Al Pacino como Ricardo III, en Looking for Richard.

Karina Castro G.

Se dice que los temas principales en la tragedia shakesperiana Ricardo III son la malevolencia y la ambición por el poder, que se presenta como el leit motiv de la obra; sin embargo, no es sólo el poder por el poder lo que busca el Duque de Gloucester —luego Rey Ricardo III—, sino que detrás de esa patológica ambición se encuentra su motivación real: la necesidad básica de todo ser humano de sentirse amado y aceptado.

Muchas veces se ha escrito que Ricardo III desea el poder más que nada en el mundo, y que será capaz de cualquier cosa por obtenerlo. Considero que, debido a su naturaleza, no usurpa el trono por las mismas razones que sus predecesores; él lo toma para hacerse amar y está dispuesto a ejecutar lo necesario para obtener ese amor y admiración que tanto anhela de parte de la gente. Y es al darse cuenta de que ni siquiera el poder le pudo asegurar el amor anhelado cuando empieza su declive y termina por abandonarse.

Ricardo III es un personaje muy complejo. Se ha hecho hincapié en su bestialidad, esa condición monstruosa que comúnmente provoca que se califique al personaje como un ser sin humanidad; no obstante, su crueldad y su vileza se refieren a su condición humana desde un punto de vista maquiavélico y, por lo tanto, dado que es humano, siente la necesidad de amor. Aunque pueda parecer que él lo niega implícitamente al mostrar una aceptación de su papel de villano y descartar la posibilidad de amar a causa de su deformidad, existe en su interior un vacío emocional que pide ser llenado con la misma impetuosidad que su ambición de poder.

La deformidad del personaje representa su vileza de espíritu y lo lleva a ser incapaz de amar y de ser amado. Él mismo se reconoce feo, acepta que su espalda es deforme, y su hablar, desagradable. Su fealdad provoca que se sienta despreciado, ignorado y aborrecido por los demás. Usando esa fealdad y ese desprecio como estandarte, decide conquistar el poder para que quienes lo despreciaban se vean obligados a admirarlo. No olvidemos que el rey se consideraba elegido por Dios para gobernar, por lo que debía ser obedecido, amado y respetado.

Resulta paradójico que, aun cuando la gente tiende a rechazar a Ricardo, este posea una increíble capacidad de encantar a las personas a través de máscaras construidas por medio del discurso. Ricardo es un maestro de la retórica; es manipulador y persuasivo. Dicho don lo provee de un innegable carisma que usa para obtener lo que quiere. Sin embargo, sufre de una terrible soledad; él mismo aleja a las personas con su actitud tosca y su renuencia a practicar la hipocresía de los tratos corteses; pone a todos en su contra mediante las intrigas que le agrada causar, y al final sufre las consecuencias.

En la escena cuatro del acto cuarto, Ricardo III declara a la reina Elizabeth el amor que siente por su hija, la princesa Elizabeth. ¿Será acaso que Ricardo sí es capaz de sentir amor? Definitivamente no era amor lo que impulsaba los ruegos que este hombre dirigía a la astuta reina Elizabeth; se trata otra vez de su asombrosa capacidad manipuladora al servicio de sus intenciones egoístas; en este caso, afianzar su lugar en el trono.

Si bien Ricardo III logró su propósito de llegar el trono, nunca pudo realmente gozar del favor de la gente como él lo imaginaba; el ascenso al poder no significó superar su soledad: nadie estaba de verdad con él. Buckingham, quien podría considerarse su único amigo, lo apoyó para llegar al trono, y aun así, Ricardo no titubeó para mandarlo matar en cuanto consideró que ya no servía a sus intereses.

Cuando Ricardo III deja de intentar manipular a la gente porque se siente confiado en el poder que conquistó, ellos logran verlo tal como es, en la totalidad de su vileza; por lo tanto, está más solo que nunca. En el acto quinto, escena tres, tras despertar del tormentoso sueño en que su conciencia le presenta los fantasmas de sus víctimas, Ricardo dice: «No hay criatura que me quiera: y si muero, nadie me compadecerá». En esa misma reflexión, un día antes de la batalla, el tirano se da cuenta de que el amor que él suponía tenerse a sí mismo no existe, y que los crímenes que ha cometido son en verdad un indicativo de autodesprecio, ya que culminaron en su perjuicio.

Ricardo no es el mismo después del sueño con los espectros. Se siente débil y asustado. Al amanecer, va enérgico a la batalla, pero en el fondo sabe que no vencerá; carece de motivación y se ha percatado de que ser rey no es lo que lo haría feliz. Carece de fuerzas para continuar representando su papel de villano: aquel que desde la primera escena se autoasignó. Ahora es consciente de que la anhelada corona por la que cometió tantos crímenes, pensando que el fin justificaba los medios, no lo hizo feliz. Lo que él buscaba era ser amado y aceptado.

Es importante designar un espacio en este ensayo para comentar el papel que desempeñan algunos personajes femeninos respecto del conflicto de personalidad de Ricardo III planteado a lo largo del texto.

Al inicio, Ricardo III fue víctima del rechazo de su propia madre, la duquesa de York, quien afirma que desde que él nació, no ha sido más que la causa de todas sus desgracias. En el acto cuarto, escena cuatro, su madre lo aborrece y se lamenta de no haber impedido que saliera de su vientre «maldito». Este repudio de su madre hará imposible que Ricardo pueda amar o sentirse digno de ser amado. Esta es la causa por la que Ricardo desarrolla cierto rencor hacia las mujeres, además de una imposibilidad no sólo de amar, sino de entender la naturaleza del amor de la misma manera en que lo entendería una persona en circunstancias normales.

Ricardo III percibe a las mujeres como herramientas y lo demuestra en varios discursos donde expone sus planes. Casarse con Ana o con la joven Elizabeth es sólo parte de sus estrategias para lograr el poder y mantenerlo. Ambas mujeres desempeñan un papel determinante en la vida de Ricardo. De manera diferente, cada una intervino en su proceso de ascenso al poder y en su posterior caída.

La interacción de Ricardo III con la reina Elizabeth puede interpretarse como odio, pero con intereses de por medio por ambas partes. Ella desea recuperar poder y él quiere reforzar el suyo casándose con su sobrina. No obstante, Elizabeth demostró ser más astuta que el propio rey del engaño, al hacerle creer que le daría la mano de su hija cuando en realidad ya se la había prometido a quien lo derrocaría. Este engaño fue posible porque Ricardo III consideraba que las mujeres son manipulables e ingenuas.

La relación de Ricardo con Ana es mucho más peculiar: se trata de una sádica mezcla de amor y odio. Resulta claro que, a pesar de su deformidad, Ricardo posee gran habilidad para hechizar a las mujeres con sus discursos. Es muy difícil responder la pregunta: ¿Por qué Ana acepta casarse con el asesino que ha destruido su vida? Le dice que lo odia, lo maldice, pero es incapaz de matarlo y ni siquiera puede ordenarle que se suicide; termina aceptándolo no porque la haya seducido, sino quizá por temor a las represalias o al escándalo público. Desde siempre, Ana supo que Ricardo se desharía de ella cuando ya no le fuera útil; incluso se lo confía a la reina Elizabeth en la primera escena del acto cuarto: «Además, me odia por mi padre Warwick, y quiere, sin duda, desembarazarse pronto de mí». Esto muestra que la patología de Ricardo III lo fuerza a destruir las vidas de las personas que son amadas y apreciadas porque poseen algo que él no puede tener. Esa fuerza que se manifiesta desde su interior es lo más cercano al amor que él puede sentir, una suerte de sadismo con el que, además de gozar, es el único modo de acercarse a las personas, en este caso, a las mujeres.

Tras haber buscado el poder como un pretexto para hacerse amar, Ricardo III tuvo un trágico final sin haber logrado nunca el afecto que tanto deseaba. Es posible que lo anterior no se deba a que su madre lo haya marcado con su rechazo, ni a que él haya sido el último eslabón de un linaje de fratricidas, sino a que nunca encontró en su ser algo que lo hiciera sentirse digno de ser amado, ni siquiera por él mismo: «¿por qué me habían de compadecer, si yo mismo no tengo piedad para mí?».