Juan Antonio Rosado

La especie humana ha necesitado mitos para vivir, puesto que ellos le confieren sentido a la vida. La realidad nos supera y suele resultar pobre y decepcionante si la sentimos como tal, en bruto, con el paso del tiempo sobre nosotros, pero con la trágica conciencia que piensa en ella. La imaginación y la razón nos hacen edificar imágenes de esa realidad para enriquecerla y de algún modo alterarla. A algunas de esas imágenes les llamamos «mito», y a menudo se manifiestan en narraciones simbólicas, es decir, interpretables. Entendamos «mito» como algo que asumimos como verdad expresada de modo simbólico. No sólo las religiones producen mitos: también la historia, la ciencia, el arte, la política, el deporte… Hay tantos mitos como grupos humanos o comunidades que creen en ellos. También hay mitos personales. Como sea, todo mito es sagrado porque se trata de un fenómeno nacido en la imaginación o en la interpretación, y que respetamos, que no consentimos que nadie toque ni insulte ni cuestione ni critique. Lo sagrado es aquello en lo que creemos, por lo que vivimos, por lo que luchamos, sin lo cual sufriríamos de modo más terrible del que ya sufrimos con sólo pensar en la muerte.

La mayoría de los humanos hacemos cosas por obligación y otras porque nos agrada o sentimos placer al hacerlas. Por obligación es el trabajo, en especial en su sentido etimológico de «tortura» y no cuando hallamos en él verdadero placer. El mundo del deber nos da sustento, pero si sólo estuviéramos inmersos allí, nos volveríamos locos: no lo toleraríamos. Lo que realizamos por placer no importa si está lejos o cerca de tal mundo, ni si nos aporta o no sustento, pero es sagrado. La fiesta, la celebración nos separa del mundo del trabajo como deber, nos humaniza, nos vuelve otros de lo que somos en la cotidianidad. Georges Bataille profundizó en el sentido de consumo de energía que conlleva todo sacrificio, y la fiesta no es excepción. El tercer mandamiento en la concepción judeo-cristiana nos ordena «santificar las fiestas», pero a fin de agradar o complacer a una realidad supraterrena que, desde las voces sacerdotales, ejerce el control en las comunidades. Entonces la celebración se realiza con fin religioso (en su sentido amplio de vínculo con algo: religare), y de esa manera lo sagrado, lo que nos vuelve otros se transforma con ridiculez en deber: debes santificar las fiestas para agradarle al dios, al sacerdote.

Fiesta no es necesariamente el tiempo del desorden ni el espacio donde hay mucha gente bailando, bebiendo o diciendo cosas que no diría en la oficina o en el trabajo. Fiesta es un estado de separación del mundo cotidiano, habitual, mecánico de todos los días. Es un estado interior y una circunstancia que nos desautomatiza y nos libera de lo mecánico, sin importar que la fiesta, en tanto rito, sea repetitiva. La fiesta es también representación y, como tal, desea detener el paso del tiempo. ¿Cómo lo logra? Con la repetición. En sánscrito, rita es el orden universal, repetitivo. El rito, la rutina nos da seguridad, pero a la vez nos transforma. En la fiesta ocurre eso: nos volvemos otros, nos representamos al exponernos, compartimos al acercamos al próximo, pero también nos acercamos a nosotros, incluso en estados de éxtasis o separación, cuando por un tiempo dejamos de ser quienes éramos, siempre y cuando volvamos al mundo, si bien de otro modo, con otra conciencia.

No me interesa la fiesta o celebración para agradar a un orden con que se sienta ligada la sociedad o cualquier comunidad, sin importar que tal orden sea religioso, militar, artístico, civil, escolar, académico… Me interesa la fiesta si enriquece mi realidad al aportarme una experiencia de alteridad u otredad. Por tanto, mi tercer mandamiento es el siguiente: Utilizarás las fiestas para ser otro distinto de quien eres habitualmente.


 

El presente texto se incluirá en un libro de ensayos sobre arte y moral, de próxima aparición.