Constanza Eugenia Trujillo Amaya
Todo individuo tiene derecho a la vida
y a la seguridad de su persona
(Declaración Universal de Derechos Humanos, artículo 3)
La marca de sus zapatos aún sobresalía sobre la suela casi sin usar: una V entrelazada con una L. Francis estiraba sus largas piernas sobre el escritorio de madera cuando hablaba por teléfono. Recostado contra el alto espaldar de la silla de cuero negro, sus pies abrían camino entre un montón de papeles, revistas y periódicos. Corría el año 1994. Con tanto barullo, sorprendía que la pantalla del computador gozara siempre de un lugar despejado. «Es primordial», me dijo alguna vez. A pesar de tantas alertas introducidas en las preferencias del computador: prioritario, importante, interesante…, Reuters, AFP, BBC Al-Jazeera y otras más, Francis distinguía lo fundamental de lo secundario de un vistazo (esta cualidad, tan apreciada por la Institución, era parte de su «capital» como ejecutivo). Las cosas estaban dispuestas en el menú de su computador de tal forma que pudiera recibir la información de la última guerra, catástrofe o rebelión al instante.
Entré con la carpeta repleta de cartas. El mismo modelo en diversos idiomas, la solicitud de fondos extraordinarios a los países donadores para hacer frente a la última emergencia, la del día anterior. El ejército ruso había atacado Grozni, la capital de Chechenia. Según se preveía, millones de desplazados llenarían, en cuestión de horas si no de minutos, los campamentos improvisados por los pocos trabajadores humanitarios que decidieron permanecer en la región, ignorando los secuestros y las muertes de algunos de sus compañeros —la pregunta de siempre repicaba en mi cabeza: «¿cómo era posible que de la noche a la mañana brotaran de quién sabe dónde millones de refugiados?»—. Francis ni siquiera ojeó las cartas. Impuso su firma incomprensible, inmensa, en tinta negra —«qué soberbia», pensé—. Continuó hablando, como si nada, con algún alto funcionario, por la forma como se dirigía a su interlocutor (la versatilidad es otra de las exigencias de esas Instituciones). Hablaba con un representante de alguna cancillería de uno de esos países de América Latina. Seguramente, un funcionario encargado de las relaciones con los Organismos Internacionales. Para Francis, todos eran iguales. Siempre lo mismo. Se negaban a pagar la cuota anual. «Llevan dos años atrasados», decía Francis enojado. «Un compromiso ES un compromiso», alzaba la voz. «Ustedes firmaron la Convención de Ginebra», repetía una vez más. Al discutir, su acento suizo-alemán se marcaba. Alguna vez le escuché decir que esos países tan corruptos debían interesarse por sus propios problemas y no por el manejo de las cuotas. En los últimos tiempos, cada año solicitaban un informe detallado de los gastos. La posición de la Institución frente a tanto reclamo era la de mantener un discurso neutro. «Este es un Organismo Internacional, cuyo único interés es difundir la paz en el mundo» (claro está que en los últimos tiempos ese loable objetivo había tenido un giro semántico. Ya no se trabajaba por la paz sino por administrar la guerra). En círculos internos a la Institución se había llegado a la conclusión de que la guerra era uno de los motores de la humanidad. De ahí la necesidad de respetar la sacrosanta «neutralidad». De tanto leer y escuchar estas palabras, su sentido adquiría para muchos un espectro de irrealidad.
[Neutralidad: significa no involucrarse, en ningún caso, con alguna de las partes. Se debe tener en cuenta los intereses y pretensiones de cada una de ellas para lograr acuerdos que protejan a las víctimas de las exacciones de la guerra].
Al salir presurosa con mi mamotreto de cartas de la oficina de Francis, sentí su mirada azul clavada en mi espalda.
—¡Carmen! Hay un error en una de las cartas —me gritó.
—¿En cuál? —respondí azorada.
—¡En una en español!
Lo miré entre sorprendida e incómoda. Me acerqué. Desplegué de par en par el atado de cartas sobre los cerros de papel, encima del escritorio. Francis permanecía con la bocina colgada al hombro, oyendo sin escuchar a su interlocutor. Aguzó su vista sobre las cartas. Repasé una a una.
—¡Ésa! —gritó de repente.
Me detuve y la releí tratando de respirar; la mano me temblaba. Sentí el rubor de mis mejillas invadir mi cara. No entendía dónde estaba el error. Me sentía azorada; por momentos odiaba a Francis. El castellano era mi lengua materna. ¿Cómo se atrevía este suizo-alemán arrogante a poner en duda algo que llevaba en mis venas, que corría por mi sangre? Quería darle un puñetazo, tirar todo por el suelo, gritarle, al carajo. Pero, allí estaba, parada, sin decir nada. Un nuevo grito me sacó de mis pensamientos:
—En español no se dice: «con nuestros cordiales saludos», sino «con nuestros saludos cordiales» —acentuó la última palabra, acribillándome con la mirada.
No supe qué responder. La cabeza me daba vueltas. Estuve sin respirar largos minutos hasta que unos golpetazos en el pecho me estremecieron. Mi corazón latía tan fuerte que pensé en un ataque. Por fin reaccioné.
—Es la expresión correcta. Entre tanto idioma, todo se confunde. Pero es la fórmula oficial. La enviaré al servicio de traducción, si lo desea.
—Sí —dijo, volviendo a prestar atención a su interlocutor.
Francis prosiguió con su charla en un castellano machacado de sonidos guturales. Me disponía a salir de nuevo, cuando su gruesa mano, blanca y salpicada de manchas cafés, apartó del oído el auricular y preguntó:
—¿No es usted latinoamericana?
—¡¿Ah?! ¡Soy de Madrid! Usted lo sabe —el rencor me dominaba. Recogí el legajo de cartas en desorden mal que bien; eché un vistazo a los televisores colgados del techo, siempre encendidos, uno en CNN y el otro la DW, y salí de la oficina tratando de contenerme. Francis continuó con la conversación, como si nada, insistiendo que era una obligación de todos los países pagar la cuota anual.
Por mi ventanal se alcanzaba a distinguir, entre las ramas grises de los árboles sin hojas, la punta del jet d’eau, símbolo de la ciudad. Me senté frente a mi escritorio invadido de papelitos amarillos, azules, verdes, rosados. Todos los mensajes eran urgentes. Todos exigían un trato prioritario. Reclamaban cartas, notas, facturas, faxes, correos y hasta una nota personal para una novia olvidada en La Habana. Desprendí de un manotazo todos los post-it de mi apoya-manos. Tenía que enviar las cartas a las cancillerías cuanto antes, pero aquella en español tomaría su tiempo. Estaba agobiada. En los últimos años, la prensa había informado de varias denuncias por distintos tipos de acoso en los organismos internacionales. Muchas de ellas fueron silenciadas bajo el peso de los ofrecimientos económicos; otras, ante la difamación pública.
[Imparcialidad: no permitir ningún trato discriminatorio relacionado con los orígenes, la raza, la religión o la condición social.]
Horas más tarde, Francis salió de su oficina con la corbata colgando de una mano, de cuyo reverso sobresalía una etiqueta ocre donde se leía: Versace. Pasó como un ventarrón, estirándose las mangas de la camisa, poniéndose la corbata y el saco, todo a la vez. Francis realizaba cada gesto de manera automática. Los había aprendido durante años. Estaba retrasado para la reunión, la task force, según la jerga militar de la Institución, convocada a última hora, sobre el envío de una misión a Grozni.
[Grozni: desde el derrumbamiento de la Unión Soviética y la proclamación de independencia de los países de esa región del Cáucaso, el territorio checheno se convirtió en escenario de cruentas luchas étnicas y religiosas. Ancestrales apetitos de vecinos hostiles —Cosacos, Calmucos e Ingusetios— se despertaron con pretensiones invasivas. Los rusos también se resistieron a su independencia. Bandos de todos lados, con intereses divergentes sembraron el terror durante largo tiempo, en los años noventa, del siglo pasado.]
—¡Busque a Pierre, donde sea! —me gritó desde el fondo del corredor—; debe estar llegando de Somalia —me lanzó una mirada tan gélida que un escalofrío me atravesó la columna vertebral.
[Somalia: «un país fallido». Los militares se han sucedido por décadas en el poder, dejando una estela de muerte, desolación y hambre. Durante la década de los noventa, el desmoronamiento de la Unión Soviética dejó al último gobierno somalí a la deriva, sin un real respaldo económico ni político. La disidencia interna, los odios tribales y la codicia de sus cabecillas por el poder terminaron de dividir las fuerzas políticas sumiendo al país en la debacle.]
La misión de Pierre tenía como objetivo evaluar una posible acción humanitaria de la Institución, sus costos y los requerimientos de seguridad, sobre todo. Pierre era una verdadera persona de «terreno». De aquellos que no se sabía nunca en qué punto cardinal encontrar. Siempre en el lugar que se le necesitara, contra viento y marea. Evitaba la burocracia, las intrigas y el papeleo de la sede. En cambio, Francis no escondía su gusto por la burocracia y sus privilegios.
[Voluntariado: los colaboradores de dicha Institución deben comprometerse con un trabajo desinteresado].
Alcancé a percibir a Francis entrando al «Acuario». Así le llamábamos a la sala de reuniones del departamento de prensa, localizada en medio de un hormigueo de escritorios y plantas relucientes de verdor. Cada mañana, un experto jardinero verificaba cuidadosamente el grado de humedad, gracias a un higrómetro instalado en cada matera. Altos ventanales aislaban el recinto del ruido, a la vez que se garantizaba un dominio sobre cada movimiento. Cuantas más miradas, más control, como en un panóptico. Pero eso sí, sin poner en riesgo la «discreción». Las filtraciones podían hacer peligrar las tan arriesgadas y no siempre justificadas misiones humanitarias. A pesar de todo, la vigilancia que se pretendía ejercer, las caras y los gestos quedaban expuestos a la vista de todos, como peces en un acuario. En las idas y venidas, recogiendo y enviando faxes urgentes, me percaté de que algunas de las «cabezas pensantes» —así se les decía a los jefes—, siempre impávidas ante cualquier incidente (otro requerimiento institucional), parecían descompuestas.
Sin tiempo para reflexionar, regresé a mi escritorio. Tenía una llamada en espera. El botón rojo del lado derecho del conmutador titilaba. Debía de ser Pierre. Le transmití el mensaje de Francis: «quiere verte de inmediato». Escuché un «zut», irritado, del otro lado del auricular.
—¡¿No pueden esperar a que termine de llegar?!
—Parece que no —le dije con un hilo de voz.
Al cabo de unas cuántas horas, terminó la task-force. Se tardó mucho más tiempo de lo habitual. Tenía un mensaje urgente para Francis y lo intercepté en el corredor. Lo necesitaban en la reunión de «altos mandos». Venía desajustándose la corbata y tuvo que arreglársela de nuevo. Desde que Marion estaba al frente de las «Operaciones», Francis había envejecido. Un rictus de amargura marcaba sus gruesos labios.
—¿Qué pasó con Pierre? —preguntó, dando ya la espalda.
—Debe de estar por llegar. Llamó desde el avión. Estaba aterrizando —le grité, pues Francis ya se encontraba en el extremo del corredor.
El día invernal se eclipsaba y la noche invadía poco a poco los escritorios. Las lámparas encendidas, aquí y allá, procuraban un matiz acogedor al ambiente. Vi a Pierre cruzar el umbral como si fuera una sombra, encorvado, con el traje arrugado. Las ojeras, la palidez y una barba de varios días daban fe de las noches de insomnio y del cansancio acumulado.
—¿Qué sucede? —me preguntó sin saludar.
—¿No has oído lo de Grozni?
—Sí, alcance a ver un correo de Marion esta mañana, antes de salir de Mogadiscio. ¿No querrán que salga hoy mismo? —sus ojos color marrón se apagaron aún más.
Me miró con un gesto indescifrable, entre atónito y malhumorado. El teléfono repicó de nuevo. Marion preguntaba por Pierre. Lo querían de inmediato en la reunión de «altos mandos». Pierre lo comprendió sin que le dijera nada y me dio la espalda. Al alejarse, una mano larga y delgada, curtida, acarició la ondulada cabellera castaña, salpicada de hebras blancas, que le cubría la nuca. Volvió a sonar el teléfono. Esta vez era Francis, para decirme que tendría que asegurar «la permanencia» hasta tarde. Como si no fuera ya costumbre (la disponibilidad era un requisito más). Se me salió un suspiro que hizo reír, a lo lejos, a una de mis compañeras de trabajo. El cansancio volvió a invadirme. Estaba hasta la coronilla de tanta guerra. Todos los días lo mismo. Gente asesinada, desaparecida, torturada, masacrada, desplazada; sangre, mucha sangre y cuerpos irreconocibles, descuartizados, mutilados. Ya de noche regresaron los tres. Al pasar por mi lado, Pierre se volvió para decirme que llamara a su esposa antes de entrar en la oficina de Francis.
—Dile que salgo de misión de madrugada. Que me prepare una maleta y que no olvide empacar las botas que me regaló en mi cumpleaños, las Kimberfeel —pasó de nuevo su mano por la nuca— van a ser muy útiles. Pierre tenía en la Institución la fama de ser virtuoso. Era la persona idónea para casi toda situación compleja, por no decir peligrosa.
Cuando volvieron a salir, Francis se despidió de Pierre con un saludo cariñoso para Annick, la esposa. Eran amigos desde cuando estaban en la secundaria. Según los rumores, la rivalidad entre ambos databa de esa época. Francis nunca aceptó que Pierre le ganara la partida casándose con la chica que le quitaba el sueño. Le recordó su encargo: unas cuatro cajas de caviar Imperial Persicus que podía comprar en la escala, en Baku. Según Francis, quien se vanagloriaba de sus artes culinarias, el caviar de esa región, al borde del mar Caspio, era el más exquisito. Pierre no lo miró y se dirigió a Marion, vestida con un traje clásico Chanel y un largo collar de perlas de fantasía, Cartier. Un susurro roncó resonó de pronto:
—Espero que la zona esté bien asegurada, como dices ¾esbozó una sonrisa forzada. Una arruga bajo sus labios tomó forma.
—Sí, Pierre —dijo Marion, con su típico tono de irritación.
[Zona segura: es una zona delimitada por las partes para proteger a los civiles, heridos y funcionarios internacionales. Debe encontrarse alejada de las áreas de combate y debidamente señalizada con los emblemas de los organismos que participen, previamente aceptados por todas las partes.]
Pierre desapareció en la penumbra del corredor, con un aire de preocupación que no le conocía. Francis y Marion cambiaron de tema y comenzaron a hablar de la sala multimedia que Francis quería hacer instalar al lado del «Acuario». Francis era un fanático de todo lo que tuviera que ver con el último grito en tecnología. Marion argumentaba que el presupuesto se estaba ajustando debido al retraso de algunos países con las cuotas. Muchos se mostraban reticentes a pagar. Exigían informes de gastos. Querían el dinero para las acciones de terreno, las intervenciones humanitarias. Francis le contó su charla de la mañana con el alto funcionario latinoamericano. Marion le respondió que no sólo era problema de los latinoamericanos, que ella tenía una discusión semejante con los flamencos. Bélgica era un país dividido y cada una de las partes se tiraba la pelota. No se sabía a cuál de las dos le correspondía solventar la deuda.
Durante los dos días siguientes, tuve que soportar la irritabilidad de Francis, que fue subiendo de tono. Había llegado la carta en español, corregida. Entré sin anunciarme; me sentía preocupada y temerosa. El servicio de traducción la devolvió con una breve nota: «“con nuestros cordiales saludos” es un galicismo. La expresión correcta en español es “cordialmente”. Sírvase transmitir cualquier tipo de comunicación oficial al servicio de traducción antes de ser enviada». Francis firmó con enojo. Se retiró las gafas diminutas que le colgaban de la punta de la nariz y levantó la cabeza, para decirme algo, pero su mirada se congeló frente a la pantalla del televisor. CNN transmitía en vivo desde Grozni un flash de última hora. Informaba que un grupo de trabajadores humanitarios fue acribillado en la madrugada. Las lágrimas brotaron de mis ojos y escurrían lentamente por mis mejillas. Sus cadáveres yacían en plena calle, en medio de un barrizal ensangrentado y la cámara enfocaba la suela de unas botas, en las que se alcanzaba a leer una marca: Kimberfeel.
Francis, sin emoción aparente —así me lo pareció—, descolgó el teléfono y preguntó por Marion. La respuesta debió de ser lacónica, porque colgó el auricular de inmediato.
Nadie será sometido a torturas ni a penas o tratos crueles, inhumanos o degradantes
(Declaración Universal de Derechos Humanos, artículo 5)
Ginebra – 1994