Carlos López
Tiago es un niño muy observador. Le gusta ser preciso con las palabras que ha aprendido hasta ahora, pues sabe que le sirven para descubrir poco a poco el mundo, para entenderlo, nombrarlo; para imaginar. A pesar de tener pocos años, reflexiona y sabe qué responder cuando algo no le gusta. Por ejemplo, cuando le dicen pequeño, él protesta:
—No, soy grande.
Un día caminaba sobre una vereda de tierra después de un fuerte aguacero, y de uno de los charcos en los que se había metido oyó que una rana le decía:
—Oye, gigante, a ver si te fijas dónde pones tus pies. Por poco me pisas y me dejas aplastada como el sapo que sólo se la pasa diciendo croacroac y pretende que le haga caso. ¡Debería verse en un espejo, mjum!
—Discúlpame, ranita; el agua oscura del charco no me dejó ver que estabas ahí. Además, eres muy pequeña.
—Pues ya soy grande. ¿No ves cómo salto de charco en charco y si quiero salgo a tomar el sol a anca suelta en sus orillas?
—Sí, eres linda y muy ágil. Adioooós.
Más adelante vio Tiago que le hablaba una flor tan, pero tan, tan galana, vestida de un azul que no se parecía ni al azul del cielo, ni al de los mares, ni al de la lejanía, menos al azul del más pequeño de sus carritos. Era una campanita que tenía un azul en la base y otro en la cabeza de donde se sujetaba a un bejuco.
—¡Qué alegre es sentir tu presencia por este camino tan solitario, pequeño!
—Yo soy grande —contestó Tiago de inmediato.
—Tienes razón; y por lo visto, muy valiente, pues andas solo y hablas muy bien. Si quieres que te acompañe, córtame y damos un paseo. O nos llevas a mis hermanas y a mí y haces un collar que puedes lucir en tu cuello.
—Gracias, campanita, pero si las corto, no podría disfrutar de su plática y su belleza otro día. Y ustedes se ven felices, como notas musicales, en el bejuco. Mejor vengo a visitarlas la semana entrante. Las hallaré más radiantes.
Una abeja que andaba buscando néctar y polen oyó la plática e intervino:
—¿Sabes que tu manera de pensar ayuda a otras especies a conservarse, pequeño?
—No hace falta ser viejo para saber que todos en el mundo nos necesitamos, no sólo los seres vivos. Me gustan las piedras; también sienten y guardan pensamientos. Además, ya soy grande.
—Mucho más grande de lo que crees.
—Tú también haces maravillas, a pesar de ser tan pequeña y frágil. Tus panales no los pueden imitar los arquitectos, ni los ingenieros, ni los albañiles. Eres grande, muy grande: muy trabajadora, esforzada, tienes fortaleza; te gusta trabajar en equipo, en colaboración, con humildad.
—No quiero presumir, pero si no fuera por las abejas no habría alimentos en nuestro planeta. No soy tan egocéntrica: mira a las hormigas, su fuerza, su disciplina, su afán por trabajar.
—Sí, su carga es grande y no se cansan nunca. Parece que no reposan ni duermen un momento. Deben tener un cuerpo de hierro, como algunos de mis carritos.
—Es un misterio de dónde sacan tanta potencia. Las hormigas parecen inmortales. Ya que hablamos de trabajo, tengo que hacer el mío. Debo ir a dejar este polen a otro lado. Nos vemos.
Tiago se sentó a descansar en una piedra; se puso a pensar sobre lo que había vivido en este pequeño tramo del camino. Vio en el cielo un pedacito de luna. Vio el nacimiento de las uñas en sus manos. Vio que su mamá se había adelantado un poco; fue a tomarla de la mano.
¡Quiero seguir leyendo! Es una historia que atrapa desde las primeras líneas. Muchas felicidades. Buscaré el libro. ¡Gracias!