Arnold Schoenberg

Juan Antonio Rosado Zacarías

Muchos críticos e historiadores del arte han insistido en las dos vías generales de desarrollo de una obra. Ambas pueden percibirse de modo alternativo en un artista individual o en una tendencia evidentemente colectiva o grupal. No se trata de vías divorciadas o de dicotomías, sino de un perpetuo movimiento dialéctico en que, durante un estado, prevalece una vía, y durante otro, la otra. Me refiero, por un lado, al impulso de continuar una tradición sin necesariamente imitar modelos al pie de la letra, y por otro, al impulso de romper (a veces mediante la parodia) con esa tradición, con esos modelos. Octavio Paz llegó a referirse a la tradición de la ruptura para profundizar en las paradojas y en el signo del cambio. Algunas vanguardias rompieron con las obras anteriores; otras tomaron mucho de la tradición y lo llevaron a extremos inauditos (un ejemplo es el surrealismo).

En música ocurre lo mismo. Cualquiera que esté al tanto del desarrollo de la llamada música de concierto o música «culta», plasmada en partituras complejas, sabe que tras las rupturas que produjo el impresionismo ya nada podía seguir igual. Nuevos sonidos emanados de la técnica, del llamado «progreso», aunados a una nueva configuración de la vida urbana y al acelerado cambio en los medios de comunicarnos rompieron también con la percepción «tradicional» de la música. Si el sistema bien temperado, cuyo centro siempre es una tonalidad determinada, rompió con el sistema modal (escalas griegas y medievales), en el siglo XX Debussy y Ravel  empezaron sutilmente a poner en jaque al sistema tonal, a salirse de él y a coquetear con las viejas escalas modales en el orden horizontal de la melodía. Stravinsky  y Béla Bartók, en el orden del ritmo, aportaron construcciones inéditas y desataron una tempestad a la que luego habrá que agregar, por una parte, la injerencia de las tradiciones populares afroamericanas (el jazz, particularmente), y luego, con autores como Olivier Messiaen, la injerencia de las músicas orientales (la microtonal de la India, los metalófonos de la isla de Bali, etcétera). Tanto Bartók como Stravisnky se transformaron sin abandonar su sello personal. El primero transitó del nacionalismo a la cada vez mayor incorporación de la disonancia y las rupturas rítmicas (pensemos en sus Estudios y en algunos de sus Cuartetos de cuerdas); el segundo, transitó de los ballets que lo consagraron al serialismo, y de repente volvía a la música tonal (por ejemplo, en el Octeto).

Pero la ruptura —muy anterior— más profunda en todos los órdenes (en particular en lo concerniente a la melodía y al orden vertical de la armonía) fue de Arnold Schoenberg y la llamada Segunda Escuela de Viena (con Anton Webern y Alban Berg). Fue la ruptura atonal, feroz, definitiva: los sonidos por fin se liberaron y perdieron las funciones jerárquicas que desempeñaban en el sistema tonal. Se abandonó el centro rector y eso llevará al mismo Schoenberg a transitar del cromatismo al dodecafonismo y al serialismo. Hay una impresionante evolución de La noche transfigurada al Pierrot Lunaire, y de esta obra a la Serenata op. 24. También la hay de La consagración de la primavera de Stravinsky al Wozzeck, de Berg, y de esta ópera a la impresionante Sinfonía Turangalila, de Olivier Messiaen, autor del célebre Cuarteto para el fin de los tiempos, y quien llegó a incorporar a la música moderna las melodías de pájaros de distintas regiones del mundo. Pero nada como la ruptura radical de Schoenberg, independientemente de los resultados que eso trajo y del gusto de cada quien. Ignoro si un Edgar Varese hubiera surgido como fue sin la anterior actitud radical de Schoenberg.

El desarrollo vertiginoso y en múltiples direcciones que siguió la música culta del siglo XX nada tiene que ver con la repetición de esquemas de una música que ya se estaba anquilosando. El atonalismo dio pie a la paulatina creación de la música concreta y luego de la música electrónica, pero también a la incorporación del ruido y luego de cada vez más audaces disonancias, hasta llegar a los clústers, los multifónicos y la música aleatoria. Varese, Xenakis, Stockhausen, Maderna, Luciano Berio y Penderecki son algunos de los protagonistas de los cambios más radicales. En sus Sequenzas, Berio explora las posibilidades de cada instrumento, sin restricción, pero a mi juicio su obra maestra es Laborintus II, donde incorpora jazz, música electrónica, voces y un narrador que recita poesía de Dante y Sanguinetti. En otra dirección, muy distinta, Carl Orff, influido por Stravinsky, explotará el lado rítmico en sus óperas Antigona, Edipo rey o Der mond, así como en el Trionfi (trilogía compuesta por Carmina Burana, Catulli Carmina y El triunfo de Afrodita). Sin embargo, siempre he creído y creo aún que su obra maestra es la Comedia para el fin de los tiempos, de inicios de los años 70, en la que confluyen las principales obsesiones rítmicas, melódicas y armónicas de este autor a la vez instalado en la tradición y en la ruptura. El nacionalismo es otra tendencia fundamental. El mismo Bartók, pero también Gershwin y, en México, compositores como Revueltas, incluirán elementos de la música popular (en el caso de Gershwin, el blues y el jazz).

A lo largo del siglo, irán surgiendo nuevas tendencias y propuestas. Pienso en George Crumb y su maravilloso Vox Balaenae. Incluso habrá autores que rompan consigo mismos, como Penderecki (comparemos sus obras de los años cincuenta y sesenta con las de los ochenta o noventas) o Lutoslawski (de bartokiano al genial innovador en el Concierto para oboe, arpa y orquesta de cámara).

En la actualidad, estoy convencido de que no hay otra vía que el eclecticismo bien entendido: la fusión de técnicas, procedimientos, estilos. De otro modo, la música estaría condenada a la repetición, al estancamiento. A intervalos surgen compositores que no hallan otro camino que el trasnochado nacionalismo o incluso el neorromanticismo. Argumentan que el atonalismo o el serialismo, los clústers, disonancias o la música electrónica de los cincuentas y sesentas «no se entienden» o «son poco claros». Pierre Boulez había advertido las evidentes limitaciones en la sensibilidad que implican esas lamentables opiniones. Al fin y al cabo, son limitaciones de gente acostumbrada a oír música tonal. Como todo, la sensibilidad también se educa, y quien no tenga la curiosidad de seguir el desarrollo de la música, no entenderá jamás por qué lo que escucha no es ruido sino música perfectamente estructurada. Yo llegué a comprender la música atonal desde temprana edad porque mi padre fue compositor de música de cámara y llegó a combinar ritmos afroantillanos con música serialista o atonal. Todo es aprendizaje y la invitación a la apertura de los sentidos se mantiene, a pesar de que muchos no la acepten. En realidad, ¿qué es la música sino la organización de los sonidos? Si nos mantenemos contentos con un solo modo de organizarlos, no haremos sino limitarnos. Lo mismo ocurre en las demás artes.