Estrella Asse
¿Por qué se mató, papá?
No sé, Nick, supongo que porque
no podía soportar las cosas.
«Campamento indio»,
Ernest Hemingway
En la reseña de su biografía, Gabriel García Márquez recuerda que al siguiente día de llegar a México recibió una llamada de Juan García Ponce para avisarle que Hemingway «se había partido la madre de un escopetazo». Era el 2 de julio de 1961 y «esa barbaridad» quedó por siempre en su memoria como el comienzo de una nueva época. Como homenaje, García Márquez escribió «Un hombre ha muerto de muerte natural», «un vibrante y emocionado artículo a su maestro», en el que afirmó que la trascendencia de Hemingway está sustentada en la oculta sabiduría de una obra objetiva, de estructura directa, incluso en su dramatismo.
En voz de Borges, el autor de El aleph expresa sus ideas de diversos temas y escritores. Acerca de Hemingway, dice que siente «una gran antipatía» por todo lo que escribió; entre otras razones, porque piensa que una persona que trabaja con tanto desinterés sobre ideas como la brutalidad y la crueldad debe tener algo malo en su personalidad. Piensa que Hemingway se dio cuenta de esa verdad porque se arrepintió de todas sus vivencias entre toreros, boxeadores y gángsters, «hasta el punto que su propio suicidio lo calificó como un juicio póstumo a la temática de su obra».
Entre dos extremos irreconciliables, entre la admiración y el rechazo, el nombre de Ernest Hemingway no pasa desapercibido en la enorme masa de cuentistas que imprimieron en el cuento del siglo XX novedosas formas y temáticas que elevaron el género a niveles nunca antes conocidos en distintos espacios geográficos. El laconismo de Hemingway, su personalidad ruda, viril y desafiante, la parquedad de sus respuestas o la fama de misógino que crearon sus historias alimentaron el mito de un escritor insensible y áspero que usaba como material de escritura las temerarias aventuras a las que se enfrentó, ya fuera como boxeador, torero, aviador o cazador.
Las principales novelas de Hemingway se convirtieron en adaptaciones cinematográficas exitosas, como Adiós a las armas (1932), Por quién doblan las campanas (1943), Las nieves del Kilimanjaro (1952) y El viejo y el mar (1958), entre otras. Sin embargo, los novedosos recursos que imprimió en sus cuentos y su particular estilo se convirtieron en una escuela para muchos de sus seguidores
En una entrevista con George Plimpton, Hemingway desmiente que el lenguaje directo y escueto que utiliza en sus cuentos sea producto de la actividad periodística que por años ejerció. Es, más bien, una técnica de su escritura que el autor denominó el principio del «témpano de hielo». El témpano o iceberg conserva siete octavas partes de su masa debajo del agua por cada parte que deja ver. Al trasladar esta idea a su estilo, demuestra cómo la anécdota de una historia, en apariencia completa, guarda correspondencia con un significado oculto, con un contenido secreto que para Hemingway era similar a ese pedazo de hielo enterrado en la profundidad del océano. Por medio de esta imagen visual, metáfora que alude el nivel simbólico que subyace en lo no dicho, es el lector quien conjetura y configura el trasfondo de lo que aparece en la superficie.
Hemingway confiesa en esa entrevista que, viviendo en Madrid, una tarde de 1927 y por causa de una fuerte nevada que obligó a cancelar la corrida de toros en la plaza de San Isidro, escribió tres de los cuentos —entre éstos, «The Killers» («Los asesinos»)— que después conformaron la colección de catorce, bajo el título de Men without Women (Hombres sin mujeres).
En el lenguaje hermético de esos breves relatos se despliega un universo que habitan personajes incompatibles; hombres y mujeres encubiertos por máscaras que sofocan sus íntimos deseos; jóvenes soldados, actores de la guerra en el frente glorioso de la muerte; militares italianos que lloran pérdidas ante los ojos impávidos de otros; indios que son reminiscencia de un pasado colonial inexistente; orgullosos matadores que ejecutan el ritual sanguinario, sutil expresión que se extiende en «Los asesinos» al espacio urbano de los barrios de Chicago por los que transitan matones en busca de sus potenciales víctimas.
Los asesinos, gángsters a sueldo, son explícitos en la intención de ejecutar su crimen, matar a Ole Anderson, el sueco, «por hacerle el favor a un amigo», pero queda suspendido, en el abrupto final que cierra el cuento, un silencio que flota entre el asombro y el vacío, que permanece como eco de la sentencia que está por cumplirse.
Robert Siodmak la imaginó, dotó de voz y movimiento a los estáticos personajes que apenas hablan en el transcurso de las dos horas que marca el reloj de pared en el estrecho espacio del restaurante donde transcurre la acción del cuento. Los lectores las asimilan en una lectura que no excede de diez minutos; los espectadores aceptan la propuesta en la pantalla de expandir el compacto nudo de eventos en una gama de incidentes que cubren 105 minutos en matices blanco y negro.
De origen alemán, el director emigró a los Estados Unidos en 1930; trabajó como guionista en distintas compañías productoras hasta que en 1943 firmó un contrato definitivo con Universal. Su inclinación por el género negro —herencia del cine expresionista alemán— lo colocó en la lista de los directores más codiciados por su éxito en películas como La escalera espiral (1945) y A través del espejo (1946), reconocidas también por contener ingredientes de la corriente psicoanalítica, de moda en el cine estadounidense de los años cuarenta.
The Killers (Forajidos), de 1946, fue producto de la fusión —casi literal del cuento— en los primeros diez minutos de la película, junto a una serie de retrospecciones (flashbacks) que hilan la secuencia de acontecimientos y develan las causas por las que el boxeador Swede Anderson pagó con su vida. Es así que la mayoría de la trama, ausente del relato original, corre por cuenta de la pluma del guionista, de la creatividad de los adaptadores y es independiente de su fuente literaria.
El narrador objetivo de «Los asesinos» se limita a presentar los hechos en la veloz secuencia de la conversación que mantienen los personajes. La distancia que marca deja solo al lector frente al relato para imaginarlos, construirlos y adivinar cómo son, qué harán, cómo sienten. Desprovistos de calificativos, de juicios, de cualidades o defectos, Max, Al, George y «el negro» recalcan el único rasgo distintivo que los separa de Nick Adams. La sutil diferencia del apellido de Nick no sólo contrasta con la identidad fragmentaria del compacto grupo; es, a la vez, un destello que ilumina, un motivo esperanzador que moviliza su carrera para darle «al sueco grandote» el mensaje de sus asesinos. La imparcialidad del narrador hace un leve movimiento, introduce su foco en Nick, lo deja al albedrío de su decisión, pero nos acoge en su centro, nos convierte en sus cómplices; por sus ojos vemos, momentáneamente, el panorama desolador de un hombre «con la vista fija en la pared» para quien la proximidad de la muerte es tan cierta como ineludible.
La estrategia narrativa de Hemingway en el cuento da a Nick una perspectiva por la que se filtra la historia y transmite al lector su punto de vista respecto de los acontecimientos que presencia. El narrador lo deja solo al final, quiere irse de ese pueblo, la vivencia ha sido suficiente para expresar lo que siente: «No soporto pensar que él espera en su cuarto y sabe lo que le pasará. Es realmente horrible». El horror se manifiesta, mas no encuentra eco, se sofoca en la impasibilidad de una última sentencia —«mejor deja de pensar en eso»—, con la que comienza un nuevo ciclo de sueños fallidos, de nexos inexistentes, de absurdos deseos.
El traslado textual del cuento como marco de inicio de la película justifica la adaptación aunque lo despoja, como subraya Jack Shadoian, de su esencia. Mientras que el cuento ensancha las posibilidades interpretativas, la película estrecha la visión desde un punto de vista narrativo demasiado explícito. Al margen de la narración que da vida a la película, se abre una segunda puerta por la cual se conocen múltiples perspectivas narrativas que, no obstante su variedad, se anudan bajo la óptica del investigador de una compañía de seguros que busca a la beneficiaria de la póliza de vida del sueco Anderson. A partir de su encuentro con la anónima camarista de un hotel, su función será la de desenredar una compleja maraña de eventos que envuelven el misterio del crimen, pese a que, en un principio, se trata «de un asunto de poca importancia económica». De un simple investigador, se transforma en una especie de detective que descubre una red de engaños como consecuencia del robo de una nómina —asegurada también por su compañía— por una cuantiosa suma y que implica a varios malhechores. Por partida doble, Reardon resuelve el misterio que dejó una cadena de asesinatos y que lo acercó, en cada secuencia de acontecimientos, a peligrosos encuentros. Al final, se desenmascaran los cruces de engaños, prevalece el castigo al lucro ilícito, a la venganza, al poder y los culpables mueren; la engañosa y seductora mujer, única sobreviviente y principal motivo del trágico desenlace, terminará sus días en la cárcel.
Entre el cuento y la película median veinte años en los que persisten —como afirma Ronald Schartz— una «mutua incomprensión» que nace del contacto directo entre el texto literario y el orbe cinematográfico, aunado a los intereses de las grandes compañías productoras de Hollywood que fomentaron la producción de estrenos afines al clima de la posguerra. La creciente aglomeración urbana, sumada al sentimiento de incertidumbre y vacío después de la guerra, infectó las calles de crímenes sórdidos, impredecibles, ejecutados por agresores que habían perdido el carácter aristócrata de las grandes mafias. El refinado detective, representante del orden social, cambia en esta película por el del investigador anónimo que no posee un sentido ético claro y que genera diferentes reacciones en la audiencia. Su meta no es restaurar la justicia, sino recuperar las ganancias de la compañía que representa.
El atractivo thriller se sirve del cuento como pieza introductoria de una intrincada explicación del porqué de la muerte de Anderson; no obstante, concluye que «murió por nada». El cuento deja al lector despejado el camino para asomarse, junto con Nick Adams, al abismo de un hombre que se resigna a morir porque «está harto de escapar». La persecución no lo reduce a una víctima que aguarda a sus verdugos, se expande al destino trágico de un exboxeador «de peso pesado», tendido en una pequeña cama, exiliado en una pensión, ajeno a su entorno. La visión del héroe de antaño queda en el recuerdo de dos puños deformes que se posan «a las seis en punto» en la barra del restaurante del pueblo; «el negro» prepara los platillos en ese escenario por el que deambulan, «el camionero», «el cliente», «el conductor de tranvías». Al término de otra jornada de trabajo, los mudos huéspedes, testigos cosificados en un brutal entorno social, comparten el sinsentido de su existencia vacua: drama humano que se alimenta en la soledad.
Nick Adams, conocido personaje de Hemingway, es como una conciencia mutante que se desplaza en gran parte de los relatos del autor; cada trayecto es inesperado, pero convergen en una ruta de inacabados fragmentos, piezas diseminadas que reconstruyen instantes que se alojan en la memoria y que se disuelven en la siguiente historia. Nick llega a los «Los asesinos», pero su estancia es breve. Está ahí para presenciar la inerte espera de la muerte, para dimensionar el mensaje desolador que se oculta detrás de los concisos diálogos, para hablar entre las líneas que se sumergen en la fría profundidad donde habitan seres inmersos en el oscuro fondo.