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Carlos López
 
El ser humano construye su vida con palabras, no puede prescindir del lenguaje. 
Éste es su sustancia, su persona. Cuando calla, dialoga con el infinito; ora en la inmortalidad al construir enunciados. Habla para establecer la comunión celebratoria de su imagen: la palabra —identidad, historia, saber—, su creación, «el único don de dioses, que todo contiene, la verdad, la vida», como dice Constantino Cavafis. Quien revela palabras, abre universos, ilumina caminos. 
El lenguaje está en movimiento. Las palabras son células vivas: se modifican, se olvidan, regresan; se crean, se reinventan. Por eso no hay diccionario capaz de contener una lengua, ni gramática donde estén todas las reglas que enseñen cómo tejer  las palabras. Las normas también cambian, pero no tan rápido como las palabras; el escritor debe entonces convertirse en el legislador del lenguaje cuando los criterios de redacción no se ajustan a su realidad. Esto obliga a la Real Academia Española a actualizar sus preceptos, a abrir las ventanas de sus claustros para que entren las palabras de la calle. 
Es un misterio el hecho de que una de las cosas más complejas del mundo sea lo más natural de aprender: el lenguaje. Éste se nos da al nacer. Pero  la expresión «habla sólo porque Dios es grande», aplicada a quien habla sin conciencia de lo que dice, contiene un reclamo para el transgresor de algunas de las funciones del lenguaje: comunicar con sentido, conducir al conocimiento, enzarzar la moral, procurar la estética, buscar la verdad. 
Las palabras también tienen una finalidad catártica. Al hablar, el caído se levanta; el doliente, encuentra el bálsamo. Los sanadores de cuerpo y alma extirpan males con oraciones, alejan lacras, restituyen el equilibrio mental y físico. El poder de las palabras es inconmensurable. El lenguaje es vida; nos crea, nos da forma, aliento; somos su ser, su eco.
Quien conoce una lengua y desentraña el significado de las palabras, atesora sabiduría, tiene el poder de transformar el mundo. «Si las palabras no significan nada, el silencio es invaluable», reza un proverbio árabe; pero «una palabra que llega justa es como una confidencia milenaria, como un secreto transmitido de generación en generación. Somos como la clavija que vibra con la cuerda sin saber qué manos la rasgan ni dónde está el otro extremo», afirma José M. Eguren.
Según el refrán latino, «el lenguaje es el espejo del alma». Conocer el alma de las palabras, chispa, espíritu, su sagrario, despierta la pasión por indagar en el origen del ser. Amar el lenguaje es el acto más religioso del ser humano. Para Hildegard von Bingen, «el mal uso de la palabra es una acción demoniaca», según le dictó la Luz Viviente.
Hay quienes no sólo utilizan las palabras, viven por ellas; su casa es el lenguaje, su fin. Con el lenguaje se canta y quien lo hace es invencible; se interpreta el caos; se llena el vacío; se hace real el mundo. El universo existe porque vive alguien para nombrarlo. El ser humano pone de testigos el cielo y la tierra aun cuando balbucea en soledad.
Este libro quiere acompañar a quienes buscan la conciencia de las palabras, compartir el pensamiento de seres universales ―únicos por la manera como han puesto una palabra delante de otra para decir cosas irrepetibles― y reflexionar de manera pública sobre el lenguaje y la más pequeña y autónoma unidad de sentido, la más apasionante, evolucionada, misteriosa de las creaciones humanas: la palabra. 
 
Introducción a Redacción en movimiento (Editorial Praxis, México, 2015)