Jaime Magdaleno
Las metáforas de la crítica, de Evodio Escalante, debió de ser uno de los libros preferidos de José Agustín, no sólo porque en él se realiza una revaloración positiva y entusiasta de la obra de Agustín y de sus «compañeros de ruta», sino porque Escalante logra precisar el origen de una de las recepciones más adversas y hostiles al movimiento de la Onda, surgida de la ideología marxista que profesó Carlos Monsiváis.
En el ensayo «La revolución literaria de José Agustín», Escalante hace un llamado a reconocer que «Todos le debemos algo a la literatura de la Onda» (Escalante, 1998: 97), dado que fue capaz de cambiar radicalmente nuestros «hábitos de lectura e incluso la idea misma de lo que es literatura» (Escalante, 1998: 91), por lo que no duda en calificarla como «el aporte más significativo dentro del último tercio del siglo XX» (Escalante, 1998: 91), cuya «revolución estética» sólo es comparable con «la que suscitó Mariano Azuela con la publicación de Los de abajo» (Escalante, 1998: 91).
A decir de Escalante, son tres los aportes fundamentales de José Agustín que subyacen bajo esta revolución: «Una nueva política del lenguaje», que se basó en la «transposición» del lenguaje juvenil, sin ningún prestigio social y mucho menos libresco, al ámbito cultural y literario; lenguaje que, además, era el único posible para comunicar la visión de mundo de los jóvenes; «Una sintonía con el arte de nuestro tiempo», que se refleja en una nueva «transposición», ahora del rock como vehículo de expresión de insatisfacciones y protestas contra el sistema; y, «Una nueva velocidad narrativa», surgida a partir del vehículo de comunicación del rock como potencia y energía, como ritmo en ocasiones frenético que alcanza la narración agustiniana. En el transcurso de su argumentación, Escalante encuentra un cuarto aporte: el lenguaje de José Agustín tiene como sustrato el habla popular: «el habla acá, un habla vernácula y des-escolarizada, des-afanada, el habla del aliviane de un grueso sector de la población» (Escalante, 1998: 95), que muestra sus giros y sus marcas por medio del albur: dialéctica hípersexualizada cuya disputa enlaza a sus protagonistas.
Tal vez esta referencia a lo popular fue lo que llevó a Juan Villoro a considerar, en el «Prólogo» que escribió para la antología personal de Agustín publicada por la UNAM, que el «aliado natural de José Agustín para abrir un diálogo entre su obra renovadora y la ‘alta cultura’ parecía Carlos Monsiváis. Sin embargo, el mayor intérprete de nuestra cultura popular pasó por alto las novelas de Agustín y escribió un severo dictamen de la contracultura juvenil y sus ingenuas intenciones de cambiar el mundo a través del rock y el LSD: ‘La muerte de la Onda’» (Villoro, 1999: 9). ¿A qué se debió este desencuentro?
En «La disimulación y lo posnacional en Carlos Monsiváis», Evodio Escalante ofrece como respuesta la filiación marxista del Carlos Monsiváis de los años sesenta y setenta: «Creo que este desencuentro se debió, paradójicamente, a que Monsiváis había asumido una vanguardia superior, la marxista, frente a la cual las actitudes de los jipis y los onderos tenían que sonar a típico producto enajenado del imperialismo» (Escalante, 1998: 77). Desde esa trinchera ideológica, Monsiváis se convirtió en el «denostador sistemático del movimiento de la Onda» (Escalante, 1998: 77), como puede observarse en las transcripciones que realiza Escalante de algunos de los disensos/excesos de Carlos Monsiváis en «La naturaleza de la Onda»: «La Onda se desprende de la nunca adquirida formación cartesiana para hallar en la irracionalidad la sistematización del universo» (Citado por Escalante, 1998: 80) O «[…] la contracultura como posibilidad o incluso como membrete será para la Onda un descubrimiento póstumo» (Citado por Escalante, 1998: 81). Al negarles la capacidad de raciocinio y la posibilidad de reivindicarse desde su adscripción a un movimiento contracultural, Monsiváis ubica a los integrantes de la Onda en los ámbitos de lo irreflexivo y el vil remedo.
Así pues, la animadversión de la «alta cultura» contra el movimiento de la Onda puede rastrearse hasta estos disensos-extremos de Carlos Monsiváis. ¿Acaso la hostilidad de Monsiváis se tradujo en algo más que disensos textuales? Evodio Escalante advierte cómo la saña de Monsiváis, en Amor Perdido, «adquiere los tintes de una auténtica cruzada en contra del movimiento de la onda» (Escalante, 1998: 80) ¿Es posible que esta «cruzada» se convirtiera, no sólo en una crítica adversa, sino que se tradujera en cercos, muros o vetos dentro del circuito literario?
Rogelio Villarreal advirtió en «El lado oscuro del buen Monsi», texto de 1999, sobre «ciertas formas de manipulación y de censura» practicadas por Carlos Monsiváis, ofreciendo como ejemplo y respaldo a sus afirmaciones diversas anécdotas del medio cultural mexicano, así como los dichos de personajes como Manuel Aceves, exdirector de la mítica revista Piedra Rodante, para quien «las opiniones de Monsiváis en torno al rock y la contracultura de los años sesenta orientaron de alguna manera el criterio represor que asumiría la Procuraduría General de la República bajo el gobierno del infausto Gustavo Díaz Ordaz» (Villarreal, 1999: web). Villarreal también cuenta cómo él mismo padeció, junto con Guillermo Fadanelli, los sinsabores de no ser santo de la devoción de Monsiváis, quien los excluyó de uno de los Festivales del Centro Histórico pues, ungido como «Comité de Selección», se apropió del derecho de poner «palomitas y taches a la extensa lista de sugerencias» (Villarreal, 1999: web). En este orden penosamente dictatorial, no es descabellado pensar que la «cruzada» monsivaíta «tachara» (ninguneando, vetando, marginando) la obra y la figura de los «onderos». Y si bien en la antología Lo fugitivo permanece. 21 cuentos mexicanos, José Agustín se salva del veto, pues Monsiváis recoge su cuento «Luto», y lo presenta junto con obras de la relevancia de «El prodigioso miligramo», de Juan José Arreola; «La culpa es de los tlaxcaltecas», de Elena Garro; «La muerte tiene permiso», de Edmundo Valadés o «Dios en la tierra», de José Revueltas, no deja de padecer el ninguneo como escritor, dado que es presentado por Monsiváis como un «narrador instintivo» (o sea, que sigue sus instintos antes que el manejo reflexivo de sus recursos narrativos) y «virulento» (que, según el DRAE, significa: «Ponzoñoso, maligno, ocasionado por un virus, o que participa de la naturaleza de este». Por lo tanto, si Agustín es un autor «virulento», significa que padece o está invadido por un «virus» que lo impulsa a actuar —escribir— de una forma impulsiva, con lo que de nueva cuenta se le niega el dominio de sus recursos como escritor).
Si Monsiváis había iniciado su crítica acerba en contra de la Onda en Días de guardar, de 1970, Margo Glantz retoma la embestida en 1971, e inspirada en Gombrowickz, en Octavio Paz y su ensayo «El pachuco y otros extremos», así como en el propio Carlos Monsiváis, acuña el término «literatura de la Onda» para caracterizar a José Agustín, Gustavo Sáinz, Parménides García Saldaña, et. al., bajo los parámetros de una literatura que no es creación ni estilo ni «escritura», sino «el advenimiento de un nuevo tipo de realismo en el que el lenguaje popular de la ciudad de México, ese lenguaje soez del albur tantas veces mencionado, al que los jóvenes tienen acceso en las escuelas, a través sketches cómicos de carpas, y hasta de la televisión, ingresa en la literatura directamente» (Glantz, 1994: 227). Según Margo Glantz, aunque Carlos Fuentes también hace uso del albur, su empleo parte de la intención de «integrar un mosaico de expresiones diferentes dentro de novelas como La región más transparente o Cambio de piel« (Glantz, 1994, 224); además de que le permite «definir una cultura, crear un mito, reinventarlo o explicarlo» (Glantz, 1994: 224). En cambio, en la «literatura de la onda» el empleo del albur se regodea en sí mismo; no existe la intención de crear una polifonía a partir de él ni de reflexionar sobre una visión de mundo, sino que: «se pasa a integrar el mundo desde el centro mismo de ese albur vuelto lenguaje narrativo; y no hay planos distintos de narración en donde las expresiones particulares de cada clase o las del escritor intervengan para situarnos, porque la Onda se determina por la dinámica y gritona y sin respiro que origina y envuelve el lenguaje de los jóvenes, desarrollando un nuevo tipo de realismo que apela a los sentidos antes que a la razón» (Glantz, 1994: 224).
Irracionales, gritones sentimentales, soeces, albureros sin sentido ni educación: así ve Margo Glantz a José Agustín y compañía. De ello hablamos cuando reproducimos el rótulo «literatura de la onda», razón por la cual Agustín lo rechazó tajantemente desde siempre y refutó, cada que pudo, la caracterización hecha por Glantz. Al respecto, Marco Antonio Campos comparte esta anécdota: «Recuerdo también un viaje a Bélgica en noviembre de 1993, que hicimos un grupo de escritores al encuentro de Europalia […] Íbamos, si mal no recuerdo, Juan José Arreola, Eraclio Zepeda, Margo Glantz, Sergio Pitol, Carlos Monsiváis, Ulalume González de León, Homero Aridjis, Alberto Ruy Sánchez, Juan Villoro, José Agustín y yo. Llegaron por su lado Carlos Fuentes y Octavio Paz […] Recuerdo que una noche, en una cena que nos brindaron los organizadores donde nadie estaba del todo sobrio, quise encender con doble filo el fuego de una discusión entre Margo Glantz y José Agustín sobre el término de la Onda, pero Margo se negó a hablar, y Agustín, sonriente, expuso sus diferencias» (Campos, 2010: web). Como sea, el término corrió con suerte y hasta la fecha, tanto detractores como entusiastas emplean la etiqueta «literatura de la onda» para referirse al trabajo de José Agustín, Sáinz, García Saldaña, et., al.
El corte hecho por Margo Glantz (y antes, por Monsiváis) caló hondo y por ello, Heriberto Yépez señala en su texto «Sobre la crítica a José Agustín»: «Desde que Margo Glantz acuñó el mote «literatura de la Onda», que ha servido para encasillar con un término simplista y pintoresco a una escritura compleja, la obra de José Agustín ha recibido toda clase de críticas mamilas. Con pocos escritores se han ensañado más que con José Agustín, una de las escrituras paradigmáticas de la literatura mexicana» (Yépez, 2001: 155). Esta saña se observa, de acuerdo con Yépez, en críticos «frecuentemente confiables como el ya ofendido Adolfo Castañón o Margo Glantz (o Rambo Glantz, como le dice de cariño J. A.)» (Yépez, 2001: 157), por lo que, continúa Yépez, «tengo la impresión de que muchas de las críticas que le han banderilleado a su obra tienen más que ver con las intrigas del medio cultural mexicano que con verdaderos criterios de gusto o inteligencia» (Yépez, 2001, 158). En concreto, Yépez le reclama a Castañón sentencias como esta: «Un contacto que José Agustín logra, pero nunca sabremos si valió la pena que lograra: el admirable aparato técnico y estilístico sólo sirve al narrador para poner al lector en relación con drop-outs y seres yertos que se insultan continuamente, se regañan y hacen disquisiciones antes de perderse en la locura o de alcanzar la revelación» (Citado por Yépez, 2001: 156). De acuerdo con Yépez, si siguiéramos el dictum de Castañón: «tendríamos que descalificar sumariamente a Henry Miller o Sartre, por ejemplo, cuya obra hospeda a tipejos, degenerados, nihilistas y demás seres yertos. La sentencia de Adolfo Hitler Castañón recuerda a la de uno de los dictaminadores de Viking Press que rechazó On the Road de Kerouac debido a que contactaba al lector con seres despreciables y viciosos» (Yépez, 2001, 157). Más recientemente, en el texto titulado «José Agustín: un secreto a voces entre generaciones», de 2021, publicado en el sitio web de Literal. Latin American Voices, Castañón ubica la literatura agustiniana como parte de una leyenda de/para mariguanos («Agustín, para resumir, es un autor que se encuentra, por así decir, sepultado en los equívocos didácticos de una leyenda que en su momento causó cierto escándalo por la inclinación de sus personajes al consumo de la canabis sativa. ¿Sería abusivo decir que Agustín dejó de ser un autor de culto a partir del inicio de la lucha por la legalización de la marihuana?»), así como de un método al que podían recurrir atribulados padres de familia que quisieran «espiar» a sus adolescentes malhablados («Gracias a las letras de José Agustín los adultos pudieron asomarse a los antros lingüísticos habitados por sus hijos y nietos. La literatura de la Onda no sólo funcionaba como un mecanismo de expresión, sino también, podría decirse, como un recurso de espionaje intergeneracional»).
Otro crítico «banderilleado» por Yépez es Christopher Domínguez Michael, quien «quiso descalificar el primer volumen de Tragicomedia mexicana, pretextando una supuesta banalidad del tono, poco polemismo y autocrítica y mera nostalgia sesentaiochera. En su ya célebre reseña Domínguez exuda aristocracia y su lectura poco intrépida del primer tomo de esta trilogía que, leída varios años después, es un registro hecho de bromas pero también de denuncias. ‘Obra que cuenta sin polemizar’, dice Domínguez, que seguramente estaba leyendo otro libro, pues pocas obras hay más polémicas que Tragicomedia mexicana, que, al contrario de Rocky y Terminator, mejora con cada secuela y está escrita, como revela el propio Agustín, ‘desde un punto de vista contracultural’» (Yépez, 2001, 162). A pesar del severo juicio de Yépez, encontramos en Domínguez Michael una recepción crítica ambivalente de la obra de José Agustín, pues si bien reconoce en Se está haciendo tarde (final en laguna), una «gran novela» y una «obra maestra» con la que José Agustín «clausura» brillantemente todo un «ciclo de fabulación del tiempo», no deja de advertir que «Esa oportuna clausura también fue, lamentablemente, la del propio narrador como autor original y vigoroso» (Domínguez Michael, 1996: 76). En ese orden, Domínguez Michael comparte un juicio de Evodio Escalante, expuesto en La intervención literaria, de 1988: «El problema es que José Agustín insiste en ser el adolescente simpático e irreverente de otra época. Se ha quedado estancado […] Mucho me temo que la década de los ochenta es una década extraña e incomprensible para José Agustín. Ya no sabe —o no puede leer— comprender estos tiempos» (Citado por Domínguez Michael, 1996: 76).
De cualquier forma, el ajuste de cuentas realizado por Yépez tiene como finalidad demostrar que, tanto la calidad de la obra de José Agustín, como la «cruzada» montada en su contra, son: «un caso único en la literatura mexicana. Los ataques y avioncitos que se le improvisan a su obra son producto del elitismo de nuestras sectas de eructos aristócratas, son reflejo del gran menosprecio hacia todas las manifestaciones de la contracultura, del habla callejera, de la vida heterodoxa y del intelectual antiacadémico. Lo que no le perdonan a José Agustín es que sus libros sean populares, accesibles para las «masas» que esas sectas desprecian, que se vendan sin que el autor tenga que venderse, que sean divertidos y que finalmente estén bien escritos. No le perdonan que sea un buen cuentista, un comentarista incisivo de la realidad y que su obra se abra hacia distintos géneros y etapas, convirtiéndolo en un autor difícil de encasillar y aun de medir en su totalidad, es decir, en su pluralidad» (Yépez, 2001: 162).
Juan Villoro, en el «Prólogo» ya mencionado, ahonda en la «estrategia del ninguneo» a la obra de José Agustín en los siguientes términos: «Estos prejuicios también influyen en la recepción de la obra. La lectura entusiasta de José Agustín suele ser descartada como un asunto de militancia. En el rutinario ajedrez de nuestra cultura, no se concibe que se le admire sin comulgar con su estética. Así, la estrategia del ninguneo abarca tanto al texto como a sus comentaristas elogiosos (etiquetados como feligreses o epígonos «joseagustinescos»)» (Villoro, 1999: 10).
Feligreses, epígonos o «emotivos cómplices», según el siguiente veredicto de Adolfo Castañón: «José Agustín es un guía pobre y un escritor [al que] Se le lee por razones francamente emotivas […] La complicidad, el deseo de vernos reconocidos en cierto lenguaje y de compartir ciertas confusiones fundamentales con sus personajes nos apuran a leerlo. José Agustín es algo más y algo menos que un escritor: el ágil, afectuoso taquígrafo de nuestra lengua doméstica» (Castañón, 2002: 48). Sin mencionar a Castañón, Villoro ridiculiza la pretensión de ver en José Agustín a un «afectuoso taquígrafo»: «Pensar que su rico tapiz lingüístico no es sino una diestra taquigrafía, equivale a suponer que Rulfo se limitó a grabar las voces en los Altos de Jalisco» (Villoro, 1999: 13). En la misma línea, Yépez deconstruye la puntada del «afectuoso taquígrafo»: «[Castañón] olvida que el lenguaje de un texto como «Cuál es la onda» no es tanto una taquigrafía como una quitagrafía, pues uno de sus atributos es ser —para utilizar un término de Cortázar— una desescritura, donde incluso se pretende desescribir a Cortázar» (Yépez, 2001: 157); adicionalmente, presentar la escritura de Agustín como «taquigrafía»: «es un pecado de ingenuidad: Castañón cree que alguna vez existieron individuos que hablaban exactamente como los personajes de José Agustín (esta candidez recuerda a la del periodista gringo que vino a México a buscar a los inditos a los que Rulfo les había transcrito su forma tan padre de hablar). Ni taquigrafía ni estilo: corriente. La narrativa de José Agustín está redactada con corrientes de lenguaje» (Yépez, 2001: 157). Nótese cómo los argumentos van y vienen, a veces interpelándose directamente —Yépez vs Castañón—; otras, «hablándole a Juan para que escuche Pedro» —Villoro vs Castañón—; a veces empleando los mismos ejemplos —Rulfo— y/o apelando a la misma anécdota —la búsqueda de las «voces» (Villoro), o de los «inditos» (Yépez), de los Altos de Jalisco, a los que «transcribió» Rulfo.
Villoro-Yépez: a decir de Evodio Escalante, «las inteligencias literarias más poderosas con las que cuenta actualmente el país» (Citado por Díaz Alanís, 2019: 186), reivindicando a José Agustín, no como feligreses o epígonos o emotivos cómplices, sino como críticos literarios que refutan los juicios construidos por otros críticos en torno a la obra de Agustín, y al hacerlo, ofrecen una descripción de sus exploraciones narrativas, sus hallazgos literarios, los alcances de su prosa, la relevancia de su obra. Leer los textos de Yépez y de Villoro me impulsó, en 2016, a realizar un apunte reivindicativo del mismo Agustín, el cual me parecía urgente para contribuir en la revaloración de la obra agustiniana, pues consideraba que no ocupaba el lugar que merece como «una de las escrituras paradigmáticas de la literatura mexicana», en palabras de Yépez. No obstante (y felizmente), de entonces a la fecha no han dejado de multiplicarse los juicios, las críticas, las opiniones, los anecdotarios, las semblanzas, los comentarios, las entrevistas, los artículos, los programas de televisión, los videos, los coloquios, las mesas redondas, las revistas y los libros, en México y en el extranjero, reivindicando la figura de José Agustín, permitiendo con ello que el Rey se acerque, por fin, a su templo. Este proceso canónico se ha profundizado a la muerte de José Agustín, por lo que cabe esperar que su colocación como figura fundamental de la literatura mexicana del siglo XX continúe acentuándose. Tal canonización le servirá menos a José Agustín que a una parte de la crítica literaria, que con ello podrá lavarse la cara, pues de lectores José Agustín ha gozado, desde siempre y de sobra; algunos de los cuales han sido y son figuras relevantes de la literatura mexicana, como los ya mencionados Villoro o Yépez, pero también Elena Poniatowska, Guillermo Fadanelli, Enrique Serna, Hernán Lara Zavala, Elsa Cross, Fernanda Melchor, Julián Herbert, J. M. Servín, et., al; et., al; et., al.
REFERENCIAS
Campos, Marco Antonio (2010). «José Agustín», en Archipielago. Revista Cultural De Nuestra América, 14(51). Recuperado a partir de https://www.revistas.unam.mx/index.php/archipielago/article/view/20290
Castañón, Adolfo (2021). «José Agustín: un secreto a voces entre generaciones», en Literal. Latin American Voices. Recuperado a partir de: https://literalmagazine.com/jose-agustin-un-secreto-a-voces-entre-generaciones/
Castañón, Adolfo (2003). Arbitrario de literatura mexicana. Paseos I. México, Lectorum.
Díaz Alanís, Isabel (2019). «Evangelistas, burócratas y escritores: Heriberto Yépez, Juan Villoro y la construcción de una retórica intelectual», en Literaturas de México (1990-2018). Poéticas e intervenciones. México, UNAM.
Domínguez Michael, Christopher (1996). Antología de la narrativa mexicana del siglo XX. México, FCE.
Escalante, Evodio (1998). Las metáforas de la crítica. México, Editorial Joaquín Mortiz.
Glantz, Margo (1994). Esguince de cintura. México, Consejo Nacional para la Cultura y las Artes.
Monsiváis, Carlos (1984). Lo fugitivo permanece. 21 cuentos mexicanos. México, Aeroméxico.
Villarreal, Rogelio (1999). «El lado oscuro del buen Monsi. Retrato en blanco y negro», en Replicante. Periodismo digital/Cultura crítica. Recuperado a partir de: https://revistareplicante.com/el-lado-oscuro-del-buen-monsi/
Villoro, Juan (1999). «Prólogo», en Cómo se llama la obra, de José Agustín. México, UNAM.
Yépez, Heriberto (2001). Ensayos para un desconcierto y alguna crítica ficción. México, Consejo Nacional para la Cultura y las Artes/Instituto de Cultura de Baja California.
Qué acertado ensayo; pertinente y chingón (en honor a José Agustin). Me encantó el sumario de detractores y defensores, la lista final de admiradores. Y me dieron ganas de releer la narrativa de Agustin para repensarla. Felicidades al autor del artículo por contagiarnos su pasión.