Estrella Asse

Grata la voz del agua

a quien abrumaron negras arenas,

grato a la mano cóncava

el mármol circular de la columna,

gratos los finos laberintos del agua

entre los limoneros,

grata la música del zéjel,

grato el amor y grata la plegaria

dirigida a un Dios que está solo,

grato el jazmín.

«Alhambra» 

Jorge Luis Borges

Es común identificar a Washington Irving como uno de los pioneros de las letras estadounidenses. La peculiaridad de sus relatos, la sobria escritura de sus ensayos y las anécdotas que contienen sus biografías, lo colocaron a la cabeza de la nueva generación de escritores que sobresalieron en el panorama literario del siglo XIX. Predecesor de Edgar Allan Poe y Nathaniel Hawthorne, muy pronto esta típica triada de cuentistas habrían de impulsar el género más allá de su frontera geográfica, logrando así su plena autonomía.

Con la publicación de The Sketch Book of Geoffrey Crayon (1820), traducido al español como Libro de apuntes, Irving popularizó el género del sketch en esta colección, mezcla de cuentos y ensayos. Bajo el seudónimo de Geoffrey Crayon, el autor imprimió un original estilo en los cuentos más famosos que incluye, como «The Legend of Sleepy Hollow», («La leyenda del jinete sin cabeza»), versión que Tim Burton adaptó a la pantalla en 1999 o «Rip Van Winkle», que se inspiró en la antigua leyenda de los durmientes de Éfeso.

El sketch se distinguió de otros géneros narrativos breves por su naturaleza  anecdótica, analítica y descriptiva; se incorporó con éxito en los periódicos y revistas inglesas desde el siglo xviii para dar a conocer sucesos o aspectos culturales; por ejemplo, experiencias de viajes. Descendiente directo del ensayo, el sketch se nutrió también del periodismo, aunque, al paso del tiempo, se combinó con recursos imaginativos y no sólo documentales, al estilo de cuentistas que lo cultivaron, como Prosper Mérimée, Ernest Theodor Hoffmann y Poe.

A tono con el espíritu romántico de su época, Irving siguió alimentando ese género a través de los largos viajes que emprendió por distintas partes del mundo, que fueron ingredientes fundamentales de otras colecciones; en ocasiones, con base en su diario personal (Extracto de las notas del diario de Washington Irving, 1928) o fruto de los países que visitó (Cuentos de un viajero, 1824). Su permanencia en Europa por más de quince años y el prestigio literario que adquirió lo acercaron al núcleo diplomático de los Estados Unidos en el extranjero. En su larga estancia en España, recibió la oferta del embajador de su país para ocupar el puesto de investigador residente y con ello la tarea de profundizar en el pasado del descubrimiento de América.

Estudioso incansable de la historia y la literatura española, Irving se convirtió en un hispanista reconocido, hecho que aumentó su prolífica carrera con publicaciones que le merecieron el cargo de embajador de su país en España. Tras la aparición de Historia de la vida y viajes de Cristóbal Colón (1828) y de Crónica de la conquista de Granada (1929), cuyas ediciones circularon de manera continua en múltiples traducciones, con Cuentos de la Alhambra (Tales of the Alhambra, 1832) consolidó el curso de publicaciones en las que puso de relieve el trasfondo histórico de la cultura árabe en su larga estadía en la Península Ibérica.

De su etimología Al-Hamrā, diminutivo que se adaptó del nombre completo, Qal´al-hamrā (fortaleza roja), el imponente conjunto del palacio, ciudadela y fortaleza, enclavados en las colinas que rodean Granada —capital en otros tiempos del emirato islámico en España— la Alhambra es el legendario reducto oriental que se edificó entre los siglos ix y xiv y que transformó parte de su fisonomía, luego de la unificación religiosa impuesta por los reyes católicos, Fernando e Isabel, en 1492: coyuntura que plasma Irving en su escritura, «Tal es la Alhambra; una roca musulmana en medio de tierra cristiana; un elegante recuerdo de un pueblo valeroso, inteligente y artista, que conquistó, gobernó, floreció y desapareció».

Pero el deseo de Irving traspasó las altas murallas de la fortaleza morisca; en su texto anidan relatos que evocan un legado que no sólo remite a su esencia histórica, también, cohabitan en una suerte de arquitectura poética que traza una guía a los íntimos rincones de la imaginación. Afín a los orígenes de los cuentos orales, los tales preservan sus recursos folclóricos, su  naturaleza híbrida que fluctúa entre los episodios inverosímiles de las leyendas y la realidad que los circunda, entre el contenido objetivo y la presencia de un nuevo narrador que reactiva la expresión popular que perpetúa el sentido de su conservación: valor de un rico bagaje que rejuvenece al liberarlo de las ataduras del pasado, tradición que cruza los tiempos y se resignifica en el encuentro de Oriente y Occidente.

En ese universo narrativo, que se compone de casi cuarenta relatos, Irving es historiador y hombre de letras, conjuga la magia orientalista de antiguas historias, como «La leyenda del príncipe Ahmed», «El astrólogo árabe» o «La leyenda del soldado encantado”, igual que anima habitaciones, salones y patios que el autor recorrió: reminiscencia de los antiguos fundadores nazaríes y anexión de crónicas de hostiles recuentos de destrucción  y muerte que se leen en «Mohamed Ibn Alahmar, el fundador de la Alhambra»y en «Yasuf Abul Hagig, el finalizador de la Alhambra».

El azar que impulsó el paso del viajero grabó en sus palabras el inicio de la aventura que lo aguardaba, «para el viajero imbuido de sentimiento por lo histórico y lo poético, tan inseparablemente unidos en los anales de la romántica España, es la Alhambra objeto de devoción como lo es la Caaba para todos los creyentes musulmanes»; descanso o regocijo que alimentó su fantasía «con dulces quimeras y gozando esa mezcla de sueño y realidad que consume la existencia…murmullo de las cascadas de agua en la fuente de Lindaraja», matices melancólicos que vislumbran el punto final de su trayecto, «Un poco más, y Granada, la vega y la Alhambra desaparecieron de mi vista. Así terminó uno de los más deliciosos sueños de una vida que tal vez piense el lector estuvo demasiado tejida de ellos».

Después de Irving, vendrían oleadas de visitantes de otras nacionalidades, escritores que abrevarían de sus páginas las emotivas vivencias del autor entrelazadas en la secuencia de sus historias, amoldables en su forma y contenido; de igual manera, accesibles como piezas independientes que se extraen sin afectar la totalidad que unifica el marco que las encuadra. Tal estructura elástica existe como célula de un trabajo extenso que se desgaja de su unidad central y puede ser expandible en el fluir de imágenes que fueron materia prima de adaptaciones cinematográficas.

Entre otras, la película homónima del libro de Irving, Cuentos de la Alhambra (1950) del director español, Antonio Martínez Castillo, mejor conocido como Florián Rey, que había consolidado su carrera con una producción importante que incluye títulos como La aldea maldita (1930), la cual marcó la transición del cine mudo al cine sonoro en España. Con la idea de crear un cine nacional comercial que recreara temas populares, el director realizó la trilogía, La hermana San Sulpicio (1934), Nobleza Baturra (1935) y Morena Clara (1935), como señala Agustín Sánchez Vidal, afín a su idea de hacer un cine costumbrista que reflejara el folclore y el arraigo a la música tradicional española.

La compleja transformación técnica del audio y las innovaciones tecnológicas provocadas por el desarrollo de la industria fílmica, sobre todo en los Estados Unidos, fueron determinantes para Florián Rey, quien viajó a Francia para familiarizarse con novedosos sistemas en auge en aquella época; su estancia en ese país durante tres años le valió una contratación como director de doblajes en la cede francesa de los estudios Paramount.

El ascenso de su carrera disminuyó en el transcurso de la Guerra Civil y buscó en Alemania estudios cinematográficos con la idea continuar los éxitos hasta entonces obtenidos. Sin embargo, a su regreso a España, enfrentó un público muy distinto al de la preguerra. Hacia finales de los años cuarenta y principios de los cincuenta, las películas de Rey tuvieron poca aceptación y marcaron un declive definitivo en su trayectoria.

A pesar de que Cuentos de la Alhambra fue calificada por algunos críticos de «fantasía exótica», su realizador conservó en la película elementos estéticos que habían emparentado trabajos anteriores. Rey siguió la línea de los musicales folclóricos —o españoladas— un género, según Marvin D´Lugo, que alcanzó en la primera mitad de los años cincuenta su mayor expresión. La presencia de artistas de la canción andaluza y una trama de carácter cómico o melodramático lograron películas que impactaron principalmente en públicos de bajo nivel cultural. Los nombres de Juanita Reina, Lola Flores, Carmen Sevilla y otros fueron recurrentes en escenas que se reprodujeron en más de ochenta películas de ese periodo. No en vano Rey dijo que el cine español tenía la obligación de orientarse hacia América y mostrar a su audiencia un cine apegado a sus raíces folclóricas, donde hubiera «mujeres morenas y música española».

Siguiendo el esquema común de otras películas —rodaje en locaciones andaluzas, aparición de gitanos y delincuentes anónimos, ambientaciones regionales y personajes de rangos o ámbitos sociales opuestos— la adaptación de Cuentos de la Alhambra significó la recuperación de un libro entrañable que divulgó la cultura hispana en el resto de Europa y en América.

A modo de preámbulo, Rey caracteriza a Irving en su natal Nueva York en 1830 y  lo convierte en el narrador que desarrolla la trama en retrospectiva. Asimismo, interviene en algunas escenas como consejero que ayuda a los personajes a resolver intrincadas situaciones, pues fue su pluma la que les dio «cuerpo y alma». Aunque el título de la película sugiere una adaptación global respecto de su origen literario, el hilo conductor se apoya especialmente en el cuento «Leyenda del gobernador y el escribano», una recreación completa de las esferas sociales en pugna constante. Los núcleos de poder se dividen entre un gobernador militar que defiende la autonomía de la Alhambra y el corregidor de Granada, quien busca incrementar su dominio en esa región. Alrededor de ese conflicto, se añaden los incidentes de una pareja de enamorados que desafían la autoridad; las pericias de la astuta joven, que protagoniza Carmen Sevilla, se enlazan a una intriga en la que no falta el tono festivo de canciones y bailes que relajan la tensión y anticipan la conclusión de un final feliz.

Florián Rey y Washington Irving interactúan desde ángulos distintos. El director reconstruye una parte del microcosmos en los sitios que el escritor conoció, reproduce en los diálogos el acento que emana de la tierra que le dio cobijo, aprovecha el talento de una figura que supo proyectar el encanto de longevas historias que irradian en sus páginas. El escritor enriquece la perspectiva historicista, absorbe de los monumentos ruinosos una España que fue puente de comunicación entre dos mundos apartados entre sí, un testimonio que perdurará inscrito en los muros de la Alhambra, el sentimiento de una voz que se mantiene intacta.