Juan Antonio Rosado Z.
Si el premio Nobel de literatura fuera algo serio, sin duda uno de los premiados hubiera sido el dramaturgo y cineasta Ingmar Bergman, nacido en julio de 1918. Una letra de canción puede ser una obra artística e innovadora. ¿Por qué no un guion cinematográfico o una obra teatral? Los guiones de indiscutibles artistas del cine, como Luis Buñuel, Federico Fellini, Pier Paolo Pasolini, Andrei Tarkovsky o Luchino Visconti pueden leerse incluso sin haber visto las películas, como cuando leemos una obra de teatro sin haber visto la representación. Jean-Paul Sartre realizó guiones de cine (La suerte está echada y El engranaje), que leemos independientemente de si se realizaron o no las películas. La operación inversa es también válida: mirar primero la película y luego leer el guion. Eso es lo que he hecho con varias obras de Bergman, Buñuel y Fellini, cuyos guiones funcionan por sí mismos como obras literarias.
El caso de Bergman es excepcional por muchas razones, y no sólo por la literariedad y enorme calidad de sus películas y puestas en escena (recordemos la que hizo, por ejemplo, de La flauta mágica, de Mozart). Al igual que Dostoievsky, Stendhal o Strindberg, Ingmar Bergman fue uno de los grandes sicólogos, un creador de personajes y situaciones límites, un maestro de la tensión sicológica y del diálogo inteligente, un conocedor profundo del ser humano, de su condición física, metafísica y, sobre todo, emotiva. Como creador de personajes entrañables, complejos, difíciles de definir, a Bergman no puede aplicársele ningún esquema fácil. Fue un artista que siempre huyó del lugar común y se internó como nadie en el alma para narrar y describir la ambigüedad moral, la muerte, la traición, la mentira y el engaño, la crisis matrimonial o de pareja, la violencia, el debate de la existencia o inexistencia de dios, la angustia, la soledad, el sueño, la depresión, el terror, la otredad, la condición femenina, el silencio y la incomunicación, la vanidad y el orgullo, las relaciones conflictivas entre familiares cercanos o amigos en un ámbito intimista y, en particular, la humillación, acaso el nudo conflictivo más intenso ya trazado en Noche de circo (1953), un clásico del cine de arte, a pesar de su fracaso inicial.
Quizá lo más valioso en la mayoría de las películas del autor sueco sea la tensión sicológica y la introspección, la mirada al interior. En El séptimo sello (1956), ambientada en la Edad Media, Bergman estaba tan compenetrado en el asunto religioso y el conflicto entre vida y muerte, que pasó por alto que sus personajes medievales tienen, todos, perfectas dentaduras, fenómeno prácticamente imposible en un adulto medieval, época sin dentistas, pero con pestes, enfermedades de la piel y escorbuto. Este detalle que vuelve algo inverosímiles las presencias carnales resulta insignificante por la profundidad de la narración. Hubiera podido ambientar la obra en otra época, pero se obsesionó por una pintura de Albertus (siglo XV), que vio en la iglesia de Täby, en Uppland (Suecia), donde aparece la muerte jugando ajedrez. En el resto de sus películas, hay un cuidado de cada detalle. Parafraseando a Tarkovsky, Bergman también hizo esculturas en el tiempo, montadas en anécdotas complejas que jamás son ni tontas ni superficiales ni maniqueas. Forma y fondo son impecables.
Sería imposible referirme tan sólo a sus cintas más relevantes o significativas. Un verano con Mónica (1953), sobre la paulatina descomposición y desintegración de una pareja de amantes, marcó el inicio de su indagación sicológica. La trilogía sobre el silencio de dios (El silencio, Luz del invierno y A través de un vidrio oscuro), así como Fresas salvajes (1957), Persona (1966) y La hora del lobo (1968), son claves y allí aparecen sus obsesiones más destacadas. En Persona («máscara») se descubre no sólo la traición contra la confianza y la intimidad, sino que la misma cinta sufre una deliberada descompostura y al final aparece la cámara que filmó todo: se devela el engaño, se descubre la máscara, todo fue una película. En la que tal vez sea su obra maestra, Gritos y susurros (1972), nos adentramos en las relaciones entre tres hermanas. Allí, casi cada segundo de cada escena es un cuadro de gran plasticidad por obra y gracia del arte fotográfico de Sven Nykvist. Muy distinta es De la vida de las marionetas (1980), versión sicoanalítica, existencialista y, a mi juicio, muy superada, de la clásica Psicosis, de Alfred Hitchcock. En ambos casos, el protagonista es un sicópata, pero en Bergman hay una indagación detectivesca en su interioridad y emociones. La obra se inicia con una aparente situación de Amok, es decir, el síndrome homicida (o suicida) gratuito, cuando alguien mata de repente y sin razón. El espectador, ya intrigado, permanece para saber qué ocurrió en la interioridad del personaje masculino. La estructura de la narración es fragmentada y multiperspectivista: mediante entrevistas a personas cercanas o breves secuencias, entre las que destaca un sueño, se nos proporciona distintas visiones sobre el asesino, y el espectador debe enlazarlas para reconstruir su personalidad y llegar a sus propias conclusiones. No está de más mencionar que el discurso racional-sicológico se despliega de modo explícito en una de las secuencias.
En La pasión (mal traducida como La pasión de Ana) (1970), la acción se interrumpe cuatro veces justo en los instantes en que el espectador más se ha adentrado en la trama, en la sicología y situaciones emotivas de los personajes. Cada una de las interrupciones ocurre para entrevistar a uno de los cuatro actores principales sobre su personaje: se le pide una opinión. Estas dramáticas rupturas nos distancian por unos momentos de la intensidad y tensión, de la violencia sicológica e incluso física en que viven los personajes, a fin de recordarnos que todo no es sino una película: ficción. La desintegración se opera en distintos niveles y de una manera muy diferente de como ocurre en Persona. Al inicio, las ovejas, cuya connotación simbólica es clara para la cultura judeocristiana occidental (el rebaño es obediencia servil, sumisión, rectitud) también experimentan la desintegración. La pasión es una de las mejores y más desconcertantes películas del autor sueco.
Sonata de otoño (1978), Después del ensayo, Escenas de un matrimonio (las dos versiones), Vergüenza (1968) (que incluye el tema de la guerra), Cara a cara (1976), Fanny y Alexander (1982), Sarabanda (2003)… son otras tantas obras maestras que indagan profundamente en las emociones humanas, porque tal vez lo más relevante en este autor sean las emociones, que incluyen desde la alegría hasta la angustia y la humillación, pasando por todas las contradicciones y debilidades del ser humano en tramas que generan tensión desde el inicio, sin caer jamás en la superficialidad o el maniqueísmo. Se dice fácil: «otras tantas obras maestras». Pero a un solo director puede costarle la vida entera hacer una sola después de decenas de intentos. Bergman se movía como pez en el agua: lo natural en él era producirlas.
Eres un bergmaniano de corazón desde que te conozco. Tienes razón, merecía el Nobel de Literatura.
Cierto. La decisión de dar el Nobel de literatura a artistas que primordialmente se desarrollaron en otro género llegó tarde. Y sí, cada película de Bergman es una obra literaria a 24 cuadros por segundo.
También merece la pena mencionar la positiva opinión que tuvieron sus allegados, como Liv Ullman, sobre la personalidad del director. Disfrutaban pasar tiempo con él. A ese nivel de genialidad pasar una jornada con Bergman parecería algo complejo, sin embargo contaba con la gracia de transmitir de manera eficaz la complejidad de su pensamiento.
Gracias por compartir.
Excelente ensayo sobre la obra de Bergman.
Felicidades, Dr. Rosado.
Dr. Rosado: moverse como pez en el agua, creando obras de arte, compartiéndolas, creando otras, es la cadena trófica del Homo creator. Felicidades por compartir y crear.
De acuerdo con la grandeza de Bergman. En mi parecer con inspiración brechtiana. En lo particular me gusta La fuente de la doncella. Un abrazo con admiración.