El Dr. Juan Miguel de Mora en su casa del Ajusco, octubre de 2012.

Juan Miguel de Mora

Era el 20 de junio de 1977. En el Colegio de Francia, edificio e institución del más rancio abolengo cultural, sito en el corazón del Barrio Latino, en París, se celebraba el Tercer Congreso Mundial de Sánscrito. Especialistas del mundo entero, hindúes, británicos, alemanes, soviéticos, estadounidenses, italianos, finlandeses, de otras naciones y hasta un mexicano discutían ponencias, planteaban cuestiones lingüísticas o de hermenéutica, analizaban textos y, en fin, trabajaban. Los sabios hindúes vestían modestamente: algunos, humildes trajes baratos; otros, túnicas grises muy usadas. A veces unos y otras estaban raídos por el uso. Pero ellos eran la flor y nata del sanscritismo de la India. Sabios como Raghavan, Dandekar o Banerjee, que habían hecho un esfuerzo para asistir.

Los sanscritistas occidentales, llegados de las mejores universidades de los más diversos países, vestían, quizá, un poco mejor, pero con la sencillez y el desaliño característicos de los profesores de todas partes. De pronto aparecieron tres personajes asombrosos: vestían túnicas de seda pura de vivos colores: rojo vivo, azul prusia, amarillo canario, todo con cenefas de oro y sandalias igualmente doradas. Eran hindúes y parecían salidos del foro de una superproducción hollywoodiense «glorioso technicolor». Y allí donde casi todos ponían humildemente un ejemplar mecanografiado (y a veces manuscrito) de su ponencia para que el interesado en ella hiciera fotocopias y la devolviese, los tres fantásticos y polícromos figurones pusieron un montón cada uno de sus ponencias respectivas: impresas abigarradamente en papel couché, con orlas multicolores en cada una de las páginas, con abundancia de tinta dorada y con dibujos especiales y letras caligrafiadas, verdaderas ediciones de súper gran lujo que estaban totalmente fuera de lugar.

Esos tres inefables mamarrachos, cuyo aspecto nada tenía que ver con la India real, pertenecían a la Maharishi Europea Research University, con sede en Seelisberg, Suiza.

Uno de ellos, llamado Widwat-Shikhamani M. V. Mahashabde, presentó su ponencia: Siddhis in Yoga Philosophy. Siddhi es sánscrito y significa «provisto de poderes mágicos», entre otras muchas acepciones, pero el ponente la utilizaba en la que damos. Y tranquilamente se puso a hablar de la «magia» que puede conseguirse (buenos dólares por medio) en la llamada Universidad Maharishi: nada menos que levitar, levantarse en el aire a voluntad. Citó nombres de anglosajones (¡ahí está el dinero!) que, según él, solían volar a ratos: May Swanson, de 27 años, de Homewood; Marcy Kipnis, de 25, de Chicago, y la señora Joy McConchie, de 57 años, de Londres. Y mostró fotos que a simple vista se veía que eran gente saltando. No se les ocurrió el buen truco fotográfico y era absurdo ver personas en pleno salto y que dijera que estaban levitando. Ante tamaño cinismo en un congreso de nivel académico y científico, la tensión creció. Los occidentales se quedaron callados porque el que hablaba era hindú y, sin duda, dominaba el sánscrito. Nadie quería molestar a los colegas hindúes. Y entonces se levantó un eminentísimo filólogo hindú, el doctor Banerjee, e interrumpió al tipo preguntándole si podía hacer, allí mismo, una demostración de levitación. Respuesta: sonrisa idiota y negación. Y la voz clara del doctor Banerjee atronó, en buen inglés, el recinto:

—¡Váyase de aquí y no nos haga perder el tiempo!

Con el rabo entre las piernas salió el farsante y desde entonces ningún «maharishi» ha vuelto a un congreso mundial de sánscrito. Hecho que demuestra que los hinduistas verdaderos de la India desprecian a esos farsantes tanto como cualquiera. Una cosa es la religión, sea la que fuere, y otra el fraude.

Además el tipo estaba citando a Patañjali e ignorando de éste lo que no le convenía (Libro III, 37), donde condena la magia. De veras no hay diferencia entre los Maharishi y Sai Babá, todos tendientes a los dólares. La Maharishi no es ninguna iglesia seria, ni es verdaderamente hinduista. Todo es apariencia para embaucar gente. Por lo demás, esa institución, usando el sánscrito y distorsionando algunas ideas hinduistas, NO ES ORIGINARIA DE LA INDIA. Y la palabra Maharishi la usan mañosamente, en el sentido del Manava Dharma Sastra (I, 34, 35), ignorando deliberadamente al Visnu Purana, muy anterior y que ni la menciona ni acepta la versión del Manusmriti.

Pero el número de incautos es infinito y ahora sabemos que algo llamado «Universidad Maharishi de América Latina» (UMAL) y otra «Universidad Internacional Maharishi», de Fairfield, Estados Unidos, ambas con miles y miles de dólares, según se ve por sus anuncios en diarios estadounidenses, han hecho un contrato nada menos que con Manuel Cavazos Lerma[1], gobernador de Tamaulipas, aunque usted no lo crea, por el cual el estado tamaulipeco les paga a los «Maharishi» nada menos que TRESCIENTOS MIL DÓLARES para que «readapten» a los presos de las cárceles por la «meditación trascendental». Y, además, la «meditación» es obligatoria. ¡Oh, manes de la estupidez humana!

Sucede que para los occidentales, la meditación trascendental no es más que una ilusión. Practicarla en serio requiere no sólo haber sido educado en el hinduismo, sino, además, ser yogui, que lo son muy pocos entre los millones de hinduistas.

No podemos dar en unas líneas explicaciones que han requerido milenios en el tiempo y millares de textos, pero diremos algo: Dhyana es la palabra sánscrita que traducen generalmente por «meditación trascendental». Significa «meditación», «reflexión» y «concentración del espíritu» (entre otras cosas), pero esa meditación tiene que ser forzosamente metafísica y por eso se traduce añadiéndole la palabra «trascendental» que, por supuesto, no está en el significado sánscrito. La dhyana no es más que el séptimo de los angas (miembros) del yoga, que son: vama (autodominio); niyama (disciplinas); asana (las posiciones del cuerpo); pranayama (ritmo respiratorio); pratyahara (aislar los sentidos del exterior); dharana (concentración); dhyana (meditación yóguica) y el samadhi (estado perfecto).

Todo esto tiene por objeto dejar la mente en blanco, lo que posiblemente logró el gobernador antes de hacer su convenio con Maharishi. Claro está que para lograr las hazañas que, en materia de control del cuerpo por la mente, logran los yoguis de la India, se requiere, además de comenzar desde niño, tener una fe total en la reencarnación, el karma y la necesidad de librarse del samsara o cadena de reencarnaciones.

¿Cómo podrán hacer el señor gobernador y sus ayudantes maharishis que los presos cumplan todos estos requisitos y en sólo cuatro meses?

Por supuesto que como México es el país más rico del mundo y nos sobra de todo, el estado de Tamaulipas puede tirar trescientos mil dólares para enriquecer a charlatanes sin que el gobernador pida licencia.

¿O no puede?


NOTA ACLARATORIA

El artículo anterior fue publicado originalmente en el periódico Ovaciones, 2da. edición, el 27 de mayo de 1993. Juan Miguel de Mora Vaquerizo (1921-2017), eminente sanscritista, conocedor profundo de la cultura y religiones de la India, me lo leyó en un café hace ya muchos años, en 1993, el mismo día en que apareció. Luego yo me enteraría de que la «universidad» a la que se refiere intentaría expandir su influencia a otras instancias gubernamentales en México. Rescatamos este artículo porque el número de la ingenua gente religiosa y de los fanáticos de todo tipo (sin importar la religión) sigue creciendo a niveles exponenciales, así como el número de embaucadores y charlatanes que se sirve de la necesidad y del miedo de las masas. ¿Qué manera más eficaz de manipular que por medio del miedo y las carencias? Junto con otros artículos de Juan Miguel, el anterior será recopilado en el libro de próxima aparición Juan Miguel de Mora, un polígrafo mexicano.

Juan Antonio Rosado Z.

[1] Fungió como gobernador del estado mexicano de Tamaulipas de 1993 a 1999.