso, sin dejarme concluir, que tal vez lo más raro era el haber nacido sietemesino, además de pesar cuatro kilos y medio, lo cual era un peso considerable. Luego de darle unos leves sorbos a su café, me contó presa de una frenética excitación que doña Guadalupe Borja, la esposa del presidente, «no solo vivía con el Jesús en la boca por las permanentes misivas de muerte que le enviaban a su marido, sino que además la pobre todavía tenía que asistir a los cocteles y aguantar primero las actitudes zalameras de sus invitados, llenas de calificativos hipócritas, mientras a sus espaldas la acribillaban, haciéndola sentir como un plato frío, rancio y de segunda. Todos sabían de antemano de las aventuras palaciegas de su marido con aquella actorzuela de ojazos verdes». Mi madre, quien normalmente se congraciaba con Dios por haberle dado un marido tan bueno que el mismo Creador le había arrebatado prematuramente, no hizo ningún comentario para recordar a mi difunto padre, el cual en cinco años de matrimonio nunca había dado muestra de haber tenido algún desliz que lo hubiera podido calificar de filisteo y tener que purgar condena por su falta de coraje por no aguantarse las ganas. Le bastó hacer un pequeño mutis para honrar la presencia del viejo. Antes de despedirnos me dijo que iría a cenar con sus amigas para festejar la fiesta del Grito de Independencia. Después metió su mano al interior de bolso, extrajo un sobre con dinero y me dijo:

—Agárralo, siempre puede servir.

En casa, prendí la radio y me acosté en el sofá. Escuché por el parlante: «el 150 aniversario de la Independencia. No te lo puedes perder. Ven a disfrutar con tus amigos y familiares este dieciséis de septiembre en la plancha del Zócalo capitalino». Me recompuse, abrí el cajón de la cómoda para sacar un cigarrillo. Al darle la primera bocanada, se me aflojó el intestino y fui rápidamente al baño. Al encestar el papel al bote de basura, me subí los pantalones y vi con asombro que al interior del basurero se encontraban ambos objetos litúrgicos. Llegue a descubrir el significado hondo del oficio del pepenador. Era probable que no hubiera gremio en este mundo que pudiera conocer mejor a la humanidad que estos ávidos recaudadores de desperdicios; carretoneros, rebuscadores y recicladores de basura. Ellos eran los que conocían al dedillo los vaivenes y vicios de la sociedad moderna. No había duda de que siempre podría haber algo más al interior de estos contenedores de residuos sólidos que simples trozos de comida, botellas de alcohol o bolsas de plásticos con excremento canino. La gente sin duda tiende a subvalorar este tipo de oficio, el cual, a diferencia de la gran mayoría, está acostumbrada a vivir de la sorpresa como práctica cotidiana. Extraje aquellas dos reliquias, les pasé agua encima, las guardé en la cómoda de la cama y, para evitar ulteriores fugas, la cerré con llave. Posteriormente me metí a bañar y me preparé para «el grito».

Pasada una semana de la segunda declaratoria en el Ministerio Público, noté con asombro el buen humor en el que se encontraban todos los guardias

—Buenos días, mi Deivid —me dijo el guardia encargado de vigilar mi crujía.

Otro de los vigías vino a mi galera pasadas las diez de la mañana, para decirme que querían hablar conmigo. Supuse que ese podía ser el fin, el presi le habría encomendado al Mayor García que me quebraran ahí adentro, que me hicieran papilla o me practicaran el desollamiento en vida durante días. No se podía explicar ese trato tan cordial, a menos de que fuese parte de algún tipo de tortura psicológica. Al acercarnos al pabellón central, se podían escuchar nítidamente algunas carcajadas que sobresalían de otras voces. Parecían diálogo de chistoretes, adulaciones y choque de vasos. Me hicieron pasar al despacho del Mayor García, el cual supuse tenía interés de conocer de frente a la persona que había intentado quebrarse al presi.

Al entrar a su oficina, de paredes ocres, donde el único elemento que adornaba las paredes fuera de la mesa y las tres sillas era el cuadro del presidente de la República, con su banda tricolor al pecho y una bandera de México al fondo.

Vi al Mayor sentado a un metro de su escritorio debido a su abultado vientre que lo forzaba a guardar cierta distancia para no sentirse apresado por este. Llevaba un bigote ralo que se decía, más que por motivos estéticos, se lo dejaba para encubrir su labio leporino. En la mesa había una serie de expedientes puestos desordenadamente, en la esquina varios periódicos apilados y una botella de whisky. Lo primero que me dijo fue:

—Eres un chingón, mi Deivid. ¿No te molesta que te llame así? ¿Quieres una copita? —abrió un cajón del escritorio, sacó dos vasos y empezó a rellenarlos, luego se tanteó los huevos y con sus dos ojos temblorosos que delataban una larga y persistente borrachera me dijo—: Vamos a brindar por el futuro.

Lo miré perplejo, sin entender de qué demonios me estaba hablando. Intuyendo mi pregunta, el comandante deslizó tres periódicos sobre la mesa. Eran tres titulares de los principales rotativos del país, que exponían en sus ocho columnas:

«Fallido atentado contra el presidente de la República».  «Pretendía lapidar al presidente».

«Detienen al David Mexicano, presunto miembro del Frente Urbano Zapatista. Su sadismo consistía en lapidar a sus víctimas».

Se tomó de un sentón el whisky y volvió a servirse otro, luego se me quedó viendo, mientras la cara se le encendía y el sudor se acumulaba en su frente y en las sobaqueras de su camisa blanca.

—Me dijo el capitán Mayorga que fue idea tuya la de agregar lo del grupo armado. Está poca madre lo de la honda. Eres un chingón, mi Deivid —parecían brillarle los ojos—. Lea estos dos últimos párrafos de estos dos periódicos—me dijo, mientras apuntaba su dedo índice sobre ambos diario:

El Sol de México

Faltan policías con la integridad y el olfato del Mayor García, quien con una carrera a cuestas de más de veinte años al interior de la Dirección Federal de Seguridad ha demostrado amplias aptitudes para la resolución expedita de casos complejos que han tenido lugar a lo largo del sexenio. Esto quedó claramente marcado tras el desmantelamiento de células clandestinas que pretendían desestabilizar al país por medio del asesinato del Señor Presidente, en un hecho que nos remite al último magnicidio que tuvo lugar en México, hace ya 41 años, con el General Álvaro Obregón. Si la iglesia había atentado en ese momento contra el «General de las mil batallas», en nuestros tiempos era el comunismo quien buscaba atentar contra nuestras juventudes y ahora traspasando los niveles, buscando matar al Señor Presidente.

El Universal

Después del duro golpe asestado por el Mayor García contra el grupo subversivo llamado Frente Zapatista Urbano, el Mayor se pone a la delantera frente a sus demás contendientes para ocupar el máximo cargo en la Dirección Federal de Seguridad. Mientras tanto, el actual director, el General Figueroa, se dice no vive los mejores tiempos con el presidente, después de no haber sido capaz de prever el atentado.

—Ahora entiendes, mi Deivid. Yo sé que al principio fuimos muy duros con la madriza y el té de colilla, pero a los muchachos les encanta emplearlo como coctel de bienvenida. Te voy hablar con la neta, porque por alguna razón creo que no eres un crápula. Eso sí, eres un cabrón con huevos. Porque pendejo no eres, ¿o sí? Ya vimos que le haces a la letra. Si tan sólo tuviera a cuatro cabrones como tú, mi Deivid, acabaríamos de resolver todos los casos que tiene atorado este país desde hace treinta años. Aquí, como te darás cuenta, nos sobra el tiempo. He pensado, que te pongas a escribir algunas historias. De esas que salen en los periódicos. Nosotros podemos pepenar a cualquier pendejo y endilgarle cuanto delito se te ocurra, siempre y cuando forme parte de los expedientes. Queremos mostrarnos a los ojos del presidente como una institución eficaz. Que resuelve los casos.

Luego acható la nariz, como si percibiera algún olor no grato, mostrando cierta incomodidad.

—Mira todos estos expedientes. ¿Tú crees que yo tengo tiempo para resolver cada una de estas chingaderas? Huelen a polilla muerta. Digo, también tiene uno familia carajo. Mira mi Deivid, si nos ayudas yo puedo ver la forma de ayudarte. Tal vez puedas salir al patio por un tiempo más prolongado que tus demás compañeros, e inclusive si le echas ganas hasta puedo ver que metas a alguna hembrita a la celda.

Lo miré a los ojos, me serví otro trago, levanté la copa para brindar y le respondí:

—¿Podrían tener una celda propia?

 Alvise Calderón

Esa noche, al regresar a la galera, lo primero que hice fue subirme a la cama de cemento que se encontraba empotrada a la pared y permanecí horas contemplando aquella luz ambarina proyectada por una de las torres de control. Carlos bramaba con sus ronquidos y emitía fétidas e inconstantes flatulencias producto del chicharrón en salsa verde que habían servido durante la cena. Estando ahí imaginé a Miguel Hidalgo apresando con fuerza con una de sus manos con pequeñas manchas uno de los barrotes de la celda de Chihuahua como si estuviese sosteniendo el mismísimo gaznate de don Fernando VII; y a Maximiliano de Habsburgo sentado en un banco de madera en la prisión de Querétaro rascándose su pulguienta barba. Al día siguiente me transfirieron a una galera particular que contaba con radio y televisión, donde cada semana recibía pilas de expedientes que debía ordenar, trazar vínculos con otros y escribir historias no solo eficaces, sino que pudieran generar cierto grado de perplejidad en la audiencia. Eran engorrosas y entramadas historias en las que participaban multihomicidas, mujeres vírgenes, sectas satánicas, enfermos mentales, hombres enmascarados, espías comunistas y grupos subversivos. La eficaz resolución de los casos y sus entramadas historias provocó que casi todos los periódicos del país tuvieran que duplicar sus tirajes. Involuntariamente, la Dirección Federal de Seguridad había creado una sociedad de lectores. Esto se tradujo en paseos cuatro veces por semana al interior del patio, lugar donde podía prender un churro, fornicar, jugar a cartas y beber un trago. Estancias donde podía conversar con otros internos que gozaban de iguales o distintos privilegios, en su mayoría políticos caídos en desgracia, luchadores sociales y abogados defensores de narcos.

Volví a ver a mi madre por accidente, en la televisión. Dio una entrevista con motivo del atentado contra el presidente de la república. El programa ya había empezado cuando prendí el televisor, lo que me impidió escuchar la pregunta que le había formulado el entrevistador, solo noté su reacción incómoda. Ella respondió, con ese acento del norte que la particularizaba:

—Salvador siempre había sido un niño inquieto, como todos —hizo una pequeña pausa—. Creo que tal vez el único defecto que tuvo mi hijo, fue haber sido producto de un parto prematuro.

Nunca se me olvidarán esas palabras, repetidas durante semanas en mi cabeza y por todos los medios. Coincidió ese tiempo con un bloqueo creativo que me postró durante una semana, sin que pudiera leer expediente alguno ni escribir una sola línea. Mientras tanto, los medios parloteaban del peligro de tener niños sietemesinos u ochomesinos, de la nostalgia del útero por parte del niño, de la importancia del líquido homeostático en la buena gestación y cómo un mes o dos de diferencia podían significar tener un hijo bueno o uno asesino. Me imaginaba al Tigre Azcárraga celebrar en su yate «Eco», anclado en las costas de Acapulco, al ver cómo el rating se disparaba y la sociedad mexicana quería saber más del dolor de una madre que no había sabido en qué momento su hijo había perdido el rumbo. Telesistema no se lo pensó dos veces y le ofreció un contrato de exclusividad por cuatro programas. Azcárrraga, con su ego superlativo había decidido hacerse entrevistar por el güero Zabludosky, mostrándose frente a los televidentes como una especie de encarnación mexicana de la Madre Teresa: «Así, en un esfuerzo notable de nuestros técnicos y equipo de producción, hemos hecho lo que nunca se había logrado en América Latina, acercar la televisión a los televidentes, mostrar los testimonios y el dolor de las madres que viven abnegadas por el dolor de tener como hijo a un subversivo, a un desadaptado social y, en el peor de los casos, un comunista. Telesistema se interna junto con nuestros televidentes a las catacumbas del sistema carcelario mexicano, donde es sabido que quien entra siendo medio malo, acaba convertido en un crápula en potencia». El diputado Antonio Beltrones, compadre del Tigre, sostuvo desde la tarima de San Lázaro, moviendo su dedo como una batuta de orquesta, que lo que requería el país era «una reforma de hondo calado al sistema penitenciario».

Tres días antes del estreno, surgió un escándalo que no solo obligó a postergar el programa, modificó la vida al interior del penal y significó el cambio de puesto del Mayor García, mas no su degradación en la estructura jerárquica de la DFS. Todo empezó por un leve brote de salmonela que se extendió en todos los pabellones del penal. Afectando a más del cincuenta por ciento de los internos. Algunos periodistas tomaron la noticia al vuelo e hicieron de ella un escándalo de resonancias nacionales:

Todo ello es nada más la punta del iceberg de la corrupción, el verdadero rostro errático de las instancias carcelarias de nuestro país, la ausencia de condiciones de higiene capaces de proveer de las necesidades básicas a la población presidiaria, que una vez más nos recuerda el atraso moral en el que viven nuestros gobernantes en su total y absoluta falta de empatía con la población presidiaria[1].

La noticia escaló cuando se hizo público que «el lapidador», sobrenombre que me habían puesto los guionistas de Telesistema para el programa, no solo formaba parte de esa población enferma, sino que había sido el único de los internos en no querer someterse a tratamiento alguno en contra de aquellos parásitos. Ese hecho fue interpretado como un desafío al Estado, que no tardó en responder. Para evitar mayores percances el presidente de la república anunció unas reformas de alto calado para mejorar las condiciones de higiene al interior de las instalaciones presidiarias, además de la promoción de actividades culturales. «La intención de las cárceles es readaptar al presidiario a la sociedad, no la de mancillarlo», sostuvo el presidente una semana después del escándalo en una reunión en Los Pinos frente a los treinta y dos gobernadores.

A partir del barullo social, llegamos a disponer de clases de dibujo y de una biblioteca más extensa, gracias a las disposiciones hechas por el Ejecutivo. Una semana después, un periodista de frente amplia y frondosas patillas, vino a la galera para hacerme una entrevista. En esta reafirmé con gran aplomo mi condena de pretender arrasar a esa colonia de bichos que vivían en mis tripas. Esta declaración que hubiera pasado desapercibida en cualquier otro momento no causó ninguna gracia en presidencia y por el mero berrinche del presi, decidió de última hora hacer algunos cambios en su gabinete, entre estos, la designación del Mayor García a la subsecretaría ejecutiva de la Dirección Federal de Seguridad. Al día siguiente me llevaron dos órdenes de tacos al pastor, un alambre de costilla, dos cigarros de marihuana, un six de cerveza Tecate y una botella de whisky. Aunque podía sentirme en la cúspide, bebiendo a destajo y comiendo a cuerpo de rey, sabía que mi ralea de preso con privilegios se iría al carajo sin la protección del Mayor. Me bebí las seis cervezas, dejé el alambre de costilla y los tacos a un lado cuando comencé a sentir el habitual dolor en el abdomen. Eran las amebas. Su dolor era una advertencia de que venían tiempos de penitencia. Prendí el churro, mientras delineaba una lista mental de rutinas que debería abandonar. Sabía que era cuestión de días para que mis tradicionales paseos por el patio externo se extinguieran, las conversaciones con los presos de ralea, el uso del teléfono dos veces por semana, en vez de una, como la norma lo establecía, sino también tendría que regresar a compartir celda con Carlos.

Esta afirmación se la hice también al médico de la prisión, el doctor Hernández, hombre rollizo y bonachón, que me auscultó debido a mi notable adelgazamiento. Le planteé que no escatimaba en quitarme la vida en caso de que pretendieran ir en contra de aquellos parásitos que parecían haber hecho de mi estómago una confortable morada. Le confesé que Dios me hablaba a través de la ameba y por la mediación de una mosca (aunque este dato resultaba falso sentí que la frase guardaba un sin fin de misterios ocultos). Dípteros y protozoarios le dije, en tono aleccionador, queriendo dejar en claro que por más bata blanca que fuera, no iba a dejarme tratar como un pendejo y mucho menos como a un ignorante. Le expuse, después de haber cavilado ese pensamiento durante un buen rato, que la inteligencia de Dios era infinita. Quién podría pensar que sólo de esas formas podría pasar inadvertido ante la permanente presencia de los guardias y cruzar con total soltura por los barrotes de la celda. Parecía igual de asombrado que yo, movió el entrecejo, luego bostezó, me felicitó por el programa y me indicó con su mano flácida la salida. Al cerrar la puerta del consultorio, dos policías me agarraron con fuerza y me llevaron a rastras por un pasillo frío, mientras su pareja me embozaba con un saco negro la cabeza. Unos segundos después me quitaron el cobertor y reconocí aquella habitación de paredes grises con grietas de humedad en los techos, aquella silla del terror, la madriza en la patrulla, pero sobre todo el asqueroso té de colilla. No tuve tiempo de examinar los detalles del cuarto porque me empotraron con mala leche a la silla y empezaron a golpearme salvajemente. Los golpes fueron brutales y eficaces; cuando el doctor entró al cuarto, según me contaron, yo ya había perdido el conocimiento. Al abrir levemente el primer ojo, me di cuenta de que me encontraba en un hospital, con un persistente dolor de cabeza y la sensación de estar almacenando una braza ardiente en mi estómago, al tantearme el rostro, me encontré con una pequeña manguera de silicona introducida a mi nariz y un catéter clavado intravenosamente. Vi pasar a una enfermera sustituir la bolsa de suero en el trípode y al verme despierto, me dijo:

—Todo está bien. Dentro de muy poco podrá regresar a sus aposentos.

Caí dormido y cuando volví a despertar, me encontré de vuelta en mi dos por dos compartiendo galera nuevamente con Carlos. Ya todo comenzaba a valer madres. Me acosté, fingí tener los ojos cerrados para evitar la conversación, me acurruqué, me cubrí con la cobija y me puse a llorar. Pensé, primero me quitaron la honda, después mis privilegios y ahora me extirpan mi única vía de comunicación con Dios. De esto se iban a enterar los de arriba. Primero, Telesistema y, después, el Mayor García por mediación de la televisión, de eso no cabía la menor duda. A ver quién era el chingón. Sabía que era cuestión de días para que regresara ese periodista de frente amplia y cejas peludas, para revelarle los chanchullos, corruptelas y las historias falsas que había redactado en favor del Mayor García. Además, todavía faltaban tres episodios y la serie sería seguramente vista por millones de personas. El urdir toda aquella venganza me causó cierto alivio, aunque en mi fuero interno persistía el asco por todas aquellas personas. Al final, ¿qué podrían saber ellos, individuos avezados por el poder, insensibles y sin escrúpulos de los mensajes que se podrían estar gestando entre un protozoario y un ser humano?

Al meter las manos debajo de la almohada, me encontré con una carta firmada por el Mayor García y cuatro billetes de quinientos pesos, en la que hablaba en tono conciliatorio sin un solo error ortográfico, con lo cual intuí la habría dictado a su secretaria o la había mandado a transcribir.

«Ahora entiendes, mi Deivid. Yo sé que fuimos muy duros con la cuestión de la sonda nasogástrica y la madriza, pero tampoco podíamos permitirnos cargar un mártir a cuestas. ¿Sabes lo que puede costarle eso a la actual administración? Como te habrás enterado, tendré que dejar mi puesto y hasta el momento no han dicho quien será mi reemplazo. El presi sigue enojado contigo y de ninguna manera quiere darte un indulto. Ha presionado mucho a El Tigre para que le pare ya al programita. Al parecer generó conmoción en su señora esposa y ahora no hay quien la aguante. Para enfundarme bríos me dijo que la administración ya estaba acabando —. La última línea de la carta borró el odio que anidaba en mí para convertirse en terror—: Busca escribir un libro, mi Deivid. No te apendejes. Eres un cabrón con huevos. Aquí va una parte del pago por tu trabajo. En unos días te van a transferir a las Islas María, no te dejes vencer.»

Atte. Mayor García Ponce de León.

[1] Redacción, El Sol de México, 30 de diciembre de 1969.