Juan Antonio Rosado Z.
Por medio de la representación hacemos nuestras las cosas que no nos pertenecen, nos encontramos con lo otro, con la alteridad como exterioridad ajena. ¿Cómo se da la apropiación de una realidad que queremos o entendemos como algo lleno de símbolos? Reproducir nuestra percepción del mundo, reconstruir lo que nuestra mente y sentidos ya han reconstruido al interpretar el entorno, es representarlo, volverlo a presentar, aunque no igual, sino necesariamente con otra forma. El artista —sea religioso o profano— transforma en imágenes las obsesiones o fantasmas que lo persiguen a él o a toda una comunidad. Para elaborar una representación literaria, el escritor, a partir del lenguaje articulado, elabora una imagen sensorial o un concepto, describe cómo se comportan los objetos que imagina o percibe. Representar literariamente la vida es imitarla al percibirla o recordarla, pero imitar ya es una forma de interpretar y en toda mimesis hay poiesis (creación). Erich Auerbach, en su libro Mimesis, nos muestra un desfile de modos distintos de representar el mundo por medio de esa sucesión artificial de signos verbales —artificial en relación con la simultaneidad natural de las imágenes percibidas en la realidad—, sucesión que implica la palabra escrita. Michel Foucault, en Las palabras y las cosas, admite que el lenguaje analiza —separa— la representación y el pensamiento según un orden sucesivo, lineal.
Pero el arte no puede reducirse a la mímesis aristotélica. Roland Barthes califica a la representación como «figuración inflada» porque está cargada de múltiples sentidos. El artista no solo imita: al plasmar imágenes crea movimientos que nos hacen gozar del texto y se convierte en un pequeño demiurgo. Los dioses, los mitos colectivos, nuestra imagen del universo, no son sino figuraciones que nos extraen de la contingencia del entorno, pero también nos hacen volver a ella, aunque de otra manera, como le dice su prima Diotima a Ulrich en El hombre sin cualidades: «se afirma que el arte es una evasión recreativa de la realidad con el fin de volver a ella enriquecido». Mediante la imagen gráfica o la palabra que vive en la imaginación nos apropiamos de la exterioridad para interiorizarla y someterla a nuestra visión, a la vez que estamos sometidos por la visión del mundo enmarcada por los límites de nuestro lenguaje. Esa exterioridad puede ser también el mundo onírico o la propia experiencia vivida que, al ser plasmados, al ser representados, ya se convierten en exterioridad.
La expresión del Evangelio de San Juan, «En el principio era el Verbo» (el logos), coloca al lenguaje como centro y origen. Se trata del discurso, del discurrir de palabras y frases que nombran las realidades y al nombrarlas se las apropian. Dicha preocupación se ha manifestado desde la antigüedad y puede compararse con otros textos. En un antiguo himno sagrado de la India, la Palabra habla en primera persona y afirma (en traducción del sanscritista Juan Miguel de Mora): «entro en muchas imágenes, tengo muchas estancias», y «Yo he creado la contradicción entre los hombres. / He penetrado el cielo y la tierra. // Yo soy quien creó al Padre en la cúspide de este mundo» (Rig Veda, X, 125), lo que significa que la Palabra «hace visible» a la misma autoridad, a la mismísima divinidad. Sin la palabra no habría dioses. Esto nos recuerda al Génesis, donde el fiat es la palabra-orden de un Dios que habla para crear. El Verbo hace visible el mundo al encarnarlo en discurso, al nombrarlo y representarlo. La literatura fija el Verbo. El arte se apropia de la vida para representarla y de tal modo manifiesta el intelecto, el espíritu. Si nos vamos más lejos, el postulado principal de la teología del colegio sacerdotal de Menfis, en el Egipto antiguo, fue que el demiurgo Ptah creó el mundo «pensándolo con el corazón y expresándolo con la palabra» (citado por Franco Cimmino en su libro Vida cotidiana de los egipcios). El artista es como el demiurgo Ptah, pero con una diferencia: lo que creó Ptah es la realidad y ella, como tal, está hecha de elementos discontinuos: es una fuerza que nos desintegra, en la que morimos día con día. «Nos morimos todos sin cesar. El escaso tiempo que nos separa del vacío tiene la inconsistencia de un sueño» (Georges Bataille). Este incesante morir es —evoco a José Gorostiza— una muerte sin fin; en cambio, el lenguaje literario y toda representación detienen el devenir de la contingencia convirtiéndola en forma: el arte, la escritura es un modo de afirmar realidades inasibles, inquietas, cambiantes. Por ello no creo en ningún logocentrismo, sino en un humanismo de la alteridad, más allá de cualquier certeza absoluta, dado que el logos absoluto y con él el signo (incluso el signo lingüístico) surgen, como lo demuestra Derrida, en una época teológica; tienen raíces metafísico-teológicas que nos remiten al Verbo como absoluto: se opera la determinación y por tanto la significación trascendental del ser. Autores como Bataille o Juan García Ponce parten de la ausencia de centro, de la inexistencia de Dios o de la Razón omnipotente, del sinsentido de la vida —hecho que no asumen desde un espacio metafísico, sino, en el caso de García Ponce, desde el espacio estético—, y sustituyen ese centro por la asistematicidad sin centro del arte, de la literatura, donde interviene el logos, pero no como verdad, sino como engaño: un logos perverso en tanto que se desvía de la comodidad de las certezas. «La literatura miente y su alegría principal está hecha de la certeza de mentir» (Georges Bataille). Y en palabras de Jorge Cuesta (citadas por Inés Arredondo), «el arte es esencialmente el arte de mentir. Siempre es una representación, una imagen, una ficción. Y como se propone que lo que representa sea como la verdad misma, se propone engañar […] Sin engaño, sin mentira no hay arte». Hay ocasiones en que la dicotomía realidad-ficción llega a confundirse —como en Borges—, constituyendo una dialéctica, o a explicitarse —como en los antiguos dramas hindúes, donde el director aparece como personaje al inicio de la obra y dialoga con uno de los actores ante el público—. García Ponce reconoce que a la hora de escribir es lo mismo imaginar que vivir: «realidad y ficción son lo mismo a la hora de escribir o construir una realidad que poco importa si es verdadera. Lo único indispensable es que sea verosímil».
La palabra fija las apariencias. Esto tiene lógica si pensamos en que todo lo que las grandes religiones consideran sagrado se fundamenta en libros, mitos, ritos, leyendas, tradiciones o relatos: representaciones hechas con palabras, frases, oraciones, periodos sintácticos, discursos… La palabra puede apropiarse de una apariencia y convertirla en obra; puede atrapar un objeto al nombrarlo o encarnar lo desconocido, lo irrealizable o lo posible al invocarlo. Desde el punto de vista religioso, que tiene que ver con el vínculo, relación, enlace, conexión, contacto constante de un individuo o una comunidad con algo, la repetición de las mismas palabras de modo ritual, acompañada de gestos o actividades, implica la seguridad de estar allí, en conexión con ese algo a lo que se le rinde culto, con ese algo que se cultiva. La representación nos comunica con el mundo, y si disfraza la realidad es solo para que volvamos a ella. El arte —incluido el religioso o las llamadas escrituras sagradas—, independiente de la vida, nos aleja de ella, nos transporta, pero al mismo tiempo se alimenta de las contradicciones de la existencia y así nos acerca a su azar, a su impureza, aun cuando a veces defienda o haga propaganda de una certeza pretendidamente absoluta.
Pero la relación entre arte y realidad no es nunca directa, sino que se halla mediatizada por mecanismos ilusorios, por más referentes sociales o históricos que contenga. Nuestro filtro para interpretar la realidad es una imagen del mundo que nos ofrece la cultura y, en consecuencia, la realidad nunca es la misma. La realidad sumeria no fue la misma que la de los brahmanes, ni ella la misma que la de los medievales de Provenza en el siglo XII. La ilusión realista pretende representar una realidad lo más objetivamente posible, sin incluir elementos fantásticos, sobrenaturales, futuristas o de un carácter muy imaginativo; sin embargo, en la antigüedad, y aun hoy, los mitos, la mitología en general, las llamadas supersticiones o creencias religiosas pueden ser tan reales para determinada gente como lo es tocar una mesa y sentir su realidad en el espacio y en el tiempo. Alejo Carpentier llamó Lo real maravilloso a este fenómeno de fe colectiva, de milagros en los que toda una comunidad cree, y si bien en esta expresión hace una crítica, por un lado, contra los surrealistas al adjetivar su concepto de merveilleux con la palabra «real», y por otro, una crítica a los realistas al adjetivar lo real con «maravilloso» —doble sustantivación y doble adjetivación gracias al artículo neutro «lo», capaz de sustantivar cualquier adjetivo—, en realidad lo real maravilloso siempre ha existido: ahí están las Metamorfosis de Ovidio, los Milagros de nuestra señora de Gonzalo de Berceo, y un innumerable etcétera a lo largo de la literatura universal, religiosa o no. Y aquí me refiero a lo que un artista toma de los mitos o de la fe colectiva, pues ya sabemos que un escritor también es capaz de generar mitos, como lo ha hecho la ciencia y otros discursos de la cultura.
El arte, sin importar cuál, es tan engañoso como la misma realidad, con la diferencia de que la realidad es contingente, carente de límites conocidos y azarosa, mientras que el arte integra y fija con límites y estructuras esas discontinuidades, esa realidad en la representación. Si no fuera así, no se seguirían ya practicando o representando —mediante rituales— antiquísimas religiones que siguen aún interpretando nuestro universo. En cierto sentido, toda religión, toda ciencia, toda obra literaria, toda representación que nos hacemos de lo que nos rodea, toda visión, no son sino utopías, no-lugares donde asumimos como verdades lo que creemos que lo son. Incluso la ciencia especula, cambia de parecer, confirma y refuta, rechaza y vuelve a confirmar. ¿Hasta dónde querrá llegar mediante su racionalidad a veces compulsiva? Ya ha modificado el entorno y el planeta entero. ¿De verdad cree que descubrirá el origen y el fin certeros de todo?
Mientras haya imaginación, habrá transformación y constantes pretensiones de plus ultra. Se acabó el universo cerrado de la antigüedad para dar libre camino a las teorías, a las conjeturas, especulaciones, investigaciones, pero todas teñidas por el diálogo realidad-ficción. La exactitud de los números, de las medidas y observaciones se combina con la imaginación de lo que puede o no puede ser a partir de esos números, medidas y observaciones. Entonces se plantean hipótesis a partir de teorías o teorías a partir de hipótesis. El Big Bang no es ni siquiera una teoría. Es una simple hipótesis, una afirmación no comprobada y que no ha podido comprobarse aún, por más que lo pretendan los «nuevos descubrimientos». ¿Y si el universo siempre ha estado y siempre estará allí, como sostienen los jainas desde el siglo VI antes de nuestra era? Más bien yo pienso esto: el universo siempre ha estado y siempre estará, aunque cambie de forma. Pueden destruirse galaxias enteras, pueden morir y nacer estrellas y sistemas planetarios, una y otra vez durante miles de millones de milenios, ¿y eso significa que hubo un Big Bang? ¡Por supuesto que no! El universo puede sufrir todos los cambios y siempre estar allí. A mi juicio, la hipótesis del Big Bang no hace otra cosa que sustituir, desde el ámbito científico o pseudocientífico, al dios creador. En otras palabras, tiene una base teológica. Hay una necesidad casi atávica por parte del ser occidental de que todo debe tener por necesidad un comienzo y un fin. ¿Y si no es así? Entonces la ciencia, al igual que cualquier otra representación del mundo, también puede suscitar representaciones de representaciones, y hacer derivar una de la otra, y defender, atacar o reciclar posturas. No digo que la ciencia no haya comprobado la existencia de partículas elementales. Ha comprobado cientos y cientos de cosas, pero ¿cuál es el fondo de todo eso?, ¿dónde está la representación de la que se deriva el resto de las interpretaciones, o la que las deriva? ¿Hay una síntesis certera? ¿Y si resulta imposible descubrirla? Entonces puede imaginársela, ya sea con hipótesis o con teorías. Allí se tocan —también en la ciencia— realidad y ficción. Si no se la imagina, el movimiento y la representación de otra representación seguirán ad infinitum, y si se la imagina, tampoco hay certeza absoluta. En la ambigüedad y polisemia se cifran aún los grandes enigmas.