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Foto: Fabrizio León Diez. La Jornada.

Juan Okie G.

 

Trémula tierra despertó ansiosa de orgasmo;

hizo memorable su deseo un triste septiembre.

Abandonadas sus entrañas de ígneo semen

bastó sacudir su capa tectónica

para sembrar de escombros y muerte

la gris superficie del valle ultrajado.

Columnas de negro y etéreo tizne,

fétido olor de gas,

polvo de escombros, llantos, gritos.

Después de sepultados vivos,

silencio,

que campea la muerte.

Sobrevivientes en aturdido ambulantaje,

sin rumbo ni destino,

sombras en desolada superficie

donde la Catrina se enseñorea

como orgasmo: muerte chiquita.

Espigas de acero y concreto:

desgarradas.

En fugaces instantes convertida en desolado camposanto.

Lo que ayer fuera bulliciosa esperanza,

hoy es sepulcro de incontables almas.

Aúllan las rojas cruces,

voluntario ánimo de civiles agotados.

Atónitos, se ocultan los cobardes de olivo

mientras el de la silla

se retuerce entre sus heces.

La ciudad renace con frescas cicatrices,

fosa común sedienta de cadáveres.

Devora.

Sueños aplanados en eterna sepultura,

ocultos ante infatigables topos que pretenden encontrarlos.

¡Ay, mis hijos!

Lo que fuera leyenda, desde temprana hora

ya es lamento.

La sibelina ardiente –en réplicas—

descarga su furor uterino.

En el hormiguero aturdido

no hallan ni calma ni reposo.

Corifeos cantan al emperador «México está de pie».

La realidad es diferente; como siempre, es otra.

Habrán de venir días de abigarrados estadios.

Pueblo y aficionados en loas le cantan:

¡Culeeeeeero, culeeeeero!

 

Ciudad de añicos, cambia de piel.

Viperina sobrevive a su propia historia.

Cargada de cicatrices,

se retuerce en constante agonía.

Desafiante, reta a tlatoanis y virreyes.

Se acabó la obediencia callada.

Sin rumbo ni destino,

desgarradas sus vestiduras,

la ciudad mutilada sigue viva,

presa de sus propios miedos,

en vigilia de zozobras inesperadas.