Arcelia Ayup Silveti

Tuve un matrimonio por quince años, diez de ellos en tratamiento ginecológico para lograr un embarazo que nunca llegó. Carecimos de razón médica para que no se lograra. Ni él ni yo estábamos incapacitados para concebir; algunos de los muchos doctores que nos dieron atención afirmaron que también la incompatibilidad existe. Se fueron muchas lágrimas e ingresos en tratamientos que nos laceraban en lugar de hacernos sentir mejor. Era habitual mi llanto cada veintiocho días. Finqué grandes expectativas en eso, quería vivir latidos en mi vientre, generar un ser armonioso, feliz, libre, cuya historia genética estuviese adherida a la mía, lo mismo que su mirada y su alma. El cansancio llegó: era imposible soportar cualquier otro método, cirugía, inseminación o llamadas que no rebasaron su destino: mi vientre se mantuvo árido. No tuvo una transitoria esperanza, albergaba el deseo que después se convirtió en celos de otros cuerpos embarazados a su pesar. Me preguntaba para qué tener una agradable figura si no viví mi abdomen hinchado mes a mes. En retrospectiva me percibo vulnerable, solitaria, onírica. Creí que la vida cabía en la mochila, que no eran necesarios los perros o condecoraciones para instalarse en una vida plena. Acompañé a mi esposo a un sinnúmero de alumbramientos de sus pacientes. Fue difícil no pensar que era yo la que estaría en la plancha quirúrgica, a la que le abrían la cavidad abdominal para llegar al vientre. Nunca me impactó la sangre a borbotones, el instrumental, ni las manos del equipo médico. Muchas veces me enfocaba en la mirada tranquila de mi marido, quien se concentraba en el proceso de su paciente en turno. Imaginaba qué pasaría por su cabeza; nunca se lo pregunté, pero me gustaría saber si también pensaba que era su hijo quien estaba a punto de nacer. Él jamás alejaba la vista del abdomen de la parturienta, estaba expectante, atento, en especial si era un parto múltiple, prematuro o sin latidos. Las enfermeras ponían una silla en un extremo del quirófano, aunque estuviese prohibido: sabían que el doctor me llevaba los sábados por la noche.

Así se colaron diez años en esas paredes que guardaron mis lágrimas muertas. Fue la misma década de mi obstinación por gestar. Después del parto o los partos, Joaquín solía darse una ducha en el hospital. Mientras, me las ingeniaba para evadir al equipo del quirófano, en especial a las enfermeras. Después de la consabida frase del reporte médico que trataban de hacer ameno, se les pasaba alguna pregunta indiscreta sobre mi frustrada maternidad. Era común que alguien comentara alguna receta maravillosa que hizo la prima de una amiga, después de haber agotado muchas opciones con los doctores más prestigiados. «Me dice si le interesa», comentaban al momento de despedirse. Ponía su mejilla sobre la de ellas y aventaba el beso al aire, como una manera de decir que me dejaran sola. Caminaba por los cuneros, a ver las caritas nuevas de bebés vestidos con tonos pasteles que sonreían moviendo sus manitas, como si buscaran algo. Al fondo, las incubadoras por lo general tenían un bebé que demandaba especial atención. Sus movimientos eran casi imperceptibles, lo mismo que sus gritos. No sé cuántas veces me pregunté lo mismo, frente a ese enorme espejo que el tiempo se encargó de quitarle brillo, como mi corazón a mi anhelo. Dejaron de importarme las miradas inquisidoras, los comentarios que alcancé a escuchar más de una vez sobre lo irónico de que mi esposo fuera uno de los ginecólogos que más bebés recibía cada año en Monterrey. Tuvo que pasar mucho tiempo para entender que la maternidad no es para todos. Mantuve una habitación sola en nuestra casa, iba por las tardes y pensaba de qué color la pintaría, cómo la decoraría y qué tipo de adornos le vendrían bien. De lo que estaba segura es que mi bebé no tendría nunca cuna ni corral. La idea primaria de hacer una vida con límites representados por los barrotes y las telas me parecía poco favorable para el desarrollo de cualquier pequeñito. Leí gran cantidad de libros sobre la crianza infantil, autores serios, manuales y hasta revistas populares que anunciaban algún interesante tópico que resultaba mal fundamentado.


Fragmento de Dos vidas, de Arcelia Ayup Silveti, novela de próxima aparición en Editorial Praxis.