Marisol Torres Cruz

Aceleré mis pasos sobre el piso gris. Él no desistía. Traté de dispersarme entre el montón de personas que esperaban la llegada del tren, absortas en el celular, con la mirada hacia la pared o hacia el vacío. Yo iba de un lado a otro para extraviarlo, pero no lo perdí. No me perdió. De reojo, a unos metros, me hostigaba su piadosa contemplación.

Una luz blanca asomaba por el boquete del túnel. La cabina del conductor se acercaba. Me precipité hacia la puerta, como los otros. Yo era la primera; mis pies traspasaban la línea amarilla. Con mis dedos rocé la velocidad del acero. Volví mi rostro para buscar su cara, que ya no vi.

Al abrirse las puertas, el tufo caliente se congeló en mi expiración. Alguien sostenía con sus burdas manos mi abdomen, mientras con voz purulenta me robaba el habla. Hasta el fondo. Mientras los demás tomaban asiento y se dispersaban entre los pasillos, su saliva abrasaba mi oreja. Haz lo que te digo, si no quieres que te cargue la chingada. Con la mirada perdida, caminaba entre aquellos que, con muecas y susurros, manifestaban su disgusto al verme con ese hombre. Llegamos al fondo, me abrazó. Buena chica.

Se recargó en la pared y me dejó de espaldas a los demás. Entre mis saladas esperanzas, sólo distinguía una mancha terrosa que enjugaba mis ojos con sus dedos ulcerados. No llores, cosita. Como enredaderas, sus brazos anudaron mi cuerpo. Me vi pateando su entrepierna y, en gritos cortados, suplicaba: abran las puertas, paren el tren, paren el puto tren. Pero no paró. Yo seguía atada a esa piel grasienta con olor fermentado. Bajamos aquí. Con su panza empujó mi vientre. Giré. La gente lapidaba mi piel. ¿Era tal su sordera para no escuchar los alaridos de mis ojos? ¿Acaso mi candidez no deslumbraba a lado de sus arrugas? ¿Estaban mancos, cojos? ¿Existían?

Al abrirse las puertas, el vaho suspendido de aquella estación agrietó el tiempo. Paso a paso, la tierra mezclada con agua espesaba mi marcha hasta hundirme en el mármol mohoso que sepultó mi nombre: Soledad.