Juan Antonio Rosado Zacarías

A Alfonso Reyes le gustaba citar: «Todo lo sabemos entre todos». En materia de arte puede haber guiños dirigidos a lectores cultos: intertextos, paratextos, hipotextos, citas textuales, paráfrasis, parodias, pastiches y otros tipos de transtextualidad, pues todo proviene de alguna parte y cualquier obra es producto de la cultura. No obstante, una cosa es la utilización de la cultura con fines lúdicos, tal como lo hicieron Cervantes, Joyce, Borges, García Ponce, Fuentes (en Aura, por ejemplo) y un sinnúmero de artistas, y otra muy distinta es copiar y pegar un texto ajeno y hacerlo pasar como propio, vergonzoso fenómeno tipificado como robo intelectual o plagio. Es vergonzoso (si es que tal categoría moral subsiste aún en algunos especímenes) porque denota la profunda mediocridad de quien lo comete: su carencia de voz, su impotencia para trabajar, reflexionar y generar algo personal, su profunda discapacidad mental, que lo hace anhelar ser como otro sin llegar a serlo (y sabiendo que jamás lo será).

En la antigua Roma, plagium era el delito que consistía en vender como propio un esclavo ajeno o a un hombre libre como si fuera esclavo. El académico Lorenzo Riber nos recuerda que fue Marcial quien aplicó esta palabra a los poetas (no pocos) que le robaban sus versos y los hacían pasar como suyos. Incluso a un poeta que mezclaba sus versos con los de Marcial, este último le escribió: «¿Por qué mezclas, imbécil, los versos tuyos con los nuestros? ¿Qué parte tienes, miserable, en mi libro, que sirve para realzar la ruindad del tuyo? ¿Por qué pretender enlazar leones con zorros y aparear águilas con lechuzas? Aunque uno de tus pies fuese ligero como el de Lada, correrá con ridiculez teniendo el otro de palo».

El plagiario de textos envidia a otro e intenta ocupar su plaza. Puede tener «razones» para hacerlo: desde obtener ganancia económica, conseguir cierta «fama», «renombre» o «prestigio», o algún reconocimiento o premio (a menudo efímeros reflectores), hasta acreditar una materia u obtener una calificación en la escuela o un título académico, en cuyo caso podría ahorrarse el trabajo, ya que en países sumidos en la corrupción resulta fácil comprar o imprimir títulos, o mandar a hacer tesis.

Alguien me dijo una vez que para plagiar se requiere inteligencia, a fin de que nadie se dé cuenta del robo. Yo le cuestioné ese tipo de «inteligencia» argumentando que, por un lado, hay muchos tipos de inteligencia, y por otro, que el tipo de «inteligencia» del plagiario es en verdad primitivo, muy precario, como el de un animal que por instinto de supervivencia roba o mata. En definitiva, la supuesta inteligencia del plagiario no se necesita ni en las universidades ni en las academias ni en ningún lugar adonde se va a ejercer el intelecto y el criterio, o adonde se va a ampliar las capacidades intelectuales para superarlas. La «inteligencia» del plagiario está más cerca de la astucia que de la reflexión sobre cualquier fenómeno cultural o natural. Le comenté lo anterior a mi colega Karina Castro, quien me respondió: «Yo lo llamaría simplemente astucia, como la del pícaro, a quien no puedes llamar inteligente, sino que se las arregla para sobrevivir con los recursos de los otros». Es verdad: el pícaro tiene una pulsión, una conducta repetitiva, compulsiva; es un tipo que, como tipo, se repite a sí mismo sin cansancio, al igual que el ladrón, el corrupto o el plagiario. Seres mecánicos, automatizados, al carecer de personalidad y nadar en la inseguridad de la vida, no pueden concebir el mundo de modo personal, sino como «tipos». Es cierto que nadie vive sólo con recursos propios, pero quien ya lo sabe lo reconoce, lo agradece y lo revela sin temor, sin ocultar, tal como lo hizo Borges, uno de los autores más humildes y por ello más grandes de las letras: el autor «menos» original, el más lector de otros, es al mismo tiempo, tal vez, el más original de todos.