Juan Antonio Rosado

No hay estados perennes; por ello son estados y no esencias. Cronos, implacable, y la realidad, carente de estructura conocida, resultan inabarcables y hasta cierto punto fuera de control. En uno de sus cuentos más célebres, Borges, desde una posición un tanto solipsista, afirma que todo lo que ocurre me ocurre a mí en este preciso instante. Es verdad: nuestra realidad resulta tan limitada que sólo podemos salir del yo enteramente por medio de la imaginación. Mientras lo que ocurre me ocurre a mí, de modo simultáneo suceden billones y billones de cosas a cada ser vivo del planeta y quizá del universo. ¿Cómo aprehender tal simultaneidad? Sólo la imaginación o la fe, siempre vecinas, siempre aliadas, se yerguen como algo mucho más grande que el individuo. Se le atribuyen las siguientes palabras a uno de los grandes conocedores del ser humano, Ingmar Bergman: «La felicidad está bien para alejarse de uno mismo de vez en cuando. Cuando te olvidas totalmente de ti mismo, estás de pronto metido en algo mucho más grande que tú, sea estar enamorado o aferrarte a una religión». ¿Y qué es enamorarse, como afirma Borges, si no tener una religión cuyo dios es falible? Salimos de nosotros y obtenemos la felicidad resguardados en el seno de algo mucho más grande porque es difícil (o imposible) vivir del puro yo.

Pero más allá de cualquier postura hedonista, narcisista o solipsista, es lugar común que los animales huimos del dolor y buscamos el placer. Se trata de algo instintivo, natural, espontáneo, de ahí que categorías como «bien» o «mal» sean relativas y contingentes: dependen de un contexto, de un fragmento de realidad (el que me ocurre a mí), de manera que si cambiamos algo «bueno» o «malo» de contexto, de realidad, las valoraciones se invierten o alteran. Cualquier contexto humano posee un orden establecido por códigos, normas o leyes. Las leyes de la naturaleza, al ser alteradas, han dañado el entorno. Esto es justo lo que acontece con un mal corporal que se transforma en enfermedad crónica. Sin embargo, al hablar de códigos o leyes establecidas de modo artificial o cultural por el ser humano, todo se relativiza. Si en un contexto o realidad, las leyes que rigen a un conjunto de humanos indican que, por ejemplo, las drogas están prohibidas, en dicho contexto son un «mal» porque alteran el orden establecido por dicho código, aunque ese código a su vez produzca otros «males»; pero si en otro contexto se permiten, las drogas dejan de ser un mal, aun cuando a alguien puedan dañar. Lo mismo sucede con cada cuerpo: lo que es malo para uno puede ser bueno para otro, y viceversa. Por lo anterior, no es descabellado calificar o definir el mal como desorden: des-orden, lo que se aparta o rompe un orden establecido, sea por la misma naturaleza o por las relativas y cuestionables leyes humanas. Las sociedades tradicionales que respetaban el orden de la naturaleza lo sabían bien y llegaban a legislar la pena de muerte contra quien, por ejemplo, talara un árbol o le hiciera daño a algún bosque. Hoy la llamada «ecología» quiere remediarlo mediante el orden racional, en tanto que la ecosofía pretende un retorno a ese orden. Y respecto del otro orden, el establecido de forma relativa en cada rincón, en cada contexto, en cada realidad (y al fin en cada individuo), siempre será relativo.

Se tildará mi postura de relativismo moral. ¿Hay otra posición sensata o realista? Las que encontramos por acá y por allá pertenecen al mundo de las ideas y son las que ordenan realidades: las religiones o filosofías, las metafísicas o éticas, los códigos o reglamentos… pretenden regir al sistematizar de modo supuestamente racional, pero tal racionalidad no deja de ser un constructo, un lenguaje emanado de las necesidades e intereses grupales o colectivos, y por lo general (si no es que siempre), se trata de los intereses del poder, de los poderosos que no tienden sino a conservar, prolongar y aumentar su poder. Al fin y al cabo, esa posición no deja de ser producto del hedonismo de un cuantos que crean leyes para su beneficio y raras veces para beneficiar, de algún modo, a una sociedad entera.