Juan Antonio Rosado

La obra de arte literaria, para evocar a Roman Ingarden, es un sistema multiestratificado cuyos elementos son solidarios entre sí; por lo menos, los personajes principales poseen dimensiones fisiológicas, sociológicas y sicológicas; pueden o no tener relieve, ser planos o redondos (eso depende de la focalización de la voz narrativa y del personaje en sí). Las dos primeras dimensiones marcan la tercera: complejos de inferioridad o de supuesta superioridad, narcisismo, intolerancia a la frustración, carácter sumiso o dominante son aspectos relacionados con lo fisiológico y lo social, aspectos en que resulta decisivo el pasado, la memoria del individuo. En cuanto a la polifonía, no se reduce a los distintos registros lingüísticos o formas de hablar, sino a las diferentes sicologías y visiones del mundo; por tanto, a las maneras de ser como entes culturales en ciertas circunstancias (escenarios y atmósferas). Hay otros elementos que se relacionan más con la estructura general, como datos ocultos, elementos de intriga y tensión.

Ahora bien, lo que Rafael F. Muñoz llama «novelas de oportunidad» o novelas oportunistas (más ligadas al periodismo que al arte, al escándalo efectista que a la profundidad), no contemplan la variedad de estratos, y a veces ni siquiera las cualidades metafísicas que, según Sabato, son lo que vuelve profunda una obra de arte literaria, por más experimentación que un apantallabobos pueda hacer con las voces narrativas, monólogos, introspecciones y otros recursos. Hay, de hecho, dos aspectos que rescato de una entrevista que se le hizo a Juan Rulfo a mediados de los 80. El gran narrador jalisciense confesó que le costó mucho trabajo «matar al autor». Es verdad: el escritor debe matarse simbólicamente, matar al autor para hacer vivir a los personajes y respetarlos como son, en su lenguaje y cultura personales. Incluso un autor puede escribir una narración cien por ciento autobiográfica: por necesidad tendrá que volver autónomo a su personaje y morir él como autor para darle vida independiente, tal como lo hicieron con fortuna, entre otros, Marcel Proust o Henry Miller. Por desgracia, hay muchas novelas donde se «escucha» todo el tiempo y en todos los personajes la voz del autor. Podrían llamarse obras planas y monológicas, pero a muchas esos calificativos les quedan grandes. El otro defecto al que alude Rulfo es el de los narradores que se sienten ensayistas y atiborran sus obras de «explicaciones aberrantes» (cito textualmente). A partir de esta reflexión, se me ha ocurrido incorporar lo que algunos críticos llaman «culturalismo», esa tendencia que consiste en citar y citar obras literarias, arquitectónicas, pictóricas, musicales y de todo tipo en una narración. Si se trata de un personaje culto, es normal que ocurra a veces. Sin embargo, como sucede en todo, el abuso conduce a la caricatura involuntaria y a la inverosimilitud. Hay novelas donde casi todos los personajes han leído lo mismo que el autor y, lejos de contener una función paródica, el autor no deja de aparecer tomándose su propia obra muy en serio, sin saber que habrá buenos lectores que de inmediato capten el afán que hubo por forzar la ficción novelística a fin de incorporar allí casi su biblioteca entera y, por si fuera poco, llenar la obra de epígrafes y citas textuales. Por más efectos sensoriales que haya, ese culturalismo a ultranza hace que todo se vuelva acartonado, inverosímil, afectado, hipertrofiado, poco natural y fluido. Muy lejos queda el arte de parecer sin arte. Recuerdo un pasaje de Justine en que un ladrón y asesino en medio del bosque se pone a dar un discurso en el que cita a varios filósofos: un discurso justificativo de sus actos mediante la racionalidad perversa. ¡Por eso a los surrealistas, que buscaban la ausencia de cohesión y coherencia, les encantaba Sade! Bien: ya lo hizo el Divino Marqués, hoy un clásico, por más grotesco e inverosímil que parezca. ¿Tal modelo justifica que en otra obra ajena a las pretensiones moralizantes de Sade (moralismo al revés) el autor incorpore su biblioteca entera y aburra al lector con decenas de citas tomadas incluso de las clases a las que asistió en la universidad? A mi juicio, cuando se abusa de este recurso, sencillamente no se respeta a los personajes, quienes no dejarán de ser títeres de la voz culta del autor. Lo que en autores como Alejo Carpentier o Borges se da de modo natural, por la exigencia misma de sus temas y personajes, en otros se percibe o descubre la artificialidad, lo forzado.