Constanza Eugenia Trujillo Amaya
Me senté en la silla de siempre, la número 54, de color azul. La competencia me abandonó en el brillo de mi adolescencia. Desde entonces, habían pasado unas cuantas décadas. Era un buen lugar; podía apreciar sin obstáculo la carrera de los atletas, sus zancadas, su esfuerzo al impulsarse sobre la pértiga y superar el listón horizontal, allá arriba. Recuerdo cada una de las instrucciones de mi padre, mi entrenador en aquellos años, durante los cuales mi única preocupación era correr y saltar, mejorar la marca. Sentado en una banca de listones de madera, agachado, amarraba mis zapatillas, siempre con lazos de colores diferentes, uno rojo y el otro verde. Un abrazo y un beso eran la seña para salir a enfrentarme con el salto. Me decía: «Concéntrate sobre el listón, mantén la mirada fija en esa vara blanca». El salto llegaba, casi sin variar, envuelto en una sensación de vértigo. Unos pocos granos de arena en alguna de las zapatillas perturbaban la firmeza del pie; el caucho de la pantaloneta me apretaba; la camiseta se recogía sobre mi torso y lo dejaba, en parte, al desnudo. El atleta sueco Duplantis se acerca; el campeón se aproxima; el estruendo de la ovación invade el estadio; unos cuantos trotes más y lo tenemos en la pista. Mi padre revisaba cada detalle, pero algo aparecía en el último momento. Decía que era falta de concentración, de visión; que debía visualizar la carrera, memorizar cada paso que daría, el momento de ensartar la pértiga, de tomar impulso, de afrontar la resistencia, de izarme sobre la garrocha y traspasar el listón. «Falta todavía media hora, muchacho. Unos cuantos ejercicios más». Respiración, estiramiento, abdominales y de nuevo respiración.
El campeón de las últimas olimpiadas toma posición, estira las piernas, agarra el extremo superior de la pértiga con los dos manos, la derecha en el extremo superior y la izquierda algo más baja; gira su cuerpo en posición invertida mientras asciende, se alza hacia los cielos y roza con los músculos del vientre el listón. El campeón olímpico ha fracasado en su primer intento. Tendrá otras dos oportunidades. Me levanté, lancé un improperio y me volví a sentar con rabia, haciendo vibrar los asientos laterales. Mis vecinos lanzaron una mirada de enojo. Antes de salir a la pista, era el momento de una última bocanada; era importante alentar mis pulmones. Respirar ayuda a los músculos. Me sentía con más energía, con más visión, diría mi padre; los giros de brazos y piernas ayudan a afirmar la indispensable determinación. Los ojos de mi padre no perdían de vista cada uno de mis movimientos. No logro olvidar la cara curtida por el sol, marcada de profundas arrugas antes de tiempo, ni ese aire enérgico, severo, que esgrimía a todo momento. Quería que ganara. Cada ejercicio tenía un propósito específico: mejorar la velocidad, la flexibilidad de los músculos, la agilidad de las piernas, la coordinación de todos los miembros y de mis pensamientos también. Pero yo vivía con una sensación de náusea ensartada en mi garganta. Al entrar en la pista de arena, la presión se aceleraba y mis pulmones parecían bombear con fuerza. Percibí la sangre subir por mis venas, golpear mis sienes y presionar el lado derecho de mi cabeza. Los oídos me zumbaron. Fijé mi vista en la arena. El aroma de vainilla de la ensalada de frutas con yogur del desayuno surgió con fuerza. Mi lazo verde se había desatado. Quise amarrarlo de nuevo y, de pronto, caí de golpe.
Nueva oportunidad para el campeón. Dos, tres zancadas más hasta el listón. Se eleva, trepa por los aires, alcanza la posición bocabajo. Suspendido con una sola mano, traspasa la barrera, cae con todo su peso sobre la colchoneta azul, que parece perder el aire, se levanta con los brazos en alto. El campeón logra el salto, pero por debajo de la marca de seis metros. Mi vecino grita, se yergue, me echa encima el cuenco de palomitas de maíz. Lo miro sin entender. Es mi turno. Me pongo de pie y veo a mi padre, más allá de la pista, en medio del césped, con su gorra colorada, que me dice: «Amárrate bien el lazo verde».