Alma Eva Moya Bastón

Fatigada de cargar con la memoria lisiada, Laura se sentó por un momento en una banca del parque del lago de Chapultepec. Era el parque que frecuentaba de niña.

Observó el viento; para ella era verde. Le parecía que cosquilleaba las hojas de los árboles y pensó que deberían ser parientes.

Daba la impresión de estar ausente. En realidad, sólo insistía en recordar el instante preciso en que ella misma fracturó los huesos y atrofió los músculos de su memoria para que ya no pudiera andar. La consumía su hartazgo de justificar cuanto hacía y de enfrentar el escrutinio frenético de quienes la conocían, en particular el de su madre.

No pudo casarse y a su edad la idea de hacerlo le parecía ridícula. Dejó de pensarlo cuando todas sus amigas ya se habían divorciado y quedado con un montón de hijos. Además, su mamá no se cansaba de repetirle que ningún hombre se fijaría en ella por ser tan fea e inútil.

Creyó que todo sería más fácil si dejaba de recordar lo que le decía su madre. Ahíta estaba de recibir sus desalmados comentarios. Al ser la única hija, se había encargado de cuidar de ella. Conservaba una mezcla de sentimientos; se sentía feliz de que estuviera muerta y de que el maltrato que recibió de niña hubiera terminado. Recordó la frase favorita que su madre siempre repetía: “Bienvenida, desgracia, si vienes sola”. A Laura le había ocurrido lo contrario.

Vivían en un viejo departamento en la colonia Roma. El edificio se colapsó por un terremoto y su madre murió bajo los escombros con todas sus pertenencias. La misma mañana del fatal incidente, Laura firmó su renuncia en el trabajo y lo único que le quedó fue lo que llevaba puesto. Era cajera en el Banco Central y, sin previo aviso, poco después de iniciar la jornada, llegó el gerente de recursos humanos de la sucursal a su lugar. Le pidió que recogiera sus cosas porque irían a la Junta de Conciliación y Arbitraje. Le imputaron cargos de falta de probidad que negó una y otra vez. Era un ardid recurrente del banco para no pagar la liquidación que les correspondía a los empleados. Ella había trabajado ahí durante 35 años. Al final aceptó sin cobrar ni la prima de antigüedad, porque cada año firmaba un nuevo contrato.

A muy temprana edad, olvidó su deseo de ser bailarina. Según su madre, su torso y piernas cortas provocarían la risa de cualquiera. La obligó a estudiar una carrera técnica de contaduría y a los veinte años comenzó como cajera. Era escrupulosa y eficiente, pero también muy retraída. Vio pasar a decenas de compañeros que progresaron en sus puestos en el banco porque, como ella decía, se sabían mover con sus jefes.

—Seguro a ti no te promueven por fea —era el comentario de su madre.

Todos los recuerdos que Laura deseaba invalidar eran las frecuentes humillaciones. No quería mirarse por dentro ni por fuera. Evitaba los espejos y su arreglo personal era muy simple. Se recogía el largo y abundante pelo lleno de canas en una especie de chongo. Era pulcra y siempre olía a jabón. Insistía en tallarse la piel con fuerza, tanto que a veces se le ponía roja porque su madre le decía que olía como albañil después de un colado. No le gustaba ponerse maquillaje. Su madre se reía diciéndole que sólo se alborotaba lo feo. Usaba el uniforme del banco, incluso en los días de descanso; tenía poca ropa. Sobre la mesa del comedor, dejaba la quincena entera junto con el recibo de nómina y los vales de despensa. Laura no tenía derecho a cuestionar en qué se gastaba el dinero.

Al concluir sus asuntos en la Junta de Conciliación y Arbitraje, tomó un taxi. Ya cerca de su casa se detuvo en una sucursal del banco para cambiar el cheque por el finiquito. Cuando salió se sintió mareada. Los edificios parecían péndulos que iban de uno a otro lado. Se asustó con el estallido de los vidrios del banco y al ver que los empleados salían atemorizados. Apresurada se apartó. Miró cómo caían los balcones, junto con toda la fachada, del edificio de enfrente, dejando expuesto el interior de los departamentos. Allí, unos inquilinos gritaban despavoridos.

Se volvió para un lado y otro. Corrió hacia su casa, que se hallaba cerca. Escuchó sirenas de ambulancias y de bomberos por todas partes. Brincó el tronco de un árbol que se había caído. Era el árbol donde esperaba al autobús escolar. Ya no había nada qué hacer. Su edificio se había derrumbado. Vivía en la planta baja y todo parecía un enorme sándwich de concreto aderezado con fierros retorcidos que salían por todos lados.

Una vecina con la cara llena de polvo blanco la reconoció y enseguida le gritó desde donde estaba:

—¡Lauritaaaa, tú mamá!

Laura se dio media vuelta y, como en un trance, se alejó de su casa. La vecina le gritaba, pero no contestó y corrió, corrió. La gente empujaba. Sin darse cuenta, esquivaba escombros y pedazos de fachadas por todas partes. Los gritos de la gente atrapada en los edificios pedían ayuda. Coches aplastados por enormes trozos de concreto. Sin saber cómo, llegó al Museo de Arte Moderno en la Avenida Reforma y sintió alivio. Dejó de correr y se dirigió al Jardín Botánico. En la fuente de los mosaicos azules que tanto le gustaba, se imaginó que paseaba y disfrutaba del paisaje. Cruzó después por la Fuente de las Ranas, se detuvo a contemplar el agua que salía de la boca de los batracios de piedra y se sentó en la orilla; dibujó con el dedo el contorno de las figuras que la adornaban. Se levantó agitada y siguió caminado con prisa hasta llegar a la banca donde siempre se sentaba, cerca de un café adonde nunca pudo entrar por ser tan caro.

En la banca se dispuso a revivir aquel montón de inválidos recuerdos. El parque estaba desierto. A lo lejos, sirenas y cláxones que al avanzar la tarde dejaron de sonar.

Decidió que su tullida memoria tenía que restablecerse y mostrarle lo que había sido su vida. Temerosa, encontró primero los recuerdos que saben a fuego y queman por dentro todo el cuerpo. Frente a ellos, notó la misma intensidad con que cada suceso había ocurrido y sintió terror al entender que eran tantos. Ya muy tarde oyó el timbre de su celular. Vería quién le llamaba y tal vez lo apagaría, pero recordó que no tenía dónde pasar la noche.

—Hola… Sí, yo estoy bien… Mi mamá estaba ahí… En un parque, quería alejarme de todos los edificios. ¿Ustedes están todos bien?… ¡Qué bueno!… No, no tengo a dónde ir, pero no te preocupes, un cuarto de hotel estará bien… No te molest… Está bien… Estoy en el café de Chapultepec al que nunca entramos, ¿te acuerdas? Sí, voy hacia la calle. Ahí te espero. Gracias, Lucía. Adiós.

Meses después regresó al parque; todavía no tenía trabajo.

—Verá, señorita, su edad no le ayuda —le decían en las entrevistas de forma condescendiente.

Se sentó en la banca a contemplar los árboles y unas burbujas que le reventaron en la frente la hicieron, de un sobresalto, volverse al vendedor que las manipulaba con gran habilidad. Metía un alambre en forma de círculo en una palangana llena de agua jabonosa y luego movía de un lado al otro el brazo para darles forma a esferas enormes y translúcidas que al reflejar la luz solar se pintaban de los colores del arcoíris. Con la otra mano apretaba el gatillo de una diminuta pistola anaranjada y salían disparadas montones de burbujitas que flotaban cerca de la cabeza de Laura.

Escuchó atenta el discurso del hombre que se repetía una y otra vez con un timbre chillante que le dio risa. Se preguntó si la vida de ese hombre sería más fácil que la suya. Acaso tendría que dar a alguien explicaciones de sus técnicas de venta, y de lo agudo y penetrante de la voz, y de lo incómodo que podría ser gritar de esa manera para vender sus burbujas:

—Lléeeeeeevelaaaas, llévelas, llévelas, lleeeve las burbuuuujaaaas. Las hay para todas las edades. Las hay de todos los tamaños. Para la niña del moño verde; para el niño del patín del diablo; para la señorita y el joven que la acompaña.

Laura se rio cuando se dio cuenta de que el vendedor incluía en su discurso a cuanta gente pasaba.

Miró también a los niños que daban galletas a las enormes carpas del lago frente a ella.

—No creo que los peces se preocupen por comer harinas refinadas o azúcar. Los peces se comen lo que otros les dan sin decidir, sin pensar. No tienen elección. Abren la boca y listo, cae una galleta. ¿Y yo? ¿Tendré que abrir la boca para que alguien me dé de comer? ¿Lo he perdido todo en verdad? ¿Por qué entonces me siento más ligera?

Se acercó al vendedor de burbujas y compró el paquete grande. Usó la palangana y estudió por un momento el movimiento del brazo. Los primeros intentos fueron fallidos. Siguió intentando hasta que vio una enorme burbuja que salía del aro de alambre. Corrió agitando el aro por los aires y otras burbujas salieron. Elevaba las piernas tratando de imitar el arabesco de las bailarinas que tantas veces miraba en videos en su teléfono. El viento verde se las llevó a la copa de los árboles y ahí se reventaron.

Regresó con el vendedor y emocionada le preguntó:

—¿Cuánto por todo?

—¿Qué todo? Si ya me compró, damita. Ahora la voz de tiple se había convertido en su verdadera voz.

—¡Todo el negocio! —le dijo jadeante.

—No, damita, cómo cree; usté me’stá cabuleando.

—No, no. Dígame cuánto. Si quiere le ayudo a hacer las cuentas. A ver, vende las pistolitas a quince, ¿no? Y trae una, dos, tres… Ah, muy bien, son veinte. Son trescientos pesos de esas. Luego de los aros grandes son… mmm… ¡Catorce, muy bien! Los da a treinta pesos. Entonces son cuatrocientos veinte pesos. ¿Y la palangana? ¿A cómo me da la palangana?

El vendedor con cuerpo de salchicha y camisa rayada no contestaba; la miraba de arriba abajo. Se rascaba incrédulo la cabeza sin pelo mientras Laura revisaba la mercancía como si estuviera haciendo un inventario.

—Por la palangana yo considero unos treinta pesos. Entonces, trescientos más cuatrocientos veinte más treinta nos da un total de setecientos cincuenta pesos. ¡Ah! y las clases. Necesito que me dé unas clasecitas de cómo manejar el negocio. También de la receta del agua jabonosa porque seguro tiene su truquito. También que me enseñe a alcanzar esos agudos. Yo diría que quinientos pesos por la transmisión de su conocimiento es un precio justo. Serían mil doscientos cincuenta pesos. ¿Nada mal, no cree? ¿Acepta vales de despensa?

—Yo creo que usté stá bien lurias, damita.

Laura se sentó en la banca. Parecía que las palabras se le ahogaban en el pecho.

—Mire, joven, lo único que me queda son recuerdos de una vida triste. Es la primera vez que me siento feliz al fabricar esas burbujas. El terremoto que derrumbó media ciudad también se llevó a mi madre y todo lo que tenía. No me queda más que la memoria que ya empieza a andar, y un poco de dinero. Me despidieron de mi trabajo y no he encontrado nada porque ya estoy muy…

El hombre se sentó a lado de ella y la interrumpió:

—Ay, damita, no se me preocupe. Yo como quiera tengo mi familia y mi negocito. Se sintió refuerte el temblor aquí. Le llamé a mi señora luego luego y me dijo que allá en mi coloña no se había sentido nada. Aquí en el restorán sí se asustaron bastante y todo mundo salió corriendo.

Laura lo miró, respiro profundo y le pidió al vendedor de burbujas que practicaran juntos el discurso para animarse. Como ya no había gente, improvisó con la voz de tiple todos los apodos que su madre le había puesto. La perorata de voces agudas hacía surgir con elocuencia nuevos compradores con defectos atroces que los llevaron hasta las lágrimas de risa. Las carcajadas de los dos interrumpían sus descripciones.

—Lléeeeeeevelaaaas, llévalas, llévelas, lleeeve las burbuuuujaaaas. Las hay para todas las edades. Las hay de todos los tamaños. Para la señorita que no baila y tiene las piernas cortas; para la fea cincuentona; para la que le apesta la bisagra; para la ruca sin trabajo; para la que no tiene madre; para…