Carla Valencia
Ninnannún y la mariposa
De cara, Ninnannún cayó sin alcanzar a meter las manos. Entre los dolores, caerse era el menos complicado y el más común, si el oficio era buscar fuentes de agua entre las piedras. A pesar del esfuerzo de meditación, no lograba controlar el enojo. Se sacudió la tierra de la cabeza.
«¡Mi sombrero!», gruñó como el duende que era. Sobre él se posó una mariposa transparente. Sus ojos eran dos líneas oscuras que recorrían el borde de sus alas como si fueran largas pestañas. Llena de brillo vital y sin mostrar intención de remontar el vuelo, parecía mirar al duende con poca curiosidad.
«¡Ah!, bueno», dijo Ninnannún, y se sentó a esperar con paciencia renovada. De todas maneras, el agua que buscaba era para ella.
Ninnannún y la combustión interna
Exhausto y empapado, se echó sobre un poco de pasto sin preguntarse dónde estaba. No tenía elección; no podía andar mucho más. Le dolían la cabeza y una muela. Suspiró por reflejo cuando sintió un empujón a la altura del dorso, seguido de un pequeño estallido de algo que hizo rápida combustión en un lugar entre el corazón y el estómago.
—No me muevan.
Se volvió con lentitud para ver qué pasaba. A su lado, un enorme roedor miraba hacia otra parte, como si no percibiera sus propios movimientos y los repitiera. Ninnannún sentía la nariz muy caliente. Antes del cuarto empujón y sin que nadie se diera cuenta de cómo, mordió al roedor en la garganta. Extrañamente, él se alegró. No lo había soltado cuando una multitud de animales de distintos tamaños los rodearon.
—¡Fuera! ¡Fuera! ¡Fuera!
Algunos consideraban empujarlo para tener un poco de diversión extra, pero los detuvo un gruñido hondo proveniente de un fuego profundo. Ninnannún calculaba el orden y lugar de los siguientes golpes. Sin embargo, el roedor, con una sonrisa, hizo una seña para abrirle paso. Ninnannún salió de entre la multitud todavía enardecido y pensando:
—Si no puedo evitar enojarme, por lo menos tengo que pensar con la cabeza. Los golpes nunca han resuelto nada.
Ninnannún y el ave
Ninnannún buscaba santuario en una jungla para alejarse de uno de los tantos embrollos que lo perseguían como moscas a la miel. «Soy una calamidad», se reprochaba. Algunas gotas de agua cayeron sobre su cabeza. «¡Claro!», dijo y se refugió bajo una hoja con forma de amplia oreja irregular. «¡Pluc! ¡Pluc!¡Pluc!», sonaron durante horas los tambores de las plantas. No muy lejos, una sombra se sacudió. Se oyó una melodía suave y sutil. Ninnannún se llenó de curiosidad y trepó despacio.
Al borde de una rama, a gran altura, encontró un ave más parecida a una flor que a un pájaro. Dos plumas delgadas y verdes, adornadas por una pequeña espiral, surgían de su pecho anaranjado de textura sedosa y ligera. Ninnannún vio si había alguien alrededor. Localizó varios pares de ojos atentos. «¡Cuántos halcones!», se alarmó. Elaboró un plan para salvar al ave, pero notó que ella también los había visto. Los seguía con la mirada y se hallaba lista para volar. Nadie la alcanzaría. «¿Qué más puedo hacer?», se preguntaba. Permaneció quieto para escucharla, para entender lo que decía en su canto. Al final, la comprendió y se dio cuenta de que eso era lo único que ella necesitaba.