Carlos López
Cuando se reunían los primeros recolectores y cazadores del mundo al finalizar el día y alguien contaba lo que le había pasado durante la jornada, quienes lo oían sentían envidia por su astucia verbal o por las cosas que sólo a él le sucedían. Entonces empezaron a murmurar y a echar habladas: que era un mentiroso; que lo que contaba sólo estaba en su imaginación; que todos eran capaces de contar las mentiras que él relataba, pero que no lo hacían porque tenían pudor, no como él, que era puro cuento.
La gente es bien novelera, le encantan las historias, el chisme, el argüende. Por eso nunca morirá la literatura, porque se puede estar acabando el mundo, pero no las historias que se crearán alrededor del fin y que hallará impresas el ser renacido en algún lugar o que inventará de nuevo, pues ése es el papel de la gente, inventar.
La actividad humana de echar veneno se da en todos los frentes sin piedad. Por lo general, los escritores hablan de la vida de sus pares, no siempre de su trabajo literario. No se discrimina el género a la hora de los insultos. La crítica mordaz de los autores adquiere relevancia por quién, cómo y sobre quién la enuncia, a veces de manera procaz; otras, sarcástica, humorística. Ninguna creación anónima ha sido criticada hasta ahora con la vehemencia con que se destazan los libros firmados con un nombre; tampoco las obras menores. Pareciera que la forma de saber si un libro vale la pena es el número de envidiosos que atacan a su autor y que la obra pasa a un segundo plano, aunque es el origen del encono.
La mayoría de las veces, las críticas ácidas se realizan desde la penumbra, en pequeños círculos. Pero no se escriben. Entre los literatos se elogian unos a otros en los medios y en mesas redondas. Nadie tiene el valor de manifestar de frente su verdadero sentir sobre la obra de un autor. Los elogios mutuos tienen que ver con los favores recíprocos que entre ellos se harán a la hora de premiarse, de becarse, de dictaminar obra para publicar en una editorial. También tiene que ver con fervores sexuales.
Detrás de los ataques entre escritores hay ambiciones, ansias de inmortalidad. Lo que mueve a las lenguas viperinas es la inquina y casi siempre el descalificado es mejor que el que descalifica, por eso éste lo hace con furia, producto de su mala leche, de su antipatía egocéntrica, de la lucha ideológica, de la posición política. La frustración, la magra economía o el riesgo de perder algunas monedas, las becas, las manutenciones estatales, los premios, los aplausos, la impotencia creativa, el poder, el autoendiosamiento, la arrogancia, entre otras, son causas de vituperio. Lo extraliterario se impone sobre la calidad del trabajo del criticado; hay ausencia de análisis literario, de lectura desapasionada, objetiva —hasta donde sea posible esto—; existe, al contrario, interpretación tendenciosa; no hay asomo de imparcialidad, de búsqueda estética, de disfrutar la lectura. Si la escritura no es capaz de realizarse sin tintes políticos o sin un posicionamiento ideológico ante el mundo, la lectura menos. Ésta está tamizada por múltiples condicionamientos que a la larga devienen en una toma de conciencia, en una crítica no sólo de cuestiones formales.
Honoré de Balzac, al denunciar el mundo soez de la literatura y retratar el poder literario de las camarillas literarias de París, concluyó, en las Ilusiones perdidas, que «no hay gran diferencia entre el mundo político y el mundo literario. En ambos mundos sólo encontrarás dos clases de hombres: los corruptores y los corrompidos».
Pocos escritores ejercieron la autocrítica. Por ejemplo, Mark Twain dijo de sí: «Debo tener una capacidad mental prodigiosa… por eso a veces tardo hasta una semana en ponerle orden». Antón Chejov: «He completado una obra de teatro. Se llama La gaviota. No creo que nunca llegue a tener mucho sentido. En general, no soy muy buen dramaturgo»; sobre Las luces, dijo que era «tan aburrido como el agua de una zanja; está tan lleno de filosofías pretenciosas que es repugnante… Estoy leyendo lo que he escrito y es nauseabundo, ¡simplemente repugnante! […] No estoy contento con mi éxito… lástima que se hayan escrito tantas tonterías y que tantas buenas obras queden como si fueran mera basura literaria». En el estreno de Mr. H, que fue un fracaso, Charles Lamb se unió a los descontentos que le chiflaron. John Grisham dijo de sí: «No puedo convertirme durante la noche en un autor serio. No puedes comparar manzanas con naranjas. William Faulkner fue un gran genio literario. Yo no». Vladimir Nabokov: «Lolita es famosa, no yo. Yo soy un novelista oscuro, muy oscuro, y con un nombre impronunciable». León Tolstói sobre La guerra y la paz: «Me resulta repugnante. Es un sentimiento semejante al que experimenta una persona cuando ve las huellas de una orgía en la que participó»; sobre Ana Karenina: «Ahora me voy a poner a la aburrida y trivial Ana Karenina y le ruego a Dios que me conceda la fuerza que necesito para sacármela de encima lo más rápidamente posible». Stephen King le puso otro ingrediente a su humor negro: «Soy el equivalente literario a un Big Mac con patatas fritas». Ray Bradbury: «Un montón conglomerado de basura, eso es lo que soy». eta Hoffmann afirmó en el ocaso de su vida que lo que había escrito «estaba hecho con el culo». Borges: «Cada vez que leo algo que han escrito contra mí, no sólo comparto el sentimiento sino que pienso que yo mismo podría hacer mucho mejor el trabajo. Quizá debería aconsejar a los aspirantes a enemigos que me envíen sus críticas de antemano, con la seguridad de que recibirán toda mi ayuda y mi apoyo. Hasta he deseado secretamente escribir, con seudónimo, una larga invectiva contra mí mismo. […] Cuando yo era joven creía que los autores eran tan sonsos como se mostraban en sus libros; son sonsos cuando escriben, porque escriben».
Lo que escribe mi estimado Carlos López le dará urticaria a muchos. Ojalá que tengan ellos la valentía de reconocerse en estas letras ácidas, puntuales y ciertas.