taconesMichel Salim

Fabiola sale del elevador con la esperanza de olvidar todo. La decrépita escalinata del edificio y el halo lunar la separan de su lugar de estacionamiento. Camina rápidamente, la falda negra a la rodilla y la blusa clara abotonada hasta el escote, con un elegante bolso rojo colgando de su hombro mientras la flora del cabello despide el perfume de su follaje. Los desgastados tacones suenan tambaleantes, indecisos.

¡Nunca más! La rabia agita su andar y provoca una lucha descarnada de tacón versus pavimento. Enfoca su triste mirada hacia el vacío poblado con las sombras derretidas de oxidados faroles. Una cuadra después, atrapado por la trinchera de adoquines, el tacón queda prisionero. Los documentos de la bolsa —aves en parvada— vuelan junto con los lentes y decenas de hojas ―cheques, tarjetas, billetes― que semejan plumas.

Antes de la caída, una garra se adelanta a su cintura. La luz neón de los escaparates y la ceguera por la pérdida de los anteojos le evitan ver con claridad el rostro de su salvador.

—Este piso es bien traicionero, y más con tanta cosa encima— escapa un mohoso aliento a cerveza.

—Ay, gracias.

—No hay de qué. No deberías andar sola a estas horas; casi son la una de la mañana —el hombre le pasa un puñado de papeles dejando ver, bajo la gabardina gris, un tatuaje de puntos con forma de triángulo en el dorso de la mano.

Preguntándose por la aparición, ella logra de nuevo articular un pobre agradecimiento. Recoge la bolsa y, sin mirar atrás, acicala el susto junto con su falda. Borra el recuerdo del misterioso hombre y sigue su paso por la Madero; cruza la calle Libertad y sus pensamientos regresan adonde no desea. Lamenta el momento en que esa decisión se apoderó de su cabeza: ¡Nunca más! La frase casi escapa de entre los barrotes de su dentadura.

Mientras avanza, una canción se evapora por la ventanilla de algún auto lejano: “Ódiame sin medida ni clemencia, hoy yo quiero más que indiferencia porque el rencor quiere menos que el olvido”. Conforme se aleja la melodía, la mujer relaja el apretar de sus mandíbulas. Maldita canción.

Se siente como adolescente: los mismos errores. Parece un virus hereditario: la abuela, su madre y ahora ella. Nunca supieron escoger, decía la tía Lupita, tan perfecta ella. ¡Bah!

Un chillido la arranca de sus pensamientos. Instintivamente, agrieta el andar para enfocar la vista hacia el sonido. Su curiosidad la empuja más cerca, un poco más… ¡Puta madre! Una enorme rata devora algo acurrucado entre las paredes. En medio de la oscuridad, un contraste de luz le permite contemplar la escena: dos pichones plagados de larvas, piando lastimosamente, son víctimas del hocico carcomido. Al notar la presencia de la intrusa, el roedor emite un bufido y se escabulle por la grieta que divide la biblioteca de la óptica.

Fabiola siente un ejército de náuseas escalando, una a una, sus entrañas. Desvía la mirada para no sucumbir ante la marea de asco que galopa en su garganta. Por el rabillo del ojo, cree distinguir una silueta que detiene su marcha algunos metros atrás.

Estremecida y desconfiada, sigue calle arriba. La luna se refleja en sus costosas zapatillas y un lamento en forma de maldición golpea su frente: Nunca más. ¡Nunca más mil veces! El odio y el dolor se convierten en lágrimas.

Retoma su paso firme… Desequilibrada, Fabiola malabarea. Tiene que apoyarse en una vitrina para no caer. ¡Crack! Voltea al suelo. ¡Carajo! A unos centímetros de los talones, incrustada entre adoquines, el alza de la zapatilla se subleva. Ya te habías tardado, pinche tacón.

Una pesadez sombría la invade, dirige temblorosa mirada a donde yace su mano. Entre la falda, se filtra un vapor de pánico; sube serpenteando las piernas, entra al cuerpo y aterriza en el vientre. Petrificada ve a un hombre con la vista perdida sobre ella. Sucios y largos cabellos anticipan una forma irreal de sufrimiento.

Esta vez no puede emitir sonidos. El terror congela el aire de su boca. Maldice la hora en que decidió salir tarde del trabajo; maldice el dolor que la invade; maldice a la noche por conspirar en su contra.

La figura con manchas en el rostro y escalofriantes ropajes parece paralizada. Fabiola se estabiliza junto con sus conspiradoras ideas. Levanta la vista; lo suficiente como para contemplar el campanario de Catedral, y se vuelve a donde descansa su mano. Detrás de la vitrina, puede reconocer la terrorífica imagen del Jesús Reencarnado, ¿patrono de la ciudad o de las almas perdidas? No lo recuerdo.

El frío de las mejillas hierve y se convierte en un bochornoso rojo. Una sonrisa ridícula amplía el contorno de su labial. Al mirar atrás, una sombra quieta en el centro de la acera levita lentamente hacia ella. Su dorada tez migra a las rodillas. Presionada por el eco de unos pasos a su espalda, casi corriendo, Fabiola aprieta calle arriba con el temor de tropezarse. Voltea. Se acerca.

Un estrepitoso claxon la llama al frente. La brisa del auto, a solo un palmo de su nariz, la hace frenar. Es tanto el miedo que ni un «estuvo cerca» se formula en su cabeza. Lo único que ve es la media cuadra que falta para llegar a su coche. Dobla a la derecha, en la Trece de Septiembre, a la velocidad que la falta de un tacón le permite. Alcanza a vislumbrar el parpadeante letrero de veinticuatro horas y la boca de luz que imprime la entrada sobre el adoquinado.

A contados pasos para llegar al estacionamiento, imagina a don Benjamín en la caseta de vigilancia escuchando la emisión nocturna de Kalimán. Por fin me servirá de algo aguantar las historias del viejo. El alivio se difumina al darse cuenta que nadie resguarda la entrada. Fabiola sabe que es muy tarde para pedir ayuda ¡Tiene que ponerse a salvo!

Se descalza y oye cómo la figura a sus espaldas emite una sonrisa con forma de bufido. Recuerda a los pichones devorados. Entre obstáculos y automóviles ve, al fondo, el suyo. Acerca el bolso a la muñeca y con palpante histeria catea por sus llaves. Monedas, blush, múltiples delineadores y la fuerte marcha de su acosador golpean furiosos el concreto.

Falta poco. Fabiola siente la penumbra del espectro a sus espaldas. Presiona el botón de unlock y sucede lo peor: como agua, las llaves se deslizan de entre sus dedos hacia el piso. El tiempo se detiene. Un leve rebote de las llaves contra el suelo klin, klin, klin… y estupefacta, ve cómo su destino queda sellado en la torpeza de sus manos.

El tiempo regresa. Desesperada, se tira al suelo; los raspones en sus torneadas piernas no impiden que se arrastre por las llaves; a gatas, logra sacarlas de abajo de un coche. El parpadeo de las luces eclipsa una imagen sobre ella. Se vuelve lentamente y reconoce la gabardina color rata.

Entre el intermitente iluminado, distingue cómo el hombre abre la solapa para extraer algo. Fabiola, con la mano llena de mugre, se tapa el reflejo de las lámparas y se arrepiente por todo lo sucedido en esta noche. Su “¡nunca más!” se encuentra tan lejos como el titubeante “por favor” que emite su boca.

El sujeto muestra algo puntiagudo de entre sus prendas. Entre escenas revueltas, Fabiola ve a mamá maquillarse frente al espejo mientras ella la imita, a papá escabullirse por la noche, ve las largas tardes donde ayuda a la abuela a colocarse sus joyas, la secundaria, Gerardo, aquel hotel de playa, la graduación y toda su vida; hasta llegar a este condenado momento: arrepentimiento, amor, odio, desamor, placer y todos los sentimientos que pudo encontrar; los percibe derramados por la punta del objeto que su asaltante acerca con velocidad sicóticamente lenta. Cierra los ojos llorosos, le arde un poco el rimel, y espera a que todo acabe. Se pregunta si sentirá frío, si verá a la tía Lupita, si… Nada pasa.

Abre los ojos. Frente a ella, un hermoso tacón charolado oscila sobre el tatuaje de triángulo. Consternada, Fabiola ve la cara del individuo:

—Ya no me dejaste enseñarte los zapatos que hago —de nuevo el aliento a cerveza.

— Pero… ¿Qué? —Fabiola aún no logra recuperarse.

—Vi que te molestaban los zapatos. Me acerqué para mostrarte estos, pero te tropezaste. Supongo que tienes mucha prisa. ¡Ni chance me diste de sacarlos! ¿Estás bien?

—Solo me raspé poquito —entre sus arañadas piernas distingue una ruptura de falda. Aún desconfiada, Fabiola intenta incorporarse. El joven se acuclilla para ayudarla a calzarse las zapatillas.

— Me llamo Luis. Tengo una fábrica de zapatos aquí a la vuelta.

—¡Están súper cómodos! Vengo diciendo todo el camino que ¡nunca más! me vuelvo a poner estos zapatos. Me costaron carísimos y es increíble lo incómodos que son. No sabes cómo duelen los pies cuando camino. Siempre escojo mal en las tiendas.

Fabiola levanta el pie y contempla su tostado empeine coronado por la nueva adquisición.

—¿Quién está ahí? —grita una voz destartalada

—¡Soy Güicho, don Benjas! — el portero se acerca con paso ladeado.

—Hola, Luisito. ¿Cómo esta señorita Fabiola?

— Bien. Oiga pues ¿dónde se mete?

—Ya ve, señorita. Uno debe darse sus vuelta pa´ desentumirse ¿Qué le pasó? parece que vio a un muerto.

—Aquí Luis, asustándome. Me siguió ocho cuadras sólo para venderme unos zapatos. ¿Lo cree?

—¿Cómo crees? Siempre dejo mi carro aquí, ¿verdad, don? Además, los zapatos son un regalo.

—Ay, muchas gracias. Me da mucha pena. Por favor, déjame pagártelos.

—Insisto. Llévatelos.

—No, ¿cómo crees? Te pago por esta vez.

—No, de veras. Es un regalo por el susto.

—Bueno. Gracias. Ya me voy. Es tardísimo y me urge llegar a mi casa a limpiarme. Estoy hecha un guiñapo —Fabiola se remanga la camisa y descubre que se le rompió una uña.

—Oye, disculpa que me atreva. ¿Me pasas tu teléfono? A ver si nos vemos algún día.

—Uy, fíjate que me quedé sin batería y no me lo sé de memoria. Pero sí, un día hacemos algo.

—¿Pero cómo…? —se apura a preguntar Luis.

La mujer entra a su auto. De un portazo, corta toda posibilidad de conversación. Don Benjamín menea la cabeza.

Fabiola enciende el Mercedes Benz. De un vistazo al retrovisor, descubre su maquillaje percudido por el sudor y las lágrimas. No hace señas. Pone drive en la palanca de velocidades. Frena. Desde la ventana inserta su boleto en el cajero automático. Recapitula lo sucedido. Baja la visera para verse en el espejo, saca un pequeño labial y se pinta con delicadeza. Hace una mueca con forma de beso y sonríe mientras la pluma del estacionamiento se levanta. Cree ver a una rata en la entrada. Pisa el acelerador.