Juan Antonio Rosado Z.

Con El otoño del Patriarca (1975), García Márquez incursionó en el tema del déspota latinoamericano, mas no como en «Los funerales de la Mamá Grande» o en Cien años de soledad. Aquí el tema central es la dictadura y el tirano esperpéntico y solitario, aunque con rasgos muy particulares, como su debilidad, inseguridad, dependencia y simbiosis o fijación incestuosa en la madre. Si uno de los propósitos de la novela de la dictadura es denunciar la violencia y represión del régimen político, para estudiar esta violencia debe aludirse al sistema que la ejerce, a la sicología y personalidad del poderoso: el Patriarca, como todo dictador, se siente el gobierno: «si al fin y al cabo el gobierno soy yo», aunque Sáenz de la Barra le diga que más bien es el poder.

Su vida privada se limita a las necesidades básicas del animal, lo que en parte explica su dependencia. No es déspota ilustrado, sino hombre burdo e inculto. Entre sus órdenes encontramos: la creación del estadio de futbol más grande del mundo, la construcción de una escuela para barrer, asesinatos y secuestros, borrar la luna o apagar las estrellas. Las últimas nos recuerdan al Calígula de Albert Camus, quien busca la luna por un necio besoin d’impossible.

La obra reflexiona sobre el uso del poder, intrascendente con respecto a la justicia social. Por ello, entre otras cosas, Mario Benedetti habla —en El recurso del supremo patriarca— de la inverosimilitud del protagonista. Sostiene que mientras en El recurso del método, de Carpentier y en Yo el Supremo, de Roa, los dictadores tienen dos lados (no hay maniqueísmo), el Patriarca es «casi una bestia apocalíptica […], una hipérbole paternalista», e insiste: «Es posible creer en los dictadores de Roa y Carpentier; en cambio, es virtualmente imposible creer en el de García Márquez. Más que un personaje, es una idea feroz». Pero los argumentos de Benedetti son insuficientes, ya que la realidad muchas veces es más inverosímil que la literatura. Si Hitler sólo existiera en la imaginación de un autor, Benedetti le haría los mismos reproches. El Patriarca es una posibilidad humana y ha existido. Si recordamos las acciones de Hitler, y que Franco, además de dejar en el atraso a España respecto de Europa, llegó a firmar condenas de muerte tomando chocolate, el Patriarca es tan verosímil como ellos; más bien Benedetti se negó a entrar en el juego del colombiano. El Patriarca es congruente con la lógica de su mundo. «Bestias» apocalípticas también fueron Stalin, Franco, Idi Amín Dada, Estrada Cabrera y otros tiranos reales cuyos lados positivos no justifican sus atrocidades. Ejemplos en pro de la verosimilitud del Patriarca son conocidos hechos de dictadores: Santa Anna, mexicano, gastó grandes sumas para los funerales de su pierna amputada; Perón, argentino, hizo embalsamar a Evita. Trujillo gobernó República Dominicana como su finca privada y —para mencionar sólo cuatro— el salvadoreño Maximiliano Hernández mandó cubrir con papel rojo los faroles del alumbrado para controlar la epidemia de escarlatina. Por cierto, el Patriarca, para curar a unos niños de escarlatina, hizo «teñir de colorado la claridad del sol y el resplandor de las estrellas».

Además, el hecho de que se hable de un «poder invisible», del «azar» de la patria, es otro argumento en pro de la verosimilitud de la novela. Hay pasajes en que el lector no sabe quién gobierna en realidad, en que parece haber una maquinaria invisible del poder. Como en El proceso o El castillo, de Kafka, fieles alegorías de la burocratizada civilización industrial y mecanicista, las jerarquías ascienden y jamás se llega a la esencia, al castillo o a las causas de la condena de K. En El otoño del Patriarca, sabemos que el poder es del  Patriarca, pero a veces es imposible saber si todo el poder es suyo, si él es siempre quien lo ejerce. Esto se debe en principio a que la obra no está estructurada desde el punto de vista del dictador o de una víctima, ni desde la visión de un narrador omnisciente. La novela se entreteje por medio de una polifonía continua y casi infinita; las múltiples voces que intervienen no están mediatizadas por un narrador: a veces el lector adivina, intuye o razona quién es el que habla, dada la casi carencia de pausas. La escritura se manifiesta desde muchos puntos de vista y los rumores del pueblo se mezclan con afirmaciones de testigos, opiniones de militares, etcétera. Es obra totalizadora: la hacen todos y se pretende incluir muchas facetas del régimen y del dictador. Se trata de una aglomeración, conjunción de voces distintas que crean una experiencia objetiva para el lector: todos hablan, cada uno da su visión de las cosas y cuenta sus anécdotas. De ahí también que el déspota se ubique en un nivel mítico, en leyendas e historias que pasan de boca en boca y fraguan una imagen distinta de la que el dictador tuvo en realidad.

El punto de vista cambia no sólo en las historias, sino en la misma estructura del poder: a veces quien gobierna es otra persona, por ejemplo Sáenz o Leticia. Pero el Patriarca se reconoce padre y reprime a quienes «levantan la mano» contra él; afirma que «La gente está conmigo» y que «no me sacan sino muerto».

En el cuento «Los funerales de la Mamá Grande» (1962), ya el autor había experimentado con rumores. Allí describe el matriarcado de la «soberana absoluta» de Macondo. Hay paralelismos en ambas obras: los títulos sugieren muerte, la decadencia del déspota (el otoño, los funerales); la alusión a la paternidad (el Patriarca) y a la maternidad (aunque la Mamá haya muerto «virgen y sin hijos»); la longevidad es hipérbole con carga simbólica. Son casi dioses: nadie pensaba «que la Mamá Grande fuera mortal», pues era «la trascendencia de la sabiduría divina sobre la improvisación mortal», lo que también la ubica a nivel mítico.

Analicemos la personalidad y sicología del Patriarca, con lo que comprenderemos más el elemento de violencia. En El corazón del hombre, Erich Fromm —si bien, como dice Herbert Marcuse, conserva un tono de «predicador»— habla de un síndrome que puede a todas luces aplicarse a la figura del tirano: el «síndrome de decadencia» como la combinación de formas extremas de necrofilia, narcisismo y simbiosis incestuosa. El Patriarca padece de este síndrome. Las torturas y asesinatos que inflige usando, por ejemplo, caimanes, son de las primeras muestras de su poder destructivo. A diferencia de otros dictadores, el Patriarca posee alto grado de necrofilia. El Supremo, de Roa, a pesar del odio a sus padres, su crueldad y soledad, tiene cierto grado de biofilia: le importa su pueblo y no deja que lo exploten los imperios extranjeros. El Patriarca carece de esa conciencia política con que un gobernante debe gobernar. El presidente anterior, Lautario Muñoz, fue el único que dijo «no» al cónsul inglés, pero se suicidó y mató a su esposa e hija para no caer en manos del extranjero. El inglés le muestra su cadáver al futuro Patriarca, como advertencia; esto acobarda al hombre, quien mantiene una política exterior característica de muchos vendepatrias.

El «amor a lo muerto» del Patriarca no proviene de la locura congénita, sino de su amor al poder. Entre más poderoso es, más derecho tiene sobre la vida de los otros. El Patriarca hace de su imagen algo tan poderoso que el pueblo llega a creer en su invulnerabilidad: sólo era vulnerable «a las balas de piedad disparadas por alguien que lo quisiera tanto como para morirse por él», cosa que se supone imposible. La necrofilia también aparece en su instinto automático de eliminar al «otro», a lo distinto, a lo plural, en sus pretensiones de que todo permanezca tal y como él lo desea: «nadie entorpecía ni de palabra ni de obra los recursos de su voluntad, porque estaba tan solo en su gloria que ya no le quedaban ni enemigos». Esta soledad es forjada con violencia, por el deseo de que todo esté muerto, estático, controlado por el gobierno. No debe haber movilidad, la dinámica es vitalidad. El presidente quiere gobernar en una especie de cementerio. La tolerancia es inconcebible; su paranoia, miedo, cobardía, son también productores de violencia y van aunados a su amor a lo muerto, a lo que no puede hacer daño. Hubo tiempos en que «el ejército acordonaba las calles antes del alba y hacía cerrar las ventanas de los balcones y desocupaba el mercado a culatazos de rifle para que nadie viera el paso fugitivo del automóvil flamante».

Cada capítulo retoma el instante en que el Patriarca es hallado muerto. Al principio se enfatiza su soledad: «y estaba tirado en el suelo, bocabajo, con el brazo derecho doblado bajo la cabeza para que le sirviera de almohada, como había dormido noche tras noche durante todas las noches de su larguísima vida de déspota solitario». De ahí que la obra sea también una profunda reflexión sobre la soledad que el poder absoluto —pero también la neurosis y la misma necrofilia del dictador— produce. Estar absolutamente solo es como estar muerto. Hay muchos ejemplos concretos de necrofilia en la obra. Al final el déspota se equivoca y condena a la muerte en vida a un muchacho desconocido: «que lo arresten mientras me acuerdo dónde lo he visto». Lo torturan, permanece preso 22 años, y cuando el dictador reconoce que se equivocó, no lo suelta, pues lo trataron tan mal que si no era enemigo suyo, ya lo era. Otro ejemplo es cuando el dictador ordena poner a los niños cómplices en las trampas de la lotería, en un barco para dinamitarlo. Con esto quiere afianzar su poder, probar a sus subordinados —que en efecto dinamitan el barco con los niños— que él es el poderoso. Como en El señor Presidente y Tirano Banderas, también aquí hay muerte de inocentes. La diferencia es que en esta obra la orden la da el dictador, quien condecora a los soldados infanticidas y luego los hace fusilar porque «hay órdenes que se pueden dar, pero no se pueden cumplir». En Valle-Inclán y Asturias, los niños mueren por hombres del sistema. El único homicidio que cometió Zacarías (el Patriarca) con sus propias manos —síntoma de su cobardía— fue cuando mató a la anciana bruja sólo por mostrarle que no morirá antes de los 107, pero tampoco después de 125 años más. La mató «para que nadie más conociera las circunstancias de su muerte». La necrofilia, pues, produce muerte y violencia: se trata de ejercer coerción sobre el pueblo.

El narcisismo, que se manifiesta en alto grado durante la primera infancia, cuando la persona aún no tiene relaciones con el mundo exterior y no distingue la separación entre el yo y los objetos ajenos, puede llegar a ser patológico y desembocar en solipsismo y en sicosis: la propia persona se convierte en sustituto de la realidad. El Patriarca tiene rasgos de solipsismo, quiere acaparar al «otro», a todo un pueblo: lo necesita para existir, pero lo considera acaso como una parte de sí, con la que puede hacer lo que quiera. Desea hacer sentir a los demás su poder, de ahí el carácter de sus órdenes y el hecho de que duerma con muchas mujeres y tenga 5000 hijos bastardos. Todo gira alrededor de él y el narcisismo, consecuencia inevitable de su infancia y de la dependencia con la madre, se extremiza en solipsismo.

Freud afirma que en la etapa oral el niño experimenta la angustiosa necesidad del pecho materno; cuando no lo encuentra, el individuo sufre por primera vez el dualismo sujeto-objeto. El instinto de separación, aunque el Ego era capaz de aceptarlo, se transforma en una fuerza mental que separa al Ego de la realidad. Su efecto puede ir de esa unión narcisista con el mundo a confundir que el universo es suyo. El Patriarca experimentó la dependencia, la simbiosis con la madre en su infancia, la cual acentuó su narcisismo, que se vio aún más motivado por la ausencia del padre. Hay, por ejemplo, una parte en que ocurre un ciclón: «el más devastador de cuantos fragmentaron en un reguero de islas dispersas el antiguo reino compacto del Caribe». Sin embargo, las causas del ciclón no son atribuidas por el Patriarca a las condiciones climáticas ni al capricho de la naturaleza, ni siquiera a la mala suerte: «este desastre había ocurrido en el mundo entero sólo para librarme del tormento de Manuela Sánchez, carajo, qué bárbaros que son los métodos de Dios comparados con los nuestros». Las causas del ciclón son, para el Patriarca, su misma persona y ello lo complace. A nivel sicológico, su narcisismo es también productor de violencia. Además, cuando se habló de la necrofilia, se dijo que el Patriarca se había quedado solo, sin enemigos. Su soledad incluye una dosis inmensa de narcisismo, a pesar de su constante dependencia sicológica por otra persona. Si el hombre elimina todo vestigio de pensamiento contrario al suyo, todo residuo de individualidad notable o notoria, si prohíbe y censura, es porque desea ser el único padre de la nación o, por lo menos, que su imagen ante el pueblo esté por encima de cualquier cosa. El narcisismo de Zacarías ve como humillación algo tan normal como una enfermedad de la vejez, y trata de disimularla: «daban las ocho en la catedral y se levantaba con el plato intacto y echaba la comida en el excusado como todas las noches a esa hora desde hacía tanto tiempo para disimular la humillación de que el estómago le rechazaba todo», tema que también hallamos en Roa, pues el Supremo no quiere que nadie conozca su enfermedad. Estos dictadores mantienen su imagen omnipotente y casi etérea, sin ninguna mancha ni defecto mortal. Quieren aparecer como hombres capaces de todo, aun de no padecer lo que los demás padecen. Quieren ser como dioses.

Pero el Patriarca, carente de tolerancia, es también un neurótico. Como advierte Norman Brown  en Eros y Tanatos, una de las características de la personalidad neurótica consiste en una «fijación que dura toda la vida en el modelo infantil de dependencia de otra persona». A diferencia, por ejemplo, del neurótico Supremo, el Patriarca tiene necesidad de depender de una madre, y Leticia Nazareno, «mi único y legítimo amor», se convertirá en sustituto de Bendición Alvarado, madre del Patriarca.

La madre, como ya han observado los sicólogos, es la primera fuerza que protege y da seguridad al niño. Conforme el individuo crece, esta fuerza pierde importancia y el ser humano se hace más independiente. Cuando el adulto desea seguridad, amor y ternura, este anhelo es repetición del anhelo por la madre, se produce porque existen condiciones similares a las de la infancia. El Patriarca «era un hombre sin padre como los déspotas más ilustres de la historia, […] el único pariente que se le conoció y tal vez el único que tuvo fue su madre». La importancia de la mujer y, en particular, de la figura materna, es notoria en las obras de García Márquez. Ya se habló de la «Mamá grande», pero en Cien años de soledad, Úrsula y Pilar Ternera, son determinantes, al grado de que, por ejemplo, Úrsula logra dominar en ocasiones a José Arcadio. Escribe Carmen Arnau en El mundo mítico de García Márquez: «Todo Cien años… está dominado por un doble matriarcado: el de Úrsula, moral ya que funciona como conciencia familiar; es ella la que cuida, atemorizándolos con el hijo de cola de cerdo, que ningún Buendía se case con alguien de su misma sangre; y el de Pilar Ternera, sexual, pues es la iniciadora erótica y consejera en los asuntos amorosos de los Buendía». Pero ya sin considerar el matriarcado, la mujer en las obras de García Márquez tiene más sentido práctico que el hombre. En El otoño del Patriarca es notorio cuando Bendición y su hijo llegan a la casa presidencial. La madre empieza a barrer y a darle consejos a Zacarías. Toma la tutela de la situación. El mismo autor ha dicho: «Mis mujeres son masculinas», lo que nos hace pensar en una mayor dependencia y en un mayor grado de regresión por parte del hombre que de la mujer. El otoño del Patriarca tiene tres mujeres importantes: Bendición Alvarado, Manuela Sánchez y Leticia Nazareno. La madre es determinante en el destino del Patriarca, cuya dependencia por Bendición se resalta cuando ésta muere: se hace un «retrato oficial de la primera dama» y el dictador llega al extremo de quererla canonizar: «antes del fin de aquel año se instauró el proceso de canonización de su madre Bendición Alvarado cuyo cuerpo incorrupto fue expuesto a la veneración pública en la nave mayor de la basílica primada», pues, además, se le empezaron a atribuir milagros, como el enriquecimiento de los antiguos inválidos de San Vito porque Bendición les revelaba los números de la ruleta. Pero el proceso de canonización fue suspendido por falta de pruebas y una ola de violencia contra la iglesia se propagó en el país: se expulsa a los curas y se hace de Bendición una «santa civil». En la novela, pues, la simbiosis incestuosa es también productora de violencia.

En cuanto a las otras dos mujeres, el Patriarca se siente entusiasmado con Manuela Sánchez y le hace una serie de favores, la coloca sobre cualquier otra, pero ella, incapaz de seguir tolerando al déspota, se esfuma de manera misteriosa. Por su lado, Leticia, cuyo nombre es muy sintomático («alegría», en latín), logra imponerse hasta gobernar al país y al mismo Patriarca. El patriarcado se convierte en matriarcado disfrazado hasta la muerte trágica de Leticia, devorada (ella y su hijo) por unos perros entrenados sólo para tal fin. El Patriarca rara vez gobierna. Muchas órdenes se dan sin su consentimiento. A veces parece que el hombre está fuera de la realidad, al grado que no se percata que el periódico que lee fue impreso sólo para él. Se convierte en un solitario vigilado y su poder no es absoluto. Sin duda, se trata de un hombre débil, dependiente, desinformado de lo que sucede en su país y cuya función se convierte en representar al gobierno, más que en ejercerlo. Es un símbolo que incrementa su narcisismo en la cúpula del poder. No sólo Leticia da órdenes dentro de la novela, también Rodrigo de Aguilar y Sáenz de la Barra, cada uno en su momento. Todo esto, como ya se dijo, supone la dependencia y debilidad del Patriarca, pero la clave de esa dependencia está en su simbiosis incestuosa. La influencia de Leticia en el gobierno se hace patente en muchas ocasiones; por ejemplo, cuando se restablecen las fiestas de la cuaresma. Así como por Bendición Alvarado el Patriarca rompe con la iglesia, así gracias a su «nueva madre» reanuda sus relaciones con la institución. La gente canta arrodillada bajo el sol «para celebrar la buena nueva de que habían traído a Dios en un buque». Lo trajeron por orden de Leticia: «por una ley de alcoba como tantas otras que ella expedía en secreto». El dictador se casa con Leticia, su actitud se vuelve pasiva y a la mujer le dan «ínfulas de reina», al grado de que poco a poco «los grandes del ejército empezaban a rebelarse contra la advenediza que había logrado acumular más poder que el mando supremo». La mujer fue asesinada y el dictador le erige un monumento. Él mismo reconoce su debilidad: por Leticia «había desocupado los calabozos y autorizó de nuevo la repatriación de sus enemigos y promulgó un bando de pascua para que nadie fuera castigado por divergencias de opinión ni perseguidos por asuntos de fuero interno».

Sin embargo, el déspota sabe de sobra que lo que le ha faltado no es honor sino amor. Como un niño, invoca a su madre llorando; quisiera tener una madre protectora siempre, pues nunca pudo superar su patología incestuosa.

En conclusión, no sólo el imperialismo de potencias extranjeras es móvil de violencia, también la misma sicología del Patriarca, conformada, en su aspecto negativo, por tres aspectos: la necrofilia, el narcisismo y la simbiosis incestuosa. Pero estos aspectos no se dan aislados ni uno después del otro. Los tres están ligados. El dictador es narcisista, pero el narcisista aislado casi no existe: necesita del otro para acentuar su autoadmiración, de ahí que a muchos hombres de estado les guste que los adulen o admiren. El Patriarca no pudo jamás superar sus vínculos estrechos con Bendición Alvarado.

El Patriarca tuvo sustitutos de madre y, entre ellos, el más importante: Leticia, que moderó de alguna manera el régimen y aun llegó a gobernar. Pero lo más importante de esta obra es la soledad aunada al poder y a la violencia que éste produce. Si bien los periodos más sangrientos del régimen ocurren mientras otros gobiernan al margen de Zacarías (como, por ejemplo, Sáenz de la Barra), ello no invalida el que si esos «gobiernos» extraoficiales hicieron cuanto quisieron, fue porque el sistema se los permitía.

El Otoño del Patriarca es una gran reflexión sobre la violencia que produce el poder, sobre el poder mismo, pero también sobre la patología de un solitario débil en el gobierno. El país, reflejo del dictador, es débil, solo, sin prosperidad, gobernado por otros, así como el Patriarca fue gobernado por su madre o por Leticia Nazareno, y dependiente de las potencias extranjeras: microcosmos y macrocosmos, presidente y nación enfermos y ligados por esta patología. La riqueza de la novela, además de su contenido y de su gran humorismo, se extiende también al campo de la forma. Aquí comprobamos que en el gran arte forma es fondo y la forma caótica de la obra, que exige participación del lector, está ligada al caos en que vive tanto el país como la propia mente del déspota.


Este ensayo pertenece al libro El engaño colorido, segunda edición, México, Editorial Praxis, 2012. ISBN: 978-607-420-090-4