Karina Castro

 

La música es el silencio entre las notas

Claude Debussy

La música y la poesía son antiguas aliadas. La segunda nació de la primera y es probable que los más antiguos poemas de la humanidad, por ejemplo, los de la sumeria Enjeduana, hayan sido cantados. Con seguridad, el poema más antiguo nació como canto. El teórico Roman Ingarden, en su imprescindible libro La obra de arte literaria, coloca el «estrato fonético» o «fónico», es decir, la sonoridad de las frases y palabras, como el primer estrato de cualquier obra artística literaria. Para Ingarden, con frecuencia dicho estrato «guarda una estrecha relación con el papel de las unidades de sentido y, en varios aspectos, suplementa y sostiene su actuación»[1]. El poeta Ezra Pound, autor de los Cantares (título que sin duda guarda relación íntima con la sonoridad), destaca la melopea en su obra teórica El arte de la poesía. Para Pound, en un poema, las palabras «están cargadas, además de su simple significado, con alguna propiedad musical, que dirige la tendencia u orientación de ese significado», y más adelante agrega: «La melopea puede ser apreciada por el extranjero de oído fino, aunque desconozca la lengua en que se escribió el poema. Es prácticamente imposible traducirla o transportarla de una lengua a otra»[2].

El instinto poético, que surge del sentimiento, es parte de la naturaleza humana. En la literatura se habla de los «bardos», aquellos primeros poetas que cantaban sus versos acompañados de su lira, y que los trovadores replicarán en la Edad Media. No es difícil imaginar que todos ellos procuraban no sólo seleccionar las palabras con el sonido más agradable para lograr eufonía y musicalidad, sino también aquellas con el significado más preciso para comunicar o expresar emociones, imágenes, sensaciones, impresiones o pensamientos.

El ser humano —como afirma Ernst Cassirer— es un animal simbólico, un ente que interpreta lo que le rodea. En literatura, todo elemento puede interpretarse, puede ser símbolo, al igual que en la pintura, pero la gran diferencia entre pintura y literatura radica en que la primera exhibe una imagen representada con trazos que puede observarse desde cualquier ángulo por su visibilidad, mientras que la literatura, al igual que la música, sólo puede interpretarse en el eje diacrónico; es decir, en una secuencia temporal: hay un inicio, un desarrollo y un final. Además, en pintura no hay sonoridad. Por el contrario, desde sus orígenes, la literatura pasaba por los oídos y el escritor le confería un papel central a la sonoridad, como ocurre con la música, que maneja sonidos para generar emociones y, por lo tanto, su interpretación resulta mucho más abierta y subjetiva: no hay palabras.

En la Francia de la segunda mitad del siglo XIX, surgió, por un lado, el simbolismo en poesía y, por otro, el impresionismo en pintura y música. En este ensayo, abordaré precisamente la relación del simbolismo poético con el impresionismo musical, y pondré especial énfasis en dos creadores de ruptura: Stéphane Mallarmé (1842–1898) y Claude Debussy (1862-1918).

En su manifiesto de 1886, el poeta Jean Moréas fue el primero en utilizar el término «simbolismo» para nombrar e identificar al movimiento que reaccionaría contra el naturalismo, el realismo, el materialismo y el pragmatismo, y que pronto se convertiría en enemigo de la didáctica y de la descripción supuestamente «objetiva» o «realista». Sin duda, Charles Baudelaire (1821-1867) es el más célebre antecedente de los simbolistas, sobre todo por su reconocido y ultracitado poema «Corréspondances» («Correspondencias»), debido a sus efectos sinestésicos, su sensualidad y ese «bosque de símbolos» que se corresponden en una armonía en que todos los elementos guardan estrecha relación entre sí, y las sensaciones se revelan y dialogan una con la otra, por más distanciadas que puedan estar. Entre los simbolistas, discípulos de Baudelaire, destacan Paul Verlaine (1844-1896), Arthur Rimbaud (1854-1891) y Stéphane Mallarmé, poetas que se distinguen por su idealismo espiritual, su imaginación y su profunda subjetividad. Al igual que sus contemporáneos —los pintores impresionistas—, los poetas buscaban representar la sensación producida por el objeto, en lugar de al objeto mismo como tal, y comunicar de tal modo sus experiencias emocionales, más que la realidad como lo haría la llamada mímesis y sus innumerables técnicas.

Alexandre Micha afirma que si Verlaine es el iniciador de lo que podría llamarse un simbolismo espontáneo, «Mallarmé lo es de un simbolismo cerebral y constructivo»[3]. En sus inicios, este creador estuvo influido por Le Parnasse y por Baudelaire. Su tema esencial y acaso único es la creación artística y la impotencia del ser humano para alcanzar un ideal. Sobre todo —dice Micha— en Mallarmé es notoria «la impotencia literaria del poeta en lucha con la página en blanco»[4]. Mallarmé es el simbolista de los simbolistas porque estuvo poseído por el «demonio de la analogía». El poema, mucho más que en Baudelaire, funciona como un encantamiento. Desde el punto de vista sintáctico, las palabras tienen tan poca relación visible entre ellas que se cree que sólo se encuentran yuxtapuestas; sin embargo, adquieren una vida propia, sin dejar de pertenecer a un contexto orgánico. Para Mallarmé, la verdadera palabra es el verso. Años después, el gran poeta nicaragüense Rubén Darío, en las «Palabras liminares» a sus Prosas profanas, escribirá: «Como cada palabra tiene un alma, hay en cada verso, además de la armonía verbal, una melodía ideal».

El simbolismo establece relaciones entre lo visible y lo invisible. Mallarmé parte de tal sensación. No es coincidencia que Víctor Hugo se haya referido a él como «mon chère poète impressionniste» («mi querido poeta impresionista»). Mallarmé permite el acceso a la idea pura de las cosas a través de los sonidos, los perfumes y los colores. Jamás pretendió empobrecer el poema por un sentido unívoco, sino dejarle a la poesía sentidos diversos que se combinan y enriquecen de manera recíproca.

Lo mismo sucede con la llamada música impresionista, cuya fuente de inspiración fue sintomáticamente la poesía simbolista. La pieza clave para que ocurriera este fenómeno fue el compositor francés Claude Debussy, quien notó la necesidad de una renovación debida al agotamiento de los recursos clásicos de la tonalidad y la forma; por ello se asoma, por ejemplo, a la música modal, pero a la vez la renueva; por ello también se interna en el mundo literario de su época. En efecto, Debussy frecuentaba los salones literarios más que los círculos del ambiente musical, y entre sus amistades, figuraban justamente algunos de los poetas antes mencionados. Empapado de poesía simbolista, descubre que ella busca expresar las emociones valiéndose de la musicalidad, de la sonoridad de las palabras independientemente de su valor semántico. En consecuencia, decide explorar y profundizar en los aspectos sensoriales de la música; su meta fue generar el goce del sonido por el sonido mismo.

Los resultados de sus experiencias y experimentos musicales rompieron con las tendencias existentes, de modo que las composiciones de Debussy fueron calificadas —de manera peyorativa— como impresionistas, tal como ocurrió con la pintura algunos años antes. Sus obras fueron tachadas de poseer una estructura poco clara y un exceso de colorido musical. Incluso el compositor Ernest Guiraud, su maestro, las consideró «absurdas teóricamente», sin considerar que las grandes obras de ruptura siempre rompieron con la o las teorías en boga para inaugurar una nueva. Debussy rebatió: «no hay teoría, basta con escuchar. El placer es la regla»[5]. Después de que la pintura impresionista ganó terreno, la connotación peyorativa del término desapareció también para la música, y el impresionismo se convirtió en una corriente artística y más tarde en categoría estética.

Uno de los enfoques de la búsqueda creativa de los poetas simbolistas era lograr la musicalidad perfecta en los versos. Paul Valéry lo percibe de una manera romántica cuando afirma que «lo que fue bautizado con el nombre de simbolismo» es sencillamente «la intención de recuperar de la música algo que siempre les perteneció [a los poetas]»[6]. No es que la música le haya «robado» algo a la poesía. Más bien los poetas estaban trabajando con los recursos sonoros, musicales de la lengua: la aludida melopea. En esta misma línea, los músicos impresionistas pretendían una mayor riqueza tímbrica. Ambas tendencias estilísticas buscaban crear atmósferas similares: evocar la naturaleza a través de símbolos, no describirla. Para lograrlo, utilizaban la vaguedad y la imprecisión, y apelaban a los aspectos sensoriales a fin de producir estados de ánimo.

En sus composiciones, Debussy utilizó escalas orientales (pentatónicas) y, como ya mencioné, incorporó los antiguos modos griegos a la armonía occidental. En poesía, Baudelaire había recurrido al exotismo, particularmente a cierto orientalismo; en cambio, Mallarmé, en su etapa parnasiana, introdujo gran cantidad de elementos de la cultura griega. Tal es el caso de su poema «La siesta del fauno» (1876), en el que también se aprecia la tendencia de este poeta hacia el vitalismo y el cosmopolitismo, debido a que posee una estética impetuosa, y combina la fantasía con la filosofía para referirse y representar con intensidad y sonoridad la vida humana:

 

Estas ninfas quisiera perpetuar.

Que palpite

su granate ligero, y en el aire dormite

en sopor apretado.

¿Quizás un sueño amaba?

Mi duda, en oprimida noche remota, acaba

en más de una sutil rama que bien sería

los bosques mismos, al probar que me ofrecía

como triunfo la falta ideal de las rosas[7].

 

Una broma de Mallarmé a Debussy revela la concepción que tenía de su propia poesía. Cuando el músico le pidió al poeta permiso para convertir en música «La siesta de un fauno», Mallarmé respondió: «creí que yo ya lo había hecho»[8]. Las correspondencias entre estos dos artistas revolucionarios son muy profundas. Debussy comparaba su deseo de minimizar los ornamentos de su música con la economía del lenguaje que perseguía Mallarmé. Podemos llevar esta comparación más allá diciendo que ambos también compartían su afán por romper con la rigidez, por lo que las singulares estructuras que utilizaba Debussy, siempre en contra de lo tradicional, son el equivalente de la sintaxis ambigua, anfibológica, así como de la predilección por el verso libre de Mallarmé. Lo mismo sucede con los silencios, a los que ambos les daban gran importancia e incluso los dotaban de significado: se convierten así en unidades de sentido, con una lectura, tal como ocurre con los silencios en una partitura musical. El poema de Mallarmé titulado «Un golpe de dados» da la impresión de ser justamente una partitura invadida de silencios.

 

UN   GOLPE   DE   DADOS

NUNCA

AUN LANZADO EN CIRCUNSTANCIAS ETERNAS

DEL FONDO DE UN NAUFRAGIO

[…]

velando

dudando

girando

brillando y meditando

antes de detenerse

en algún sitio último que la consagre

 

Todo Pensamiento emite un Golpe de Dados

 

Paul Valery afirmó: «donde Kant, bastante ingenuamente tal vez, había creído ver la ley moral, Mallarmé percibía sin duda el Imperativo de una poesía: una poética»[9]. En particular, «Un golpe de dados» es en sí mismo un poema y una poética al mismo tiempo. En efecto, allí se despliega toda la teoría mallarmeana sobre la «palabra esencial» y el valor del sonido y de su ausencia, lo que sin duda se relaciona directamente con la libertad formal de las piezas impresionistas de Debussy, en las que el límite entre las notas y los silencios es imperceptible gracias a la comunión que existe entre ellos. Un ejemplo de este fenómeno se encuentra en el preludio Des pas sur la neige (Pasos sobre la nieve) (1909-1910), que comienza con 36 compases de silencio que evocan la tristeza y la soledad, para después introducir una afligida melodía. En las instrucciones para la interpretación de la pieza, Claude Debussy precisa que el ritmo debe tener el valor sonoro de un paisaje triste y helado.

Debussy y Mallarmé, oscuros y esteticistas, fueron eternos buscadores de la purificación del valor estético. El primero persiguió el placer, la libertad y la belleza del sonido a través de la sonoridad aterciopelada que se aprecia en sus obras para piano, en la sencillez de sus obras vocales que parecen poemas recitados, en los matices pictóricos de su música de cámara y en los coloridos brillantes de sus obras orquestales. El segundo busca la esencia y lo subjetivo a través de imágenes simbólicas y tipografías osadas; su poesía no es del yo, sino del espíritu: le quita importancia a lo individual en busca de lo universal, y lo logra mediante lo que él llama «la música de la idea», que yo interpreto como hacer que el sentido provenga de las resonancias, de los colores, de las elipsis, de la puntuación y de los silencios representados por los espacios en blanco. Recordemos que Mallarmé establece la diferencia entre la «parole immèdiate» y la «parole essentielle» (palabra inmediata y palabra esencial). La palabra inmediata sirve para los intercambios comunes y corrientes; en cambio, la palabra esencial revela en nosotros todo el poder y considera no sólo el sentido, sino también el valor sonoro de las palabras. Para Salvador Elizondo, el lenguaje poético de Mallarmé «discurre como de un sistema de vasos comunicantes entre la cosa y su ausencia; la imagen es la ausencia de la cosa, y la cosa es el conjunto de cualidades de que carece y que la definen como cosa ausente»[10] o «abolida», sumida en la «inanidad sonora», para emplear términos de Mallarmé. Lo que le importaba era que su verso fuera «numeroso, musical, raro y, cuando era menester, lánguido o excesivo»[11]. Desde sus primeros poemas publicados, este creador se preocupó por la belleza y consideró la claridad como «un don secundario», al igual que hará Debussy, quien, como ya lo mencioné, renuncia a la tonalidad tradicional.

Sólo el filósofo José Ortega y Gasset pudo sintetizar, de manera magistral, lo que Debussy y Mallarmé —como unidad poética, es decir, creadora— significaron para el nacimiento de un nuevo estilo. Afirma Ortega: «lo mismo que la música actual pertenece a un bloque histórico que empieza con Debussy, toda la nueva poesía avanza en la dirección señalada por Mallarmé»[12].

[1] Roman Ingarden, La obra de arte literaria.

[2] Ezra Pound, El arte de la poesía.

[3] Alexandre Micha, Verlaine et les poètes symbolistes.

[4] Ibid.

[5] Roland De Candé, Invitación a la música.

[6] Marcel Raymond. De Baudelaire al surrealismo.

[7] Stéphane Mallarmé. Fragmento de «La siesta de un fauno», Poesía francesa.

[8] Richard Sieburth apud Denis Hollier. A New History of French Literature.

[9] Paul Valery apud Salvador Elizondo. «Nota introductoria» en Stéphane Mallarmé.

[10] Salvador Elizondo, Stéphane Mallamé.

[11] Paul Verlaine: Los poetas Malditos.

[12] José Ortega y Gasset. La deshumanización del arte.