Dos odas de Horacio
Traducciones de Miguel Ramírez
Los poemas
Las odas de Horacio que aquí se presentan (II, 5 y IV, 10) tienen como tema el amor, la belleza humana y su fugacidad. El tratamiento es de sesgo epicureísta: amor como deseo hacia un cuerpo pleno; belleza como vitalidad efímera de un cuerpo pubescente, sea hombre, sea mujer.
Lálage, Giges, Cloris, Fóloe, personajes convencionales de la literatura griega, no son sino un pretexto para esbozar el ideario de esa belleza pubescente. Es decir, del abanico de tópicos que en la literatura antigua se desarrollaron para ilustrar la belleza según los cánones antiguos, Horacio manipula el que mejor limita el rasgo definitorio de cada personaje: del efebo, la cabellera y el rostro delicado; de la joven, la tersura deslumbrante, etc. Cada rasgo evoca la plenitud de la belleza a la que se invita a gozar al destinatario del poema para que deje el inmoral deseo por una niña que aún no llega a su punto. La oda II, 5 plantea el delicado problema de cuál es la edad adecuada para comenzar a ejercer el amor. Así como la naturaleza enseña que hay un tiempo oportuno para consumir un fruto, lo mismo se aplica para el amor. Todo lo que sea antes o después será objeto de escarnio.
La oda a Ligurino (IV, 10) conjuga, en su calculada sencillez, tópicos centrales en la poesía de Horacio y de la epigramática griega; de esta, la brevedad y el tema pederástico, tan disonante para la moral moderna por el sentido de parafilia que tiene el término. De Horacio, la celebración de la materialidad de la belleza humana encarnada únicamente en el brevísimo periodo de la vida en que el cuerpo (no la mente) alcanza su máximo verdor, la conciencia trágica de lo efímero de esa belleza y el deseo o amor que por ella siente quien ya la ha perdido. El tópico vale para ambos sexos: el efebo con su larga cabellera y su rostro delicado es tan bello o apetecible como la joven, pero su belleza es más efímera (para los cánones de belleza antiguos), pues pronto, al madurar, debe cortar sus cabellos, y la barba arruinará su virginal rostro, mientras que la joven podrá prorrogar con falso rubor su lozanía.
La pederastia con adolescentes varones, tolerable (con sus propios códigos morales y a partir de ciertas edades) en el mundo antiguo, sería luego del cristianismo lo nefando; ese espectro de la sexualidad humana se convertiría en lo más condenable moralmente, aunque no así para el caso de las adolescentes. En efecto, mucho de los cánones de belleza y convenciones eróticas para la parte femenina descansan en la idea de prolongar el atractivo pubescente. Pensemos que el símil del rubor y la rosa, que Horacio aplica a un varón, sería uno de los tópicos más fecundos de la lírica renacentista y barroca, aunque sería impensable para estos poetas el aplicarlo al sexo masculino. Cercenada la parte masculina, los poetas del Renacimiento harán (solo para la parte femenina) de la belleza pubescente el ideal de pureza, de lo virginal o angelical. De esta estrecha prisión, o de su contraria surgida en el Romanticismo (la de la belleza femenina como lo demoniaco (mujer fatal), ¿se ha librado el tema de la belleza y el amor en la lírica occidental? En mi opinión, la lectura de estas odas vale problematizarla en ese marco, además del contexto contemporáneo, en el que hasta hace unas décadas el ideario de la belleza (publicitario, si se quiere) tendía a acentuar la diferencia de los sexos mientras que en el actual parcialmente se propulsa la ambigüedad de los sexos, sobre todo en las modas juveniles.
Sobre esta traducción
Todo el que quiera traducir a Horacio en verso (y en general a cualquier poeta) ha de enfrentarse a una disyuntiva: procurar una métrica equivalente al original (la que aquí se adopta) o tomarse la libertad de emplear la versificación que mejor le acomode. La primera opción, rígida, aunque más fiel, conlleva importantes concesiones al sentido. Si en un endecasílabo Horacio pone veris el traductor pondrá de la primavera: ¡dos sílabas en el original se vuelven seis al español! El latín es más económico que el español en cuanto a la cantidad silábica. Entonces, ¿no está condenada de antemano una traducción que replique el mismo número de sílabas, versos y estrofas? No del todo; en realidad, depende de la habilidad que el traductor tenga a la hora de versificar: el español recupera terreno frente al latín con los diptongos y las abundantes sinalefas, e incluso en ciertos giros sintácticos puede ser más económico. Aun así, cuando la equivalencia silábica no es posible, hay dos soluciones aceptables: hacer cortes al original que no afecten mucho a la comprensión del poema o degradar el sentido. Todo se reduce a qué matices se quieren (o pueden) resaltar, cuáles degradar y cuáles omitir.
La traducción de un poema siempre es inferior, pues sentido y ritmo en el original se combinan armónicamente, mientras que el traductor ha de hacer concesiones al ritmo o al sentido, ya por diferencias culturales, ya por diferencias sustantivas entre la lengua de origen y la de llegada. Por poner un símil, quien traduce lleva en una mano la rienda del caballo del metro y del ritmo y en la otra la del sentido, pero cada uno tira en direcciones opuestas (con la importante diferencia, respecto al autor, de que no son sus caballos). Ninguna traducción logra soportar tal tensión. A cada paso el desastre se avecina cuando, experto en el sentido, se pierde el control del metro y del ritmo, y viceversa. La fidelidad de la traducción literal es una ilusión, pues al no hacer concesiones ni al ritmo ni al sentido, se han de hacer con la sintaxis y el vocabulario de la lengua de llegada, lo que resulta en ilegibilidad.
Algunas traducciones de Horacio, en mi opinión, cuando eligen la vía de la fidelidad métrica fracasan por el torpe dominio del metro y el ritmo, no del latín, sino del español. Aunque algunos traductores hayan captado como nadie una mayor densidad semántica del original, a la hora de verterlo la fineza se escapa como arena entre unas manos que poco decididas se cierran.
Mi audacia con el metro y el ritmo en español logró retener mejor (espero) lo poco que mi ignorancia captó del original, o al menos (creo) pude compensar las pérdidas de sentido con una disposición armónica entre la sintaxis y el ritmo.
Un ejemplo para ilustrar los cortes y las degradaciones de sentido: la última estrofa de II, 5 Horacio dice que Giges para unos sagaces huéspedes sería un oscuro dilema el verlo en un coro de chicas por su pelo suelto y su rostro ambiguo, de lo cual elidí lo de los huéspedes y el oscuro dilema lo reduje a asombro. Hubo tanto pérdida de sentido como degradación, pero en la estrofa los pocos elementos que se conjugan están potenciados por la calidad de la versificación. Otro podría forzar todos los elementos a costa de emplear una sintaxis y una versificación demasiado ásperas. ¿Cuál es la mejor solución?
La traducción de Horacio es de las más difíciles cuando se elige la vía de la fidelidad métrica, pues el traductor ha de trasladar ese máximum de tensión entre la condensación de sentido y el control absoluto de la armonía de la sintaxis y el metro que hay en las odas.
En efecto, la traducción en prosa apuesta por el sentido, pero pierde tensión; la traducción en verso apuesta por la tensión, pero degrada el sentido. Ahora bien, en la traducción en verso no vale simplemente acertar con la medida, también debe haber una disposición armónica de la sintaxis y de los acentos entre los diferentes metros para que el lector fluya en la dicción del verso y no le parezcan duros y forzados, sino espontáneos, pues esa es la gracia del verso.
Última consideración. ¿No es mejor emplear un metro de mayor holgura para evitar cercenar el original? En mi opinión, elegir este camino lleva a otro problema, que es el de la adición; siempre que no haya equivalencia silábica habrá que parafrasear o añadir elementos para rellenar los huecos. Primero, creo que la adición es menos aceptable que la supresión; segundo, es más fácil perder tensión recurriendo a la adición y la paráfrasis que a la elisión.
La estrofa que empleo para reproducir la alcaica de Horacio de la oda II, 5 está compuesta, como en latín, por dos versos endecasílabos seguidos por un eneasílabo y un decasílabo (11,11, 9, 10) pero no tienen (ni podrían) el mismo ritmo que en latín, pues es diferente la fonética de ambas lenguas. En resumen, la reproducción empleada en español de la estrofa de Horacio no es un calco, sino una equivalencia, y como tal se ciñe a las leyes propias de la tradición de la métrica hispánica. La métrica de IV, 10 (en el original asclepiadeo mayor) lo reproduje como un hexadecasílabo compuesto por dos octosílabos (8+8).
Libro II, Oda 5
Aún no puede llevar uncida al yugo
la cerviz ni igualar del compañero
el esfuerzo, ni aguanta el peso
del toro que se arroja al amor.
Está en los verdes campos la afición
de tu ternera, que ya calma el fuerte
calor en el río y ya ansía
jugar en el húmido sauzal
con los becerros. Deja tu apetencia
de la uva agraz: ya teñirá el otoño
para ti los racimos lívidos
con los varios tonos de la púrpura.
Ya te buscará —pues la cruel edad
corre y le pondrá los años que a ti
te quite—, ya con atrevido
gesto pedirá marido Lálage,
amada como no lo fue la esquiva
Fóloe ni Cloris, que luce el blanco
hombro como reluce sobre
el mar nocturno la luna llena,
o el cnidio Giges, que puesto en un coro
de chicas con asombro engañaría
a quien atentamente mire
su pelo suelto y su rostro ambiguo.
Libro IV, Oda 10
Oh cruel —aún hoy— que te vales de los regalos de Venus,
cuando inesperado vello te embarbezca la soberbia
y se caigan los cabellos que hoy sobrevuelan tus hombros
y el color que hoy vence a la encarnada flor del rosal deje
tu rostro volviéndolo áspero, Ligurino, te dirás:
“¡Ay! —siempre que en el espejo te mires otro— ¿Por qué
niño no pensé lo mismo que ahora pienso? ¿Por qué
teniendo esta alma no vuelve la frescura a mis carrillos?”.