Rossana Herrera

Mi actitud y disposición hacia la lectura cambió drásticamente a partir de que tuve mi primer teléfono inteligente. En mi adolescencia y años universitarios, antes de que llegaran los teléfonos inteligentes a mi vida, devoraba cada libro que llegaba a mis manos; podía pasar horas en mi cama, en un sillón o en la banca de algún parque, inmersa en la lectura que me tuviera entusiasmada. Llegaba corriendo a mi casa o dormitorio, buscando la última página leída el día anterior para sumergirme de nuevo en ese fascinante mundo, que no era el de mi cotidianidad. En ocasiones, amanecía con mi libro aún en las manos.

No es ninguna sorpresa que amara tanto los libros. Desde pequeña estuve rodeada de ellos. En casa, mi madre se aseguró de que tuviéramos una gran cantidad de libros y enciclopedias que mis hermanos y yo podíamos consultar a libre demanda. Todas las noches, ella nos leía, aunque fuera un poco; ella misma nos ponía el ejemplo: tenía siempre algún libro en su buró. Mi abuelo fue un ávido lector, enamorado de la historia, la música, la filosofía y el conocimiento en general. No era raro llegar a su casa para las comidas familiares, y encontrarlo completamente absorto con un libro entre las manos.

Sin embargo, aun el más comprometido lector corre un gran riesgo en estos tiempos que vivimos. Desde que empecé a usar teléfonos inteligentes, alrededor de 2008, he notado cómo mi capacidad de concentración ha disminuido de forma notable. Me doy cuenta de que, al empezar a tener acceso fácil a Internet, a juegos distractores y redes sociales, el tiempo que le dedico a la lectura es cada vez menor. A los pocos minutos de haber empezado a leer, me siento inquieta y mi mente divaga por cualquier sitio. Sin necesidad de consultar estudios y estadísticas, que seguro existen y comprueban lo que digo, la mera observación de nuestro entorno permite ver cómo los teléfonos «inteligentes» tienen a las personas en un estado de enajenación total. Los estímulos constantes y la gratificación inmediata que proveen estos aparatos están atrofiando nuestras mentes. El scrolling (desplazamiento de contenidos en las pantallas de los dispositivos) se ha vuelto un deporte internacional. ¿Cómo contrarrestar esta avalancha de estímulos? ¿Cómo acallar la mente y recuperar la serenidad y concentración que la lectura nos requiere?

En algún momento, decidí «transar con el enemigo» e intenté la estrategia de leer en una tableta electrónica. Resultó contraproducente. Con un simple toque, estaban disponibles todos esos distractores que, en primer lugar, habían iniciado el problema. Admiro a las personas que leen en sus tabletas, a aquellas capaces de mantener a raya la tentación de los distractores. Cargar cientos de libros en un pequeño dispositivo que pesa tan solo unos cuantos gramos es tremendamente conveniente. Pero, recurriendo al aforismo griego, «conócete a ti mismo», reconozco que yo no cuento con esa capacidad que sí tienen otros: la tableta electrónica, como herramienta de lectura, no es para mí.

En un esfuerzo de reeducación, he intentado otras estrategias. Una de ellas es recurrir a los audiolibros de forma cada vez más constante. Me ocupo en alguna actividad manual repetitiva, lo cual me permite silenciar la mente para concentrarme en lo que alguien más me lee. A veces escucho audiolibros mientras conduzco. En ocasiones, resulta inconveniente: me puedo quedar absorta y termino dando vuelta en la calle equivocada o llegando a un sitio distinto de donde quería ir. Otras veces compro el libro que voy a escuchar y hago las dos actividades de manera simultánea. Incluso he llegado a poner un temporizador y me obligo a mantenerme en mi lectura hasta que suene la alarma. Cualquier cosa es mejor que resignarme a ser devorada por mi teléfono inteligente y prescindir del maravilloso mundo de los libros.