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Jaime Magdaleno

Dibujos de Eduardo B. Rosado Zacarías

LLEVAN HORAS ESPERANDO A SU SANTIDAD, aunque López Dóriga me corrige: dice que el pueblo de México se ha preparado desde hace meses para esta visita del Sumo Pontífice. Desde luego, esto es según se mire: yo, señor López Dóriga, estoy hablando del día de hoy: desde esta mañana en que la cámara del helicóptero de «Noticieros Televisa» no ha dejado de registrar las imágenes de una Ciudad de México que se siente tocada por la Providencia, aunque para los no iniciados, como yo, se mire igual: llena de gente, humo, carros y mierda. El sentimiento de comunión es general; así las cosas, no es extraño mirar al Presidente de la República, a su Señora Esposa y a miembros del gabinete participar del fervor religioso, al tiempo que en las calles la gente vitorea: «¡FRANCISCO, HERMANO, YA ERES MEXICANO!». Sé que mi madre en este momento debe de estar emocionada, siguiendo los acontecimientos vía televisión (¿Televisa o TV Azteca?), pues es una fanática consagrada de los espectáculos papales. Incluso, guarda las misas que el Papa Juan Pablo II ofreció en tierra azteca durante la primavera de 1979. Jamás la vi colocar alguno de los acetatos en el viejo tocadiscos Panasonic, aunque estoy seguro de que posee un álbum doble porque cuando me fui de su casa (acusado de un robo que, juro por la Virgen de Guadalupe, no cometí) y al recoger mis discos, pude ver el LP. En la portada, un Karol Wojtyla joven, fuerte, enérgico, impartía la bendición a una multitud desbordada, en éxtasis, mientras desde un báculo dorado Cristo contemplaba. ¿Nos estará observando ahora?

Según mamá, por supuesto que Él nos ve. Él nos observa porque, recuerda pequeño bastardo, Dios está presente en el cielo, en la tierra y en todas las cosas. De esta manera, ¡ES MEJOR QUE TE DEJES LA VERGA PORQUE, ¿CREES QUE A DIOS LE RESULTARÍA AGRADABLE VER CÓMO TE LA CHAQUETEAS?!

¡Demonios!

Es difícil sobrellevar la lujuria justo el día en que todos se sienten tocados por la Santidad. Ahora mismo, por ejemplo, tenía la intención de jalármela, inspirado en las piernas, las nalgas de las actrices de Televisa, pero ¡oh, sorpresa!, la televisora está concentrada en la próxima llegada del Vicario de Cristo. Y no importa que tome el control remoto y busque en otros canales una nueva veta de satisfacción: en todas partes miro el mismo escenario, escucho los mismos comentarios: «El pueblo de México lleva meses preparándose con alegría, con mucho amor, para esta visita del Sumo Pontífice. El Papa, todos los sabemos, tiene una agenda apretada, mas él pidió venir a México porque quería visitar a la Morenita del Tepeyac» y bla, bla, bla, bla…

Un avión de la aerolínea Alitalia aterriza y el júbilo colectivo se deja sentir. El conductor de televisión dice que ésta es una de las cualidades del Papa, de este Papa: acerca los corazones de los hombres. Suena música de mariachi, baten palmas y yo reflexiono acerca de lo dicho por el locutor; según él, las posibilidades de reconciliación de Francisco son infinitas. De esta manera, a los reunidos en espera de Su Santidad los mueve el amor, la fe, el deseo de paz, de reconciliación: quizá ahora mismo, entonces, la ciudad transpira los mismos sentimientos. Sólo es cuestión de comprobarlo, pero ¿de qué manera?

¿Una llamada telefónica puede servir de termómetro? ¿Tomar el auricular, marcar un número y decir: «Hola mamá, qué tal, cómo estás, cómo va todo? Oye, yo no te robé esos tres mil pesos, y mucho menos para fumar piedra. ¿Sí lo sabes, verdad? ¿Me crees, verdad? ¿Me quieres, verdad?».

¿Es posible que la misericordia de Francisco ablande el corazón de mamá? Supongo que debo intentarlo.

El teléfono es un prodigio. Sólo él podía sacarme de este pasmo, de este aturdimiento, del estado soporífero producido por la santidad de Su Santidad. Aunque, a todo esto, ¿quién chingados es Tere?

Ah, sí, Tere.

Tere es una demostradora de electrodomésticos a la que conocí en el metro, una tarde en que regresaba de escuchar una charla sobre la «Superación del Duelo». Venía cansado, seguramente tenía la misma expresión de hartazgo disimulado que asoma en el rostro del Vicario, pero aun así ella me sonrió. No pude evitar caer en el juego, sobre todo porque recordé que mi amigo Brandon me había comentado que en el metro es muy pero muy fácil enganchar a alguna mujer anhelante de romance. Así que contesté la sonrisa. Nos dirigimos miradas durante el trayecto, y aun cuando en la estación Hidalgo una turba furiosa y maloliente irrumpió en el vagón, logré encontrar un resquicio entre los cuerpos para mantener su mirada sobre la mía. No me hizo alguna seña en especial, pero al dirigir sus pasos hacia las puertas comprendí que estaba a punto de descender. Con dificultad, logré hacerme espacio hacia la salida, no sin antes sentir que el culo abultado de un clon de Edgar Vivar destrozaba mis testículos. Al salir del vagón y todavía en el andén, me acerqué a preguntarle cualquier estupidez. Ella contestó y continuamos platicando hasta que yo, muy propio, la invité a tomar un café. Aceptó y dirigimos nuestros pasos a un OXXO, sólo que ya allí se me antojó una chela. Me tomé una XX Lager y ella bebió un café con crema. La plática giró sobre cualquier eje podrido hasta que llegó la hora de despedirnos, pues se le hacía tarde para llegar al trabajo. Quedamos en vernos. Y hasta ahí llegó nuestro primer encuentro.

La segunda vez que la vi ella habló por teléfono. Fue un domingo en que yo estaba especialmente crudo (creo que todavía ebrio); me dijo que se encontraba a pocas calles de donde le había dicho que yo vivía, y preguntó si era posible vernos. Contesté que sí. A los veinte minutos ya estaba frente a mí.

Fuimos a un parque. Le dije que me gustó mucho recibir su llamada. Ella preguntó por qué. Le respondí que tenía muchas ganas de besar a una mujer.DibujoEduardo-02

—¿Qué esperas?

Le dije que si la iba a besar, tenía que ser en otro sitio.

—¿Y dónde está ese otro sitio?

—A tres calles.

Caminamos. Fuimos hablando de cosas varias que ahora, en el momento en que me pongo una chamarra de mezclilla y el Papa imparte la bendición a la Primera Dama y a su distinguida familia, no recuerdo. Llegamos a mi casa. La hice pasar y, mientras encendía un cigarro sin filtro, ella miró la habitación. Preguntó la razón por la que había tapizado el cuarto con imágenes de mujeres desnudas. Respondí: por dos razones:

—La primera es que yo siempre he querido ser mecánico y he visto que todos los mecánicos llenan las paredes de sus talleres con fotos porno. La segunda es que yo, en el fondo, siempre he sido un maniático sexual.

Sonrió.

La acerqué hasta a mí. Le besé los labios, el cuello. Ella comenzó a jadear, algo que me pareció una exageración —después me confesó que lo hizo pues llevaba varios MESES sin sexo—. Le quité el saco de demostradora, le bajé la blusa escotada y mordí los bordes de sus senos. Ella pidió que no me la cogiera sino que la V I O L A R A. Yo pregunté (estúpidamente):

—¿Qué?

Ella exclamó:

—¡¡¡¡¡VIÓLAME!!!!!

Entonces le quise arrancar la ropa, porque supuse que eso se hacía en una violación, pero me arrepentí, ya que pensé que con su sueldo de demostradora sería muy difícil reponer el uniforme. Así que sólo jalé con fuerza sus prendas y después se las quité con brusquedad. La mordí, la lamí, la estrujé y me la cogí.

Total que ahora que estoy por llegar al metro San Cosme, recuerdo todo esto como preámbulo a nuestro nuevo encuentro. Fue un milagro —no sé si inducido por el Vicario— que ella me llamara justo hoy; hoy día en que desde la mañana el pito me punza, y no pienso desaprovechar la ocasión. No me bañé. No me rasuré ni me puse desodorante, pero creo que eso entre un par de obsesos sexuales es lo de menos.

Ahí está, con sus pezones apuntando hacia el cielo y con una sonrisa dibujada en el rostro.

—Hola, ¿cómo estás, pequeño bastardo? ¿Interrumpí algo?

—No. A decir verdad, estaba ansioso por que llamaras.

—¿Y eso?

—¿Tú qué crees?

Sonríe. Dice que el tráfico de la ciudad está imposible; muchas calles fueron cerradas y la circulación desviada hacia diferentes puntos por la llegada de Francisco. Quiero decir «Qué chinga, ¿no?», pero no puedo pues, contrario de lo que yo esperaba, caminamos por la colonia San Rafael y no rumbo a Santa María la Ribera.

No pongo objeción. Ella dice cosas que no logro comprender, pues estoy pensando en que mi casa cada vez se aleja más y yo quería ir a mi cuarto a coger para darle consuelo a mi pequeño «dick». Sin embargo, finjo que escucho, contesto mecánicamente y aún sonrío con los chistes que Tere refiere con su voz aterciopelada.

Al llegar a la Secundaria 26, ella comenta que le dio mucho gusto que estuviera en casa y, sobre todo, que estuviera disponible: quería divertirse conmigo.

—¿Divertirnos? ¿En dónde?

—¿Tú dónde crees?

Con alguna de las manos gira mi rostro hacia la izquierda: y sí, a un lado de mí, justo a un costado de la Secundaria 26, la marquesina del Hotel Rosas Moreno brilla, resplandece como, supongo, lo hicieron las Tablas en las manos de Moisés, por lo que la sonrisa y el buen ánimo vuelven a mi espíritu.

Saca trescientos pesos de su bolso, los pone sobre mi mano y dice que con eso pague la habitación y los condones. Entramos. Un largo pasillo semioscuro se extiende ante nosotros. Algunas camaristas revuelven las sábanas en el patio; por allá una pareja, totalmente ebria, trata de introducir la llave en la puerta de su habitación. Pido un cuarto y unos condones.

DibujoEduardo-03—¿Quieres una chela? —pregunta, cariñosa, Tere.

—Sí, no me vendría mal —respondo.

—Cómprate un six —dice, poniendo otros cien pesos en mi mano.

Con el six, tres condones y una llave, caminamos hacia la habitación 205. Detrás de nosotros quedan las camaristas, los borrachos y las habitaciones que ventilan un aroma a semen estancado. Encuentro la habitación, introduzco la llave. Abro.

Un cuarto minúsculo, con una cama que pretende ser king size y que aquí en la CDMX lo consigue, pero que en Oslo sería muy difícil que lo lograra, está a nuestra disposición. La tele, sobre una repisa de madera, frente a la cama. El baño, a un costado, ofrece la belleza fría de un mosaico verde pistache. Enciendo la televisión, sintonizo el canal porno y comienzo a desvestirme. Tere también lo hace. Termino antes que ella y aunque espera que la embista ya, me dirijo al baño. Abro la llave de la regadera. Tomo una ducha.

Al salir, ella está desnuda, sobre la cama, esperándome. Abre los brazos, esboza una sonrisa y dice con cariño, tal vez con amor:

—Ven, acércate.

Me parece sobreactuada la escena. Decido no caer en el juego. Llego directamente a sus senos, los muerdo, me mojo un dedo y lo introduzco en su vagina. Jadea. Me pide un beso, pero yo no quiero besarla, sólo meterle la verga, así que sin más le doy al asunto.

Ocupamos los tres condones en una hora. Al cabo, Tere grita:

—¡CHIN, ES TARDÍSIMO! ¡ME VAN A CORRER!

—¿Qué, no habías salido ya de trabajar?

—No. Inventé que debía ir rápido a mi casa pues mi mamá había tenido taquicardia por la llegada del Papa.

—Ja ja ja ja. ¡No mames! ¿Y te creyeron?

—No sé. No creo… Lo que pasa es que quería verte… Pero aun así mi jefe se portó lindo y me dejó salir con la condición de que volviera cuanto antes. Y mira la hora que es.

—Pues no tardes más. ¡APÚRATE!

Se viste en el acto y ajusta su cabellera en un chongo. Me dice que no me preocupe por acompañarla, que ella de todas formas saldrá corriendo y tomará un taxi. Le digo:

—No pensaba acompañarte. Todavía hay un six de cervezas que me debo tomar, ¿ya lo olvidaste?

—Está bien. Quédate. Luego te marco, ¿va? Dame un beso y me voy, cariño.

Ahora sí, la beso.

Hora y media después, termino con las cervezas. He decidido sintonizar el canal dos para seguir el arribo de Francisco. López Dóriga sigue con la cantaleta de la unidad, el amor, el perdón y la misericordia, y eso me lleva a pensar, de nuevo, en mamá. Ebrio, decido tomar el teléfono del buró. Pido una línea exterior a la recepción del hotel. Marco.DibujoEduardo-04

—¿Mamá?

—¿Quién llama?

—Soy yo, tu hijo, el más pequeño.

—¡Ah, eres tú! ¡Pequeño bastardo! ¿Vas a devolverme el dinero que me robaste?

—Ya te dije que yo no fui, mamá. Jamás te robaría, y menos para fumar piedra, como me acusaste.

—¿Y si no fuiste tú, quién fue? ¿El Espíritu Santo? Porque recuerda que aquí sólo vivíamos tú y yo.

—Tal vez fue Norma, la muchacha que te hace el aseo.

—¡No levantes falsos, pequeño bastardo! ¡Te vas a condenar!

—Tú también te vas a condenar si no me perdonas, mamá. El Papa Francisco está hablando de paz, de perdón, de misericordia, y tú no observas eso conmigo, con tu hijo el más pequeño.

—¡Cállate, maldito bastardo! ¡TÚ NO ME VAS A DECIR CÓMO VIVIR MI CRISTIANDAD! Y ¿sabes qué? ¡VETE AL INFIERNO!

Mamá cuelga…

Decido vestirme y salir de la habitación. Cuando López Dóriga pronuncia por enésima vez la palabra amor, apago la tele y azoto la puerta.

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