Karina Castro

Las tribulaciones del estudiante Törless, publicada en 1906, es la primera novela de Robert Musil. Allí se encuentran todos los temas que, con el tiempo y una mucho mayor madurez literaria, se convertirán en constantes de su obra: la decadencia del mundo burgués, la soledad del ser humano en medio de una sociedad hostil, el orden que renuncia a ser orden y que empieza a admitir la cada vez más intensa, violenta y cínica irrupción de la barbarie y de la crueldad, así como la fragilidad de lo real, que quizá sea una de sus grandes preocupaciones.

Esta novela narra la historia de Törless, un adolescente que ingresa en una academia militar ubicada en un pueblo de la frontera austriaca con Rusia. Dicho escenario es un microcosmos que refleja la decadencia de la sociedad burguesa del momento, de donde emergerían algunos de los hombres que tan sólo unas décadas después, producirían los conocidos horrores de la Segunda Guerra Mundial. El mismo Musil se dio cuenta de lo anterior al escribir, en sus Diarios, que Reiting y Beineberg ―dos personajes clave y los más problemáticos compañeros de clase de Törless― eran los dictadores en potencia. Es una gran hazaña para un escritor haber vislumbrado a los tipos humanos que produciría el fascismo años después.

Reiting es un tirano que extorsiona a sus compañeros para mantener una posición de poder y recibir halagos; controla el «esquema social» de la academia, poniendo a unos contra otros, decidiendo quién será enemigo de quién. Su afán de experimentación lo lleva a someter a las personas para practicar su tiranía y al mismo tiempo descubrir el comportamiento y los límites del sometido. Por su parte, Beineberg, también de naturaleza cruel, disfruta denigrando al ser humano, pero se justifica con discursos pseudofilosóficos ―concretamente con una metafísica irracionalista―, ya que está convencido de que es su deber colaborar con el orden cósmico demostrando que el ser humano individual no significa nada. En este sentido, es curioso que años después Ulrich, en El hombre sin atributos, afirme que «los filósofos son opresores sin ejército; por eso someten el mundo de tal manera que lo cierran en un sistema». Esto es justo lo que sucede con Beineberg, debido a que, mientras relaciona a Reiting con Napoleón, él se identifica con un filósofo o con un asceta, no se preocupa por tener a la gente de su lado, sino que pretende poner en práctica esa filosofía irracionalista a fin de probar que cuando los seres humanos pierden conciencia de que lo son, pierden también esa cualidad y se vuelven «formas contingentes y vacías».

Desde que el autor comienza a colocar las piezas de la novela, sabemos que algo perturbador ocurrirá. Los jóvenes «dictadores» tienen un lugar secreto de reunión, un cuartucho bajo la escalera, que ellos convirtieron en un siniestro y extravagante recinto, decorado con telas rojas y alfombras, y tenuemente iluminado, donde la violencia latente que permanecerá a lo largo de toda la obra es anunciada por el arma que cuelga de la pared. Se trata de un arma cargada (y se insiste en ello), por lo que la violencia late en la penumbra a cada instante, produciendo tensión e intriga. Los lectores no saben si el arma será o no utilizada. De hecho, nunca se usa, pero el factor violento permanece latente en la oscuridad.

Los opresores Beineberg y Reiting encuentran el blanco perfecto para descargar su vileza en Basini, con quien ensayan los abusos más terribles. Basini es un chico débil y delicado, una especie de andrógino, a quien los futuros «Hitler» y «Mussolini» humillan, manipulan y sodomizan con el pretexto de castigarlo por haber robado dinero. En realidad, ninguno pretende castigarlo, sino que Reiting se nutre del sometimiento y la manipulación; ensaya los límites de su crueldad y prueba hasta dónde puede soportar alguien deshecho moralmente. Para Beineberg, en cambio, Basini resulta una víctima necesaria para propiciar un efecto purificador. Basini sufre las torturas sin oponer resistencia. De esta manera, el autor muestra cómo la violencia interviene en la identidad del otro y necesariamente la altera. La dignidad humana violentada puede conducir a la pérdida de la identidad. Esto es evidente cuando se describe a Basini tan apaleado que «le había desaparecido todo rasgo personal; sólo en los ojos le quedaba un resto». Lo anterior puede aplicarse no sólo a un individuo en concreto, sino también a un grupo social.

Cuando Törless se entera del robo cometido por Basini, piensa que la mejor forma de castigarlo es por medio de la ley, es decir, mediante la expulsión. Al ver que nadie hace nada, se siente perturbado por el hecho de que el mundo del orden puede ser transgredido sin que se castigue ese acto. Más que empatía o desprecio, Törless —inclinado siempre a la observación y a la reflexión— siente curiosidad por Basini. No se explica por qué permitía tal grado de humillación; intuye que debe de haber una razón y lo interroga para descubrirla, pero cuando se da cuenta de que no la hay, pierde el interés en él, pues lo considera un cobarde, una persona sin dignidad, a quien cualquiera puede dominar y humillar por el solo hecho de desearlo. Antes de esta pérdida de interés, Törless se vio involucrado en las maquinaciones contra Basini como cómplice y voyeur. Es evidente que al darse cuenta de que las leyes del mundo ordenado ya no tienen validez en el espacio en que se desarrollan los sucesos que atestigua, el estudiante Törless comienza a asomarse al mundo oscuro y arbitrario de la sinrazón, en busca de las respuestas, que a toda costa pretende encontrar. De este modo, Basini se convierte en objeto de experimentación de los tres muchachos, cada uno con sus propios fines.

La crisis de Törless se origina desde el inicio de la novela, con su ingreso a la academia militar, donde se presenta envuelto en una atmósfera de extrañeza y experimenta soledad, aspecto que refleja uno de los principales problemas del mundo burgués en decadencia. El chico piensa que su sufrimiento se debe a que resiente la ausencia de sus padres, pero no logra identificar con claridad el origen de su malestar. Sin estar consciente de ello, presenta los síntomas de la llamada alienación del hombre. En un pasaje, el narrador describe a Törless «desgarrado entre dos mundos»: uno burgués, sólido y racional, como era el mundo de su hogar, y otro fantástico y azaroso, lleno de tinieblas y misterios. En este punto encuentro relación con el desgarramiento del que habla Hegel, que se presenta justo en el proceso de alienación, cuando el ser humano se siente aislado y desgarrado en un mundo dominado por el individualismo.

El protagonista de la novela se enfrenta al colapso del mundo ordenado, aparentemente higiénico, el único que hasta entonces conocía. Lo embarga una sensación de irrealidad, mientras Reiting y Beineberg sacuden su conciencia, haciéndolo preguntarse si ese aparente caso aislado de brutalidad es en verdad una advertencia de que ya no existe la seguridad de una barrera firme que separe la luz de la oscuridad, porque ahora ambos (claridad y tinieblas) se confunden. La fachada, que funciona como la realidad cotidiana y confortable, ya no es tan real como se creía, y ya no cubre lo escabroso que tendría que ocultar o disimular, sino que admite en su seno la crueldad y la barbarie. Las fronteras del universo que él se imagina luminoso ―donde los hombres reparten sus vidas entre el trabajo y la familia―, y las del universo tenebroso ―donde hombres execrables cometen actos perversos―, se acercan a cada instante y se confunden en secreto.

El temor y desconcierto que le producen a Törless estas ideas se relaciona con la reflexión que formula cuando compara a su madre con la prostituta Bozena. Aquí también encuentra un lazo oculto entre la suciedad de la prostituta y la pureza de la madre, pues al avergonzarse por ceder a tan bajas pasiones y traicionar la educación que le dieron sus padres, no puede evitar evocar atisbos de gestos o ciertas risas de su madre que hicieron que se tambaleara la imagen que tenía de ella, «clara y sin sombras, como un astro». Cuando Törless descubre que existe ese punto de coincidencia entre la suciedad y la pureza, eso excita sus sentidos a la vez que lo perturba; por lo tanto, busca un pronto refugio en el mundo del orden, pero no lo encuentra, y entonces experimenta el dolor producido por la separación entre la conciencia y la contingente, azarosa realidad.

Nuevamente, Robert Musil se adelanta por muchos años a la angustia existencial que abordarán autores como Sartre en La náusea, así como a la idea del individuo indiferente, privado del sentimiento de unidad o pertenencia que mostrará Albert Camus en El extranjero. En Las tribulaciones del estudiante Törless, es muy evidente la denuncia de esa pérdida de unidad y de un centro rector experimentada por la sociedad europea, pues el protagonista, una vez que se separa de sus padres, permanece aislado a pesar de estar dentro de una comunidad en apariencia ordenada.

En su búsqueda de respuestas, Törless se interesó por los números imaginarios, esas cifras que se encuentran entre el principio y el final de una operación matemática, pero que no vemos. Beineberg se burla de su obsesión, ya que a él los números le preocupan pero desde un punto de vista sobrenatural. Törless, en cambio, busca en la ciencia sólo lo natural. En este detalle, se puede apreciar la posición de Musil contra el irracionalismo, al que consideraba el origen de la decadencia. Aunque como escritor haya tendido hacia lo oscuro y lo metafísico, nunca renunció a la racionalidad: su personaje tratará de resolver la contradicción por medio de la experimentación razonada.

Después de no haber encontrado la respuesta en la ciencia, y en plena crisis de la razón, Törless busca en su interior y cede ante la fuerza de sus impulsos irracionales, de sus instintos sexuales, intuyendo que pueden ser una respuesta al sinsentido de la existencia, o que en ellos encontrará un conocimiento distinto de los descubiertos hasta entonces. Beineberg y Reiting ceden a lo irracional sin dudar; por el contrario, Törless lo hace conscientemente; duda pero decide experimentar. Por ello, aunque podría decirse que su experiencia fue negativa y que no llegó a ninguna meta concreta, también tuvo un lado positivo: cumplir una fase de su desarrollo interior, dar un paso más hacia tomar conciencia de su realidad y asimilarla.

Tras esa experiencia, cuando las autoridades del instituto deciden que ya no es apropiado que Törless asista, y su madre va a recogerlo, parece que el joven volverá al mundo del orden, a su hogar, ya que se dice que «absorbió el aroma ligeramente perfumado que exhalaba el corpiño de su madre», como si encontrara por fin un refugio. Sin embargo, en realidad se trata sólo de una pausa, un respiro antes de volver a insertarse en el mundo hostil del claroscuro. Törless lo sabe, pues lo que vivió le dejó la certeza de la incertidumbre: «Sé que me equivoqué», reconoce, «sé que las cosas son las cosas y que siempre seguirán siendo ellas mismas, y que yo las veré ora de una manera, ora de otra. Ora con los ojos del entendimiento, ora con los otros… Y ya no intentaré compararlas, cotejarlas».

Una idea muy semejante podemos encontrar en El hombre sin atributos, donde el protagonista Ulrich (que bien podría ser un Törless adulto) deduce la imposibilidad del individuo de actuar sobre las circunstancias, puesto que éstas siempre se imponen, a pesar de los sentimientos de angustia o impotencia que el individuo pueda sentir. No puede ser de otro modo, ya que el ser humano está arrojado a una contingencia que no termina de comprender. El papel del hombre se reduce entonces a percibir lo que sucede, como concluyó Törless, pero a veces a través de la razón y otras por medio de su parte irracional.

Quizá el estudiante Törless no vuelva ya a experimentar ni a explorar en las tinieblas para buscar y encontrar respuestas racionales, pues sus deducciones finales sobre el carácter de la realidad denotan esa profunda indiferencia que permearía la sociedad y que permitiría que la violencia surgiera de un orden social agrietado que terminaría de quebrantarse décadas más adelante, y del cual surgiría ―después de dos sangrientas guerras mundiales― un ser moralmente indiferente a la realidad por parecerle inabordable e inabarcable.