Eduardo Rosado, Acuarela 4 (2004).

Juan Antonio Rosado

Cualquier especie viva posee necesidades, carencias, pero el humano —animal simbólico—, a diferencia de otras, se ha dedicado a transfigurar los datos de la naturaleza para constituir (cultivar) un mundo cultural y cada vez más ajeno a ella. De lo concreto ha viajado a lo abstracto; de la realidad a la imaginación y a la fantasía, y ha hecho de esas fantasías realidades (allí están, por ejemplo, las religiones). Entre las abstracciones más valoradas, además del «tiempo», se encuentra el dinero, acaso la mayor abstracción de las que ha sido capaz, en tanto que traduce la fuerza de trabajo y necesidades en números: tanta cantidad de números por un poco de agua; otra cantidad por un espacio donde vivir; otra para cubrirse del frío… Y si ya casi todo es cuantificable, ¿por qué no el placer y el dolor? ¿Por qué no la muerte? El espectáculo siempre ha sido necesidad. ¿No fue un espectáculo la terrible tortura y muerte que con lentitud le causó la Santa Inquisición a personajes históricos como Giordano Bruno?

La tortura es un fenómeno cultural, producto de la racionalidad y la imaginación, al igual que, en sentido opuesto, lo es el erotismo. Ningún animal «tortura» ni tiene erotismo. Tampoco danza ni canta ni hace música en el sentido humano (cultural). En el reino animal hay una determinada cantidad de factores naturales que, por necesidad del medio y efectos de la genética, se reproducen de forma casi idéntica: el canto de aves y la voz de la ballena sirven para comunicar algo, pero no pasan de allí. Ningún pájaro selecciona y combina elementos sonoros para producir obras diferentes. Sólo el ser humano ejerce su capacidad racional para construir y destruir(se).

El discurso del perverso a la manera de los libertinos de Sade consiste en justificar racionalmente la destructividad o algún acto depredador. Es cierto que quienes ejecutan esos actos parten de su instinto, de un impulso que ha cercenado sus emociones y valores: carecen de empatía hacia los demás. Son tiranos. Cuando desean justificarse, a menudo parten de premisas falsas o falacias. Lo hizo la Inquisición. Hoy la oferta y la demanda lo hace sólo en términos económicos (cantidades). La industria del placer exige pornografía porque hay demanda en ciertos sectores que requieren medios para excitarse o deshinibirse. Hay también sicópatas que, por una u otra razón, exigen el espectáculo del sufrimiento ajeno: el llamado género «gore» cuando se trata de efectos especiales y de una trama minimalista que reduce todo a esos efectos. Uno o varios escalones abajo se halla el «snuff», industria que florece cada vez más por el auge de la Dark Web. En este caso no hay representación, sino la burda presentación, exhibición de algo que alteró el orden de una realidad y le produjo un mal (des-orden) a alguien real: a una víctima. ¿Qué importa si ese sufrimiento del inocente no tiene justificación jurídica o religiosa? Si el acto sexual anónimo, cuyo fin es la excitación del espectador, no es arte sino presentación (pornografía) y no erotismo en términos estéticos, lo mismo ocurre con el «gore» o el «snuff». Este último es el más perturbador y enfermo porque hay absoluta cosificación y anonimato del cuerpo individual como centro de placer y de dolor. Los títulos e incluso las reseñas de algunos videos snuff son conocidos en la zona superficial de la red, pero eso no es lo negativo (al contrario), sino el hecho de que hay gran cantidad de gente que los busca. Como todo, la curiosidad tiene límites, y también el morbo. A esa gente ya no debe llamársele curiosa ni morbosa. En nuestro contexto cultural, posee más bien desórdenes mentales, sobre todo si conoce (por curiosidad o morbo) los títulos y reseñas descriptivas. Si eso no le basta y busca el video para verlo, se debe seguro a su sociopatía, sicosis o misantropía exacerbada; a la necesidad de deshinibir su odio contra la humanidad viendo cómo se tortura o mata a un inocente, a un cuerpo que se ha reducido a puro sistema nervioso sin voluntad, que clama, desde su trágica conciencia, por su extinción definitiva. ¿Y la justificación de este género de videos? La respuesta perturba: es la oferta y la demanda desde un lugar inaccesible incluso para la policía cibernética. Su jugoso pago se hace con criptomonedas todavía más abstractas que el dinero «normal», pues se trata de dinero virtual que puede cambiarse en la realidad por medio de, por ejemplo, casas de cambio virtuales. ¿Cuál es ya el límite entre fantasía y realidad? Unos viven los deseos y pesadillas de otros; unos más los producen y hacen vivirlos. La depredación justificada por la racionalidad perversa con el fin de enriquecerse continúa ilimitada, aplastando cualquier valor ajeno, negando la alteridad para imponer tiránicamente lo uno sobre lo otro.