Juan Antonio Rosado Z.

Como Juan Rulfo, Juan José Arreola y Josefina Vicens, la cuentista sinaloense Inés Arredondo (1928-1989) escribió una obra breve (tres libros de cuentos, un ensayo sobre Jorge Cuesta y algunos textos más). Es ejemplo del escritor que prefirió sacrificarse a las letras sin hacerse propaganda ni caerles bien a los críticos; un escritor que supo decir precisamente porque supo callar. Cuando Arredondo recibió el Premio Xavier Villaurrutia por Río subterráneo (1979), comentó que le daba gusto recibir un premio, pero que «los actos sociales de la literatura no me interesan, son vacuos» y que el creador debe permanecer en la marginalidad.

Entre las malas lecturas que se le ha hecho a esta autora, resalta la feminista. La misma Arredondo siempre se resistió a que la incluyeran entre las feministas: ella era una artista, una escritora, y el arte carece de sexo; es impersonal, atemporal y va siempre más lejos de quien lo produce. Sostiene Arredondo —citada por su mejor biógrafa, Claudia Albarrán—: «no creo en el feminismo, no existe para mí. A mí me gustaría estar entre los cuentistas, pero sin distingos de sexo, simplemente con los cuentistas».

Arredondo fue también una lúcida escritora que pasaba horas —como ella misma dice— rumiando «la verdad de cada una de las palabras» que se integrarían al cuento: «En mi prosa no hay desperdicios. Me impongo la disciplina de buscar la palabra exacta, no me conformo con sinónimos». Esta voluntad flaubertiana de perfección dio frutos exquisitos, los cuentos. Entre ellos, recuerdo bien «La sunamita» (del libro La señal, de 1965), cuyo tema es el vampirismo desde una óptica muy original: un viejo que le va «chupando» la vida a la joven con quien se casó in extremis. ¿Y qué decir de esas joyas de la minificción: «Año nuevo» y «Orfandad»? En esta ocasión, me detendré en «Las mariposas nocturnas», que se desarrolla en la época del porfiriato, época literariamente marcada por el modernismo, y desde el punto de vista cultural de la clase alta, por el afrancesamiento y el cosmopolitismo. La autora supo transmitir con verosimilitud esas atmósferas: el cuento se adecua a la época que describe y también a la clase social, pero va mucho más allá de eso. Podría incluso considerarse un cuento de formación, una auténtica iniciación.

La frase introductoria es sorprendente debido a la ambigüedad que causa por el empleo de los pronombres: «Cuando lo vi rozarle la mejilla con el fuete, supe lo que yo tenía que hacer». El narrador dice «lo» y «le». ¿A quiénes se refiere? El principio genera intriga. Y luego: «Era extraño porque a él le gustaban las adolescentes». Después nos damos cuenta de que ese «lo» es don Hernán, y el «le» se refiere a Lía. El narrador es un narrador testigo en primera persona, a quien don Hernán llamó Lótar. Cambiarle a alguien de nombre o cambiarse de nombre es transformar también la identidad, y responde —como es bien sabido—a muchas iniciaciones o ritos iniciáticos.

En gran medida, el tema principal es la pérdida de la inocencia. No obstante, esa virginidad, esa inocencia, esa carencia de culpa no es de índole (o no será de índole) sexual, sino cultural. A Hernán le interesan las adolescentes, y Lía es una joven que da clases en una escuela ubicada en la propiedad de este hombre. A la muchacha sólo le interesa la biblioteca, la cultura, el conocimiento. Hay un deseo, y todo deseo implica una carencia. El movimiento del deseo de Lía se dirige hacia la cultura, los libros.

Claudia Albarrán, en su libro Luna menguante (biografía y análisis de Inés Arredondo) nos revela que don Hernán está basado en Alejandro Redo, uno de los fundadores de El Dorado, hacienda de Sinaloa que frecuentó la autora. Redo tenía fama de homosexual. Es claro que en el cuento, don Hernán y Lótar son pareja. El narrador testigo Lótar se pone celoso de Lía, quien, sin embargo, jamás sostiene relaciones sexuales con don Hernán: nunca pierde su virginidad en ese aspecto. Al final, Lía le devuelve su lugar a Lótar cuando se va de la casa, cuando se niega a seguir siendo sólo objeto de contemplación: ella quiere ya algo más.

Pero volvamos al principio. La muchacha se inicia en la cultura, en el conocimiento, y pierde la inocencia en ese sentido porque todo conocimiento implica pérdida de la inocencia. Hernán funge como guía, como maestro: es una especie de Virgilio (para aludir a la Commedia de Dante) que conduce a Lía por el mundo cultural a través de profesores y viajes por otros rincones del mundo. Puede asociarse esto último con el Pigmalión de Bernard Shaw, obra teatral basada en el mito griego del escultor que crea a una estatua de la que se enamora. En el drama, el profesor le enseña a la florista a hablar buen inglés y a comportarse de acuerdo con las normas sociales de la clase acomodada. En el cuento de Arredondo, don Hernán no sólo contempla a Lía, sino que también la transforma, la instruye, le pone maestros:

Se la educaba en la más rígida de las disciplinas y se sometió a ella: a las siete de la mañana tenía que estar de pie y vestida, para que Pablo, el caballerango mayor, la enseñara a montar a caballo; luego el baño y volverse a vestir para el desayuno conmigo y las mañanas enteras con Monsieur Panabière en la biblioteca, a puerta cerrada.

Las clases de inglés eran con Mr. Walter, jefe de máquinas del ingenio, y luego don Hernán «la enseñaba a erguirse, a caminar, a mover la cabeza en señal de agradecimiento, con encanto, sin decir palabras». Lía también estudiaba en el gran piano de cola lo que una monja le enseñaba, y el cura «se tuvo que tragar que era una pariente de don Hernán, cuando sabía, perfectamente, las habladurías de la gente». A pesar de la ambigüedad que se maneja, nada ocurre sexualmente entre Lía y don Hernán. Lótar es un voyeur y, afrentado, describe lo que ocurre; acepta el capricho esporádico de Hernán y de lo que llamaba «el holocausto de las vírgenes», pero —continúa Lótar— «tomando en cuenta solamente su naturaleza de coleccionista». El narrador se prestaba para «recolectar» la colección de Hernán y eso los unía más. Don Hernán usa a Lótar porque éste no es parte de su colección. El coleccionista no suele utilizar sus colecciones, sino sólo contemplarlas. Don Hernán, por ejemplo, le pone a Lía las joyas de su madre para contemplarla con ellas. Este «Edipo», al asociar a la muchacha a su madre, revela también su homosexualidad. El mismo Lótar la revela cuando dice:

Por las noches, don Hernán me llamaba a su cuarto, pero raras veces era para aquello, y cuando sucedía era sin pasión, como una cosa necesaria y mecánica. En la mayoría de las ocasiones era para que me estuviera quieto en la sillita regencia mientras él leía y fumaba un cigarrillo tras otro en la boquilla corta.

También Lótar dice después que todos, «que éramos sólo hombres», se acostumbraron a ver a Lía con una indumentaria blanca que Hernán diseñó. Este último ejerce un erotismo a través de la contemplación, de la mirada. Al final, la joven estuvo a punto de convertirse en dueña y señora, pero don Hernán reaccionó con violencia. Cuando ella intenta un acercamiento más físico con el hombre, él la rechaza y la expulsa del paraíso. Lía se va sin nada, pero ¿se va realmente como llegó? Sí y no. La respuesta afirmativa sólo ve las apariencias, pues lo que lleva es lo que aprendió: los frutos de la instrucción.

En cierto sentido, pienso que Arredondo parodia un pasaje bíblico: el de Lía y Raquel. En el mito bíblico, Jacob era indiferente hacia Lía, pero Dios la bendijo llenándola de hijos; en el cuento, ella se llena de cultura. En el cuento, don Hernán le pone el nombre de «Lía» a la muchacha y argumenta que no puede llamarse Raquel: «no hay Raquel para mí». En el Antiguo Testamento, Raquel fue efectivamente amada por el marido. La Lía de Arredondo es el reverso de la Lía bíblica: no se llena de hijos, pero sí de cultura, viajes, conocimientos, museos… En la Commedia, Raquel es símbolo del amor meditativo; en cambio, Lía es el amor fructífero, activo.

Me referiré ahora al epígrafe de «Las mariposas nocturnas», tomado de un poema de Edgar Allan Poe titulado «Dream-land». Es interesante que en la narración haya un caballo «pura sangre» llamado Edgar (¿guiño irónico que nos conecta con Poe y, por tanto, con el epígrafe?). Si leemos atentamente lo que Arredondo cita en el poema del escritor estadounidense, caeremos en cuenta de que allí se resume el cuento completo. ¿Se basó Arredondo en el poema para escribir el cuento, o redactó primero el cuento y luego colocó el epígrafe? Poe se refiere a Eldorado, conocida leyenda del lugar paradisiaco, lleno de oro, pero así también se llama la hacienda de Sinaloa en la que Arredondo pasó momentos felices durante su infancia, tal como lo relata en su breve autobiografía:

En Culiacán, en la escuela, con mis padres, me sentía incrustada en una realidad vasta, ajena y que me parecía informe. En cambio, en El dorado la existencia de un orden básico hacía posible entrar a ser un elemento armónico en el momento mismo en que se aceptaba ese orden […] En El Dorado se demostraba que si crear era cosa de locos, los locos tenían razón.

La autora cita el poema de Poe en español. Tal vez la traducción sea suya. Pongo el pasaje original a pie de página:

Para el fiel corazón que apenas llora,

Es aquélla, región consoladora;

Para el alma que en sombras se adelanta,

¡Oh, es celeste Eldorado y Tierra Santa!

Mas quien cruza sus lindes aún viviente,

No osa nunca mirarle frente a frente;

Sus secretos profundos jamás fía.

¡Jamás! a ojos abiertos todavía.

Tal lo manda su Rey, su rey nos veda

Que allí el párpado inquieto alzarse pueda;

Y si ante el alma que llegó, se esfuma

Todo aquel mundo entre hechizada bruma

Por una senda oscura y desolada,

Sólo de ángeles malos frecuentada

Donde un ídolo reina, que se nombra

La noche, en trono de misterio y sombra,

Alcanzará, quien visionario ambule,

aquella penumbrosa, última Tule.[1]

Los versos: «Mas quien cruza sus lindes aún viviente / No osa nunca mirarte frente a frente / Sus secretos profundos jamás fía», en el contexto del cuento pueden asociarse a don Hernán, quien jamás fía sus secretos. La frase «Tal  lo manda su Rey, su Rey nos veda…» puede vincularse también a don Hernán, que simboliza el poder (en la frase se apela a dicho poder). Toda la parte final del epígrafe nos remite a Lía, pues el hombre impide que ella transgreda los límites. Lía intentó transgredirlos porque no se conformó con su papel pasivo, como Lótar, el auténtico conformista.

Me parece que Arredondo construyó la historia (por lo menos en parte) a partir del poema de Poe y de lo que ya comenté sobre el personaje real, uno de los fundadores de la hacienda El Dorado: Alejandro Redo. Arredondo también conocía muy bien la Biblia porque en Sinaloa tuvo una educación religiosa, pero luego, al igual que el resto de su generación, y al igual que muchos otros, renuncia definitivamente a la idea de dios. Se vuelve atea, si bien permanece aquel sustrato religioso y a menudo la autora parodia o invierte aspectos bíblicos. Pero independientemente de estos datos, en el cuento la mirada erotiza al objeto, a un objeto que al final se negó a seguir siéndolo para adoptar un papel activo, pero el poder no lo permitió. Lótar recupera su lugar en la casa.

 


Este ensayo forma parte del libro Avatares literarios en México, publicado en 2017 por la Universidad Autónoma de la Ciudad de México (UACM) en su colección al margen.

 

[1] De «Dream-land», cito sólo la parte que toma la escritora: «For the heart whose woes are legion/ ‘Tis a peaceful, soothing region-/ For the spirit that walks in shadow/ ‘Tis- oh, ‘tis an Eldorado!/ But the traveller, travelling through it,/ May not- dare not openly view it!/ Never its mysteries are exposed/ To the weak human eye unclosed;/ So wills its King, who hath forbid/ The uplifting of the fringed lid;/ And thus the sad Soul that here passes/ Beholds it but through darkened glasses.// By a route obscure and lonely,/ Haunted by ill angels only,/ Where an Eidolon, named night,/ On a black throne reigns upright,/ I have wandered home but newly/ From this ultimate dim Thule».