Juan Antonio Rosado Z.
José Ortega y Gasset llegó a afirmar que las figuras épicas corresponden a una «fauna desaparecida». Sin embargo, a lo largo del siglo XX y lo que va del XXI, en la literatura y el arte populares, parece que esta fauna ha resucitado y se ha multiplicado con creces y de formas cada vez más complejas y propositivas. Muchas de estas narraciones «épicas», en que se manifiesta y desarrolla la guerra o pugna entre dos o más bandos (por lo general, el «bien» y el «mal») resultan lineales, predecibles, con personajes unidimensionales y sin relieve. En tal sentido, el narrador y ensayista Ernesto Sabato escribió que en el fondo hay un solo dilema: escritores profundos y escritores superficiales. En una obra literaria, o hay lo uno o lo otro: o se indaga en la contradictoria y paradojal condición humana y se mueve a la reflexión, o se permanece en el exterior, en la planicie o en la fachada tanto de los personajes como de las situaciones narrativas. Por ello toda obra profunda es a la vez literatura comprometida.
En primera instancia, un título como Atlántida, con sus resonancias platónicas, puede hacernos titubear a los lectores exigentes y a los escritores que pretendemos hacer literatura profunda y multidimensional, pero tras acercarse sin prejuicios a esta novela, descubrimos un mundo simbólico, lleno de connotaciones, guiños de ojo, ascensos y descensos; en suma, profundidad. Y si consideramos lo que aconsejaba Miguel de Cervantes Saavedra: una buena obra debe divertir, pero también enseñar, es claro que Atlántida, de Gustavo Loa, hace las dos cosas: nos mantiene en tensión, genera intriga, hay acción, mucha acción sin llegar al efectismo: cada hecho, cada movimiento, cada maquinación se justifica y obedece a la misma lógica establecida por el autor y por la morfología misma del relato.
En esta novela, el personaje David es representante de tres bandas de música popular, pero en un momento dado tiene una revelación que no comprende. La no comprensión, la confusión se exacerba paulatinamente en los sueños, y la distancia entre realidad y mundo onírico se va cerrando y difuminando. En la narración llega a haber diálogos internos (personaje-personaje), mentales, en sueños y otras experiencias sui generis. Las letras cursivas y guiones largos son marcadores para diferenciarlos de los pensamientos individuales. Hay ideas propias del protagonista, como pensamientos espontáneos y alejados de su propia voluntad: una especie de voz interna que le dicta, y que el lector puede percibir a menudo como incómoda.
En la medida en que avanza, el lector se va dando cuenta de los artificios y marcadores textuales para distinguir las distintas voces, ya que en un inicio se nos presenta a David como un ser humano común y corriente, aunque «experto en el mundo del placer inmediato, de la riqueza inmediata». La novela maneja diversos planos narrativos y, como ya lo mencioné, uno de los más destacados es el onírico. El paso de realidad a sueño y viceversa es una de las características de buena parte de la llamada literatura fantástica. Esta obra de Gustavo no es la excepción: vigilia y sueño, claridad y penumbra discurren paralelos, como dos vías de interpretación de una misma y compleja realidad, llena de colorido y dinámicas descripciones. Hay realidades alternas, mundos y tiempos paralelos: «Las creencias alternativas habían derrotado a las afirmadas por la ciencia».
David es un personaje atormentado por los demonios de su pensamiento e ignora cómo sacarlos. De repente, sin saber por qué, se halla inmerso en circunstancias que se le escapan y lo sobrepasan (característica de la épica); se encuentra, pues, atrapado en una trama siniestra, en una situación límite de la que escapará para entrar en otra mucho peor. Son situaciones que conciernen a su propia especie: a la especie humana, contrapuesta a los seres reptilianos (excelente metáfora para pensar en ciertos seres humanos). Y en efecto, uno de los temas de la obra es la metamorfosis. Pero no todo es blanco y negro: hay un reptiliano rebelde llamado Gabriel, quien afirma:
¿cómo es posible que digas que una manzana es verde, cuando toda tu vida te dijeron que es roja? O ¿cómo es que los humanos ignoran (intuyendo la verdad) que no hay conexión directa entre el último homínido y el Homo Sapiens? No pueden ver más allá de su orgulloso intelecto, de su sobrevalorada razón. ¿Y sabes por qué? Es simple: porque los humanos crearon su mundo con una perspectiva muy limitada y todo aquello que no comprenden lo tachan de «pequeño hueco» en el conocimiento y lo echan a un lado, como si no les interesara, pero en realidad sienten impotencia por no ser capaces de explicar algunas cosas desde esta óptica. Y seguirán así por siempre.
Con un acusado influjo del cine de acción y de la literatura fantástica, el texto produce tensión de principio a fin, con breves, pero significativos lapsos de distensión. Lo anterior, aunado al ritmo ágil y fluido, y a ciertos toques de humorismo, hace que la intriga no se caiga.
En esta obra se asoma esa «fauna» épica a la que se refería Ortega y Gasset, pero no sólo hay una guerra exterior, en que la acción y la tensión resaltan en un primer plano: hay asimismo una guerra interior tan intensa como la otra. Una de las secuencias más penetrantes es la batalla interna de David contra el dios sacerdote del caos, y aquí profundizamos mucho más en el personaje y, por ende, en la condición humana. En las narraciones tradicionales, dicha secuencia podría equivaler al llamado «descenso a los infiernos», pero aquí el autor va mucho más allá, por las implicaciones sicológicas e incluso metafísicas que imprime con sutileza, sin abandonar la acción.
Como decía al principio de esta nota, la obra no es superficial pese a la intensidad del movimiento y el dramatismo. Aquí y allá, encontramos indagación, reflexión sin jamás caer en el soporífero e inverosímil «culturalismo» de ciertos autores (sobre todo, los imitadores de Borges o Carpentier). En esta obra, Gustavo Loa recupera la acción como característica sine qua non de toda narración, pero tampoco se pasma o se detiene en ella. Por tal razón hablaba de ascensos y descensos, pero ellos se manifiestan en el exterior y en el interior. Para demostrar lo anterior, baste la siguiente cita, con la que pongo fin a esta breve reseña:
¿Cuántos años tiene de vida el Universo? ¿Cinco mil millones? ¿Más? ¿Menos? ¿Cuántos años puede vivir un humano excepcional: cien, ciento cinco años? ¿Será verdad lo que dijo Nietzsche sobre la vida del hombre, sobre su historia completa, que define como el instante más falaz en la historia del Universo? ¿Cuánto puede valer la vida de alguien en comparación con la vida del Cosmos? Los dioses que te enviaron a observar el Límite lo saben. Intentan mostrarte que tu lucha en Atlántida es falaz, es vacua. Todos tienen que morir algún día y, cuando suceda, no durará demasiado su historia, que se perderá en el abismo del tiempo. El planeta Tierra se secará, será consumido por el Sol y no quedará rastro de que hubo vida. A nadie le importará.