Luz María Fuentes

I

En la superficie brillante del espejo, Aurelia Domínguez observó los minúsculos destellos verdes que irradiaban sus ojos. Comprobó —otra vez— que se volvían más claros cuando lloraba.

Al regresar del cementerio se encerró en la habitación que, a partir de esa noche, no compartiría con nadie. Se sentía harta de escuchar las palabras huecas de visitas inoportunas: con el pretexto de darle el pésame, entraban en su casa a invadir el espacio, a hacer recuento de muebles, cortinas y tapetes adquiridos en veinte años de matrimonio, o a indagar cuántas lágrimas vertió por el hombre que la hizo infeliz.

Se quitó las ropas de luto frente al espejo hasta quedar desnuda. Deseaba verse tal cual era, que el azogue guardara la redondez de los pechos, la suavidad de la piel, la palidez del rostro maduro que aún conservaba la frescura de antaño, pero que también escondía cicatrices entre las incipientes arrugas de la frente. Entreabrió los labios y dejó escapar las palabras reprimidas, los gritos ahogados, los gemidos que murieron antes de tocar el aire espeso de esa habitación ensañada en no dejarla respirar.

Quizá fuera la última vez que su cuerpo se duplicara en aquel espejo de ancho bisel y marco labrado por antiguas manos artesanas. Deseaba convertirlo en añicos, que desaparecieran todas las imágenes que reflejó: el rostro amoratado de su papá mientras la golpeaba hasta reventarle el oído izquierdo; las lágrimas de su madre; las paredes de la casa que vieron morir a sus padres, a su único hijo y ahora a su esposo.

Aurelia sintió el peso de las imágenes cuando descolgó el espejo de la pared. Lo hizo con cuidado; temía que, al romperlo, los secretos guardados escaparan entre volutas de mala suerte. Lo envolvió con la colcha que por tantos años sirviera de único adorno y cobijo sobre su cama. Luego lo arrastró hasta ocultarlo tras el ropero desvencijado.

Estaba exhausta. Sentía las piernas doloridas y la espalda acalambrada. Odió los minutos eternos en que permaneció de pie en el cementerio, inmóvil, mirando a los sepultureros que bajaban con parsimonia el ataúd de Francisco. Al cerrar los ojos, volvía a ver la fosa oscura, poblada por raíces y alimañas que muy pronto devorarían el cuerpo hinchado del hombre que le prometió una vida que no tuvo. Entre la bruma de su oído muerto, aún retumbaba el bisbiseo de oraciones huecas. El aroma rancio de las flores se había quedado enredado en los rizos castaños de su cabello.

La luz comenzó a declinar cuando Aurelia se recostó sobre el colchón arrinconado a la pared, sucio de mugre y humedad; allí, chinches ancestrales, hastiadas de beber su sangre amarga, transitaban con descaro. Hundió la punta del dedo en la grieta que llagaba el muro; la acarició como si fuera su propia herida.

Soñó que flotaba en una viscosidad oscura. El silencio la aturdía; la presión la ahogaba. Quería gritar, salir de ahí, alejarse. Los párpados se volvieron sólidos; los ojos, piedras porosas incrustadas en las cuencas: agujeros llenos de agujeros. De pronto, el espacio que la rodeaba se redujo. Dobló tanto el cuello que el mentón se le clavó en el pecho. Con la espina dorsal encorvada, flexionó las piernas hasta que las rodillas le aprisionaron las orejas. Todo se volvió angustia, ahogo, soledad y frío; su cuerpo se petrificaba. Un ojo gigante la miraba a través de la grieta de la pared donde había quedado atrapada. Era el ojo de Dios. Era el ojo del padre, del hijo y del cónyuge santo. Era el ojo de todos los hombres.

II

La noche en que murió su padre, Aurelia hizo una pira con las cosas que le pertenecieron: su ropa, las botas y el sombrero; los cinturones y fuetes que azotaba contra su espalda infantil cuando se negaba a abrirle otra cerveza; fotografías de mujeres desnudas ocultas bajo el colchón; frascos de brebajes para aumentar la potencia sexual, que ella debía servirle cada mañana en el jugo de naranja. En la hoguera también quemó los insultos que le dolieron más que los golpes —¡Estúpida! ¡Ramera! ¡Cabrona!—, y quemó el último grito que escuchó antes de que la mano castigadora se estrellara contra su oído por haber vaciado todo el licor en el retrete. Hipnotizada por el fuego, en la palidez de su rostro de niña y de mujer brillaban las ascuas que subían al cielo y volvían a caer hasta sumergirse de nuevo en la hoguera.

—¡¿Qué haces, Aurelia?! —gritó su madre con el azoro reflejado en la voz.

—Nos estoy liberando.

No guardó luto. Los vestidos holgados que ocultaban sus formas recién surgidas se convirtieron en faldas de medio paso, medias transparentes y blusas ajustadas. Las ojeras se borraron bajo las capas de maquillaje. La hinchazón de su boca se volvió avidez encarnada.

Saboreó la libertad de ser independiente cuando consiguió trabajo en el despacho jurídico. Si bien el salario apenas le alcanzaba para cubrir las necesidades suyas y de su madre, en un par de meses fue relevada de su puesto de archivista para convertirse en la asistente particular del licenciado Evaristo Nájera.

—Ponte abusada —le advirtió una de sus compañeras al verla tan joven e inexperta—. Al gordinflón le gustan las venaditas.

—No te preocupes —dijo ella fijando la vista en el cajón de su escritorio—. Sé defenderme.

Aurelia se esmeraba en hacer bien su trabajo: era puntual y pulcra, mantenía los legajos en orden y la agenda organizada, lidiaba con clientes inconformes y con los que se retrasaban en los pagos. Sobre todo, acudía de inmediato cada vez que su jefe la llamaba con el único pretexto de pedirle otra taza de café, mientras ella sentía cómo le clavaba la mirada vidriosa en las nalgas, el busto o las piernas.

La muchacha caminaba encorvada dentro de la oficina, tapándose el pecho con una libreta, un fólder o lo que tuviera a la mano. Cambió las faldas y blusas ajustadas por sus antiguos vestidos de colores pardos; los zapatos de aguja, por los choclos de su madre. Pero al licenciado Nájera pareció no importarle su nuevo atuendo: las gotas de sudor sobre la frente, la lengua que iba y venía sobre sus belfos de animal, eran señales de lo que su imaginación adivinaba debajo de las naguas de la empleada. Así lo intuía ella cada vez que le llevaba el café, con dos cucharadas de azúcar, sin crema y muy caliente.

En ese despacho inundado por la pestilencia de humo y colillas de cigarros, Aurelia conoció a Francisco, uno de los clientes de Evaristo Nájera. Era apenas un par de años mayor que ella, alto, de voz profunda y mentón fuerte. Él la esperaba en su automóvil para invitarla a tomar un refresco y para hablar del futuro, de los viajes que harían juntos, de los hijos que no tendrían —¿para qué? si el mundo está tan feo y las criaturas sólo vienen a sufrir o a hacer sufrir. Se compartían sus sueños: él deseaba tener su propia empresa; ella, estudiar en la Universidad.

Se casaron en febrero, dos semanas después de la muerte del licenciado Nájera; Aurelia fue quien descubrió su cuerpo inerte junto al escritorio: un infarto fulminante, le informarían después. A nadie le sorprendió que su sobrepeso y una vida desordenada lo llevaran a la tumba justo antes de cumplir los 60 años. A la joven, sin embargo, el fallecimiento de su jefe le causó tal impresión, que durante mucho tiempo no pudo borrar de su mente aquellos ojos apagados que la miraban desde otra vida.

En su noche de bodas, Aurelia volvió a tener el sueño que la atormentaba de niña, en el que se veía atrapada dentro de una grieta. Despertó con sobresalto; las primeras luces del amanecer martillaban las persianas. Miró alrededor: las mismas paredes con manchas de humedad, el ropero antiguo, el espejo que reflejaba un nuevo cuerpo en su habitación de niña: el de Francisco, desnudo y exangüe. Caminó hacia el azogue y vio su silueta apenas dibujada, el rostro borrado, los ojos opacos. Esa sensación ya no la abandonaría, ni siquiera cuando el espejo comenzó a reflejar su vientre abultado.

III

Maternidad era una palabra sobrevaluada en el universo de Aurelia. Maternidad: estrías púrpuras sobre la piel, estómago nauseabundo, arcadas interminables, ojos inyectados con ríos de sal encarnada, piernas de plomo varicoso, espalda rota. Maternidad: sexo abierto, manantial de lumbre, pezones agrietados, sueños claustrofóbicos, llantos.

El niño llora hasta ponerse morado. La madre lo mece, lo alimenta, lo cambia. El niño sigue llorando ¿tendrá cólico?—. Ella le soba la barriga, limpia el vómito lechoso, le da las gotas. Tres, cuatro, cinco, seis. Por fin duerme. El padre hace ruido cuando entra. La criatura vuelve a llorar —morada, mecida, alimentada, cambiada, sobada, limpia—. Traga más gotas. Siete, ocho, nueve, diez. Frente al espejo, los tres duermen; frente al espejo, ambos lloran: el padre con los ojos cerrados; la madre, acunando al bebé contra su pecho por última vez.

—Muerte de cuna —dictamina el médico.

IV

Las manos ancianas develan el espejo que por tantos años estuvo oculto tras el ropero. Son las manos de Aurelia Domínguez. La noche anterior había tenido un sueño diferente: su cuerpo no estaba atrapado en la grieta de la pared, sino bajo el cristal del espejo.

En la superficie nublada observa el mapa que se dibuja sobre su rostro ajado. Busca, entre los párpados caídos, destellos verdes que alguna vez coronaron sus pupilas, y recuerda cómo era la sonrisa que se tragó su garganta reseca una noche de invierno. El azogue devela los años anclados a su cuerpo: el dolor de las piernas, la flacidez de los brazos, los dedos deformes de uñas amarillas, la curvatura de la espalda que engulló la rigidez de los senos, antiguas deidades sacrificadas sobre el patíbulo de su vientre. El espejo guarda el llanto de la niña que perdió un oído por los golpes de su padre, y de la mujer que no quería ser madre y aun así lo fue. Guarda también la historia que ella contó: la de una infancia terrible con un padre abusador y una madre sumisa; la del jefe que la desnudaba con la mirada; la del esposo que la hizo infeliz en la soledad y en el silencio, en el abuso y en la miseria, el que la condenó a veinte años de maltratos, el que casi la mata a golpes tras la muerte del hijo. Pero el espejo también custodia la verdad que la anciana sepultó hace muchos años bajo las manchas del cristal.

Aurelia se estremece al ver lo que su mirada refleja. No es dolor ni pena —se dice—, ni siquiera amargura o soledad. Es un sentimiento oscuro, semejante al miedo o a la furia más extrema. Es odio.

Su odio no tiene principio ni fin. Es la mancha original que se engendró a sí misma, ser hermafrodita que se reproduce por generación espontánea, crece y se alimenta de su propio odio, cada vez más fuerte y renovado; se transforma en monstruo que copula con cada célula del cuerpo hasta multiplicarse setenta veces siete.

El espejo le devuelve la imagen de un ser abominable, sin alma; un conjunto de vísceras que cumplen diariamente una serie de funciones vitales: latir, oxigenar, deglutir, digerir, excretar. Es el odio de la muchacha que no pudo estudiar en la facultad de Ciencias Químicas, pero aprendió a vaciar estricnina en el brebaje que el padre tomaba cada mañana para aumentar la potencia sexual —disuelto en el jugo de naranja que ella misma le servía—. Aprendió que las miradas libidinosas de hombres como el licenciado Nájera se apagan mezclando arsénico en el café; que los bebés que no pudieron ser abortados con infusiones de cominos, dejan de llorar si se les dan diez gotitas de cianuro, y que los hombres que no cumplen sus promesas —por más buenos y amorosos que hayan intentado ser— terminan entre gusanos y raíces si se les alimenta con extracto de semillas de ricino.

Aurelia vuelve a buscarse en el espejo, pero no se encuentra; la superficie está empañada de voces, imágenes y lágrimas. Siente el temblor que le llega a través de un grito que se vuelve angustia; la angustia, ahogo, y el ahogo, silencio. El temblor estrella el cristal. Sobre el piso, una mancha oscura se diluye en la sombra.