Juan Antonio Rosado Z.

En algún lugar de su obra, escribe Alfonso Reyes: «La soberbia es casi otro nombre de la filosofía: yo me forjo una idea a priori de la realidad y comienzo por establecer que es la única idea legítima. Luego, si la realidad no la cumple, trato a puntapiés a la realidad». Son legítimos los ideales, forjar utopías, imaginarse algo que pudiera ser mejor que lo existente. Esos ideales, de cualquier forma, provienen de la contemplación, pero todo acto contemplativo es siempre parcial. A eso podría llamársele «teoría», si tomamos una de sus acepciones, pues etimológicamente «teoría» implica contemplar a los dioses. Ver al dios: un acto más allá de la praxis. Por ello, el error consiste en enamorarse del ideal. Enamorarse más de la teoría que de la práctica resulta soberbio no sólo en términos de creación, a pesar de lo que muchos teóricos digan. En esto tiene razón Goethe: «Gris es toda teoría y verde el árbol de oro de la vida». De verdad lo hemos vivido, por ejemplo, con ciertos sistemas económicos, como el llamado neoliberalismo. Sus teóricos se enamoraron demasiado de su teoría o, en su defecto, defendieron un fin mezquino de forma deliberada. El cada vez mayor empobrecimiento del hombre común, sobre todo en neocolonias o países periféricos, resulta evidente para todos. Como dijo François de la Rochefoucauld: «La filosofía triunfa fácilmente frente a los males pasados y frente a los males futuros, pero los males presentes triunfan sobre ella». Conecto esta frase con la de Reyes: cuando los males presentes triunfan sobre la teoría, los empecinados teóricos, economistas, filósofos, juristas, sociólogos y demás gente sumergida en sus nubes o en los intereses y beneficios que obtienen de sus patrones corporativos y políticos, tratan (todos ellos) a puntapiés a la realidad. Sin saberlo, forjan a la larga su propia destrucción o la de sus descendientes.

Algo similar ocurre en la creación. Cualquier artista o escritor, lo sepa o no, parte de una «teoría» en tanto «contemplación». No de una «teoría general» ni de una «filosofía» sobre narración o escritura. Me refiero a una contemplación específica de un cuento o de un poema o novela. Surge un ideal. Lo importante es que no nos enamoremos de esa contemplación como lo hacen muchos economistas. El artista, en la medida en que desprecia el poder, carece de intereses mezquinos. Es siempre importante prefigurar los múltiples casos concretos y contradicciones, poner en práctica nuestro ideal con humildad y ver si funciona o no, y siempre sacar lo que Hemingway llamaba bullshit detector. Hay que darle más importancia a la práctica que a la teoría y nunca forzar el tema para acomodarlo a nuestra contemplación. Eso sería como ponerle una camisa de fuerza o un corsé a nuestra obra, como la camisa de fuerza que políticos y economistas, desde las naciones hegemónicas, le siguen poniendo a la realidad.

A menudo, las mentes muy teóricas —por ejemplo, las constructoras de sistemas de pensamiento— pecan de ingenuidad, por no decir de estupidez, al intentar sintetizar en un órgano la complejidad y pluralidad de funciones que no terminarán de integrar lo que llamamos realidad. Pero más ingenuos e incompetentes son los discípulos de las teorías: aquellos que, al seguirlas ciegamente, adaptan sus deseos o impulsos a una u otra teoría sólo porque la adoptaron por considerarla apropiada. Lo anterior no sólo suele producir bodrios en materia de arte y literatura, sino también en economía, política, derecho o cualquier disciplina. Ante todo, existe una realidad determinada, y luego se teoriza sobre ella, no se intenta adaptar la realidad a la teoría. Primero se hace teatro y después surgen los tratados de dramaturgia; primero se habla y escribe, y luego se redactan gramáticas, que no son sino descripciones del fenómeno, aunque a veces se conviertan en descripciones prescriptivas que intentan erigirse en canon, convención o modelo inamovible, sin considerar que pueda aparecer una nueva convención o modelo que contradiga o le dé la espalda al anterior.

Respecto de la creación artística, de cada obra es posible deducir su teoría (o poética). La palabra teoría implica contemplar lo invisible para concretarlo. Toda obra artística parte de esa contemplación. Igor Stravinsky, al hablar sobre estas cuestiones, profundiza en lo que podría considerarse modos o perspectivas de entendimiento: «Existen composiciones —afirma el músico— de las que se deduce la teoría. O si esto no es exactamente cierto, diría que la teoría posee una existencia accesoria que es incapaz de crear, o aun de justificar. Sin embargo, la composición entraña una profunda intuición de la ‘teoría’».

Lo anterior es, desde mi punto de vista, paradójico: el teórico contempla las cosas de modo necesariamente parcial (no hay visión total cuando hablamos de «mundo» o «realidad»). Por ello, a la hora de aplicar su teoría, fracasa sin remedio. La teoría permaneció en el nivel accesorio y fue incapaz de crear en su misma aplicación. Sólo se le justifica —acaso— a partir de la economía o la filosofía. En el fondo, todo acto de concreción implica haber intuido una teoría. Pero entonces puede llegar el teórico a ultranza y deducir de allí la teoría intuida. Su error consistirá en aislarla de la realidad (u obra artística) para proponerla y aplicarla a otras obras o realidades. Por ejemplo, una teoría económica surge de la deducción a partir de cierta contemplación. Esta teoría puede funcionar en una realidad determinada, pero ¿puede aplicarse a otras? No, o no necesariamente. No se trata de imponer una teoría ciegamente, sino de determinar qué realidad le cuadra. Por desgracia, la racionalidad compulsiva se ha dedicado a acabar con el mundo, pues las teorías aplicadas de la manera descrita nulifican al otro y vuelven unívoco lo multívoco. Hamlet seguirá teniendo razón: «Hay más cosas en el cielo y la tierra, Horacio, que las que sueña tu filosofía».