Teresa Covarrubias Azuela

Quince años después de aquel sábado, todavía puedo evocar la quemazón del zacate en las rodillas, el humo denso que en olas concéntricas se adhería a las paredes de mis pulmones y el tufo chillante de los chiles toreados tatemándose en el asador. Hoy, a punto de celebrar mi propia fiesta, no puedo sino recordar aquella otra, improvisada tal vez, pero plena. Intento concentrarme y no lo consigo. Como sucede con ciertas lecturas que los demás tildan de maravillosas, galopo a marchas forzadas entre los párrafos mientras me cuento otra historia —no mejor, pero sí más disfrutable—. Percibo a los invitados que se acercan como una mancha borrosa y carente de significado. Intento estar aquí, pero los sentidos me devuelven a esa tarde, quizá no tan importante, aunque sí más viva.

Cuando se organizaba carne asada, solía resguardarme en cuclillas junto a las piernas de mi padre para practicar el arte de acomodar los 24 cuartitos de cerveza en la hielera; de tal manera que los invitados accedieran a las botellas rápido y sin congelarse los nudillos. Dicha tarea requería una dosis enorme de minuciosidad: justo lo necesario para aliviar la angustia de saber que pronto llegaría la parentela.

La guarida era idónea. Con solo echar un vistazo a las pantorrillas que atravesaban el jardín, podía medir la peligrosidad de la situación. Desde ahí contemplaba el desfile de pilares renegridos por el sol, que, haciendo gala de los empeines cubiertos de pedrería corriente, se apoderaban del territorio con zancadas de autosuficiencia. Mi padre me levantaba a la fuerza para que mirara bien el desfile:

—Carne de pariente, ni aunque el diablo a usted lo tiente —decía a punto de carcajada.

Sin darse por aludidas, mis primas seguían de frente —piernas altivas—, directo a la cocina para ayudar en la preparación de las salsas y las tortillas. Yo recuperaba ansioso la posición primera, pues sabía que lo peor estaba por llegar. De forma inevitable y a toda velocidad, aparecía entonces un par de tenis deportivos de colores escandalosos de cuya orilla superior nacía un camino de vellos que iba a dar al dobladillo de los shorts: sabrá Dios lo que habría al terminar el sendero.

En la boca se me hacía un nudo palpitante. El Boli me levantaba de las axilas para llevarme hasta la sala de televisión, lugar perfecto para un ataque con todas las de la ley. A pesar de las advertencias de mi madre, a pesar de las risotadas que me producían las cosquillas y a pesar del gesto de horror que adquiría mi semblante, mi primo no me soltaba. Sus manos sólidas y calientes subían y bajaban a ritmo vertiginoso del cuello a la panza, como ratas enloquecidas que buscan la puerta de la jaula.

—Putito el que llore —decía el Boli.

Yo reía, jadeaba y lloraba al mismo tiempo. Las palabras eran más conjuro que amenaza. Dos lagrimones vergonzosos me ponían en evidencia sin importar cuánto hubiera intentado reprimirlos. Por fin, el Boli hacía una pausa y pegaba su cara sudorosa a la mía. Luego me aventaba al sillón de al lado, para después ignorarme el resto de la tarde. De regreso en mi escondite, una vaga desazón arremetía mi espíritu. Podrá parecer extraño, incluso reprobable: hoy comparto un poco la sensación de aquellos días. Como aquel que en la víspera de un viaje se siente tentado a cancelar sus planes a cambio de no tener que hacer una pausa en la rutina, detecto en mí el anhelo ferviente de que el hoy se diluya en el mañana. No. Los invitados me observan con gozo. ¿Celebran la fiesta o celebran mis aciertos? Esperan. Me acechan. Es cuestión de minutos. Soy el niño que se atrincheraba tras las piernas de su padre. Hoy la guarida está hecha de recuerdos.

Mientras el cielo hacía su trabajo, poco a poco, la fiesta iba subiendo de tono. Era ese momento en que la noche se anuncia y la tarde no termina de marcharse. El azul dejaba de ser nítido y adoptaba tintes rosáceos que en unos cuantos minutos serían sombras propicias para el clímax. Sentía en mis palmas la tibieza del agua puerca de la hielera y miraba el asador que parecía agonizar en débiles hilillos de humo. Más allá, en pleno balance etílico, los hombres comenzaban a emitir aullidos lastimeros con el alma a flor de piel; y, micrófono ficticio en mano, las mujeres ignoraban que su anhelo de ser vocalistas de banda carecía de público y aplauso. Ya nadie se miraba o se escuchaba. Cada uno se sentía el protagonista de su propia melodía. Veo difícil que hoy mis invitados alcancen la cima. Todo está dispuesto, pero faltan ganas.

En cuanto oscureció, dejé de sentirme amenazado. El miedo que horas antes me angustiaba se convirtió en una especie de vergüenza gozosa. Ver a mi mamá poseída por una diva grupera me parecía un asunto entretenido y lamentable al mismo tiempo. Busqué al Boli y no logré ubicarlo. Supuse que la pena de ver a sus propios padres en estado inconveniente lo había hecho optar por el exilio. Pensé que juntos podríamos sobrellevar mejor el evento. De pronto, un nuevo ataque de cosquillas no me pareció tan grave. Incluso me sentí tentado a ser yo mismo quien propiciara la embestida.

Entré a la casa con el paso de quien ya lo ha decidido todo. Cosa rara: las luces estaban apagadas. Lo único perceptible era una peste incipiente de comida rancia que venía de la cocina. Me acerqué al ventanal en busca de un poco de luz, y desde ahí vi que el Boli estaba entre el racimo de borrachos asintiendo a carcajadas como si entendiera sus chistes e irguiendo el pecho a fin de ganar un poco de altura. No entendí por qué lo hacía, pero de alguna manera me sentí ridículo.

Experimentando el sinsabor de la traición no comprendida, decidí que lo mejor era dormir. En ese momento detecté los acordes que todavía vuelven a mí de tanto en tanto. “Por lo que quieras tú más ven”. Los agudos de Juan Gabriel provenían del cuarto de los triques. “Y compasión de mí tú ten”. Alguna de mis primas tendría que estar encerrada en un baño oyendo el radio. “Mira mi soledad”. Seguí la canción favorita de mi madre. ¿No estaba en el jardín jugando a ser artista? La puerta del cuarto se encontraba ligeramente abierta; un leve roce sería suficiente para descubrir lo que allí sucedía. Decidí empujarla con cuidado. La imagen que vi me hizo entender que, para mi sorpresa, el verdadero espectáculo no estaba en el jardín, sino frente a mis ojos.

Cada vez que evoco ese momento, obtengo nada más ciertos retazos: un par de botas vacilantes intentando meterse entre dos piernas cubiertas de mezclilla, dos hebillas, las manos callosas sobre la camisa a cuadros, dos nucas sudadas recargadas en el hombro contrario. Desde ese instante, y probablemente hasta el día que me muera, mi padre y su compadre estarán envueltos por aquel grito lastimero de “Querida”.

Pasé aquella noche en blanco. En mi mente se barajaban una serie de posibilidades, que por efectos del desvelo me parecían primero plausibles y un minuto después descabelladas. Probablemente alguien estaba desahuciado, me decía. Me constaba que en esos casos los parientes se abrazan con fuerza y sin calcular las distancias. La inminencia de la muerte es más fuerte que cualquier pudor. Alguno de los dos podría estarse muriendo. No, tenía que ser otro. Ellos se veían sanos y vigorosos.

Abandonaba la primera hipótesis y de inmediato construía una nueva. Era obvio: mi papá acababa de perder las tierras. Con seguridad el banco le había negado el préstamo, y, a causa del impacto, no había tenido más remedio que buscar en mi tío la fortaleza para decírselo a mi madre. Era eso, sin duda. El sueño me vencía, y una nueva duda surgía para destruir lo que segundos antes me parecía férreo. ¿Si es una tragedia a qué viene la música? ¿Y el baile? ¿Era baile? Sí, no había duda: más que de pena, la cadencia estaba impregnada de gozo. Y así me dieron las mil. Cuando el día se hizo patente, ya tenía yo la estrategia perfecta para resolver el enigma.

A diferencia de otras veces, mi padre restregaba la parrilla con la mirada perdida. No había en sus movimientos el ahínco de siempre. Metía la fibra en la cubeta, y en lugar de exprimirla dejaba que el agua resbalara por sus brazos hasta el suelo. Decidido, fui al cuarto de los triques y tomé el radio que amenizó el baile de la noche anterior. Lo conecté y me agazapé detrás de un sillón. Busqué la melodía, subí el volumen al máximo y, cuidando que nadie me viera, asomé un poco la cabeza para ver el resultado del experimento.

Los agudos de Juan Gabriel inundaron el jardín. Mi padre, que en ese instante frotaba la parrilla, se quedó quieto, atento. Dejó caer la fibra y sus manos ciñeron con delicadeza la cintura invisible que él supo ubicar perfectamente en el aire. Música, cadencia y gesto apasionado duplicaron en idéntica armonía la imagen de la noche previa. Era el viento, era mi tío, y, también, eran las manos enloquecidas del Boli subiendo por mi espalda. Mi padre gozaba, y yo, debo confesarlo, gozaba de verlo.

Hoy sé que no habrá jamás una fiesta como aquella. La carne asada de ayer es ahora un banquete de tres tiempos. El jardín está a reventar: quinientos invitados que en lugar de cerveza beben un cocktail de bienvenida. Elegantes, esperan la entrada triunfal. Pude ser yo. Pude ser lo que no fue mi padre. Como él, viviré siempre de recuerdos. Aguardo impecable al pie de la escalera. La gente aplaude al son de la tambora. Soy yo. Soy mi padre. La certeza de contar con el alivio de la memoria me motiva para aceptar el que será mi destino. Sonrío, me concentro: la novia baja con lentitud los peldaños.